Son las diez de la mañana cuando recibo un informe de mi agente, el señor Dong. Lo envié a vigilar en secreto a los estudiantes. Le pedí que diera recuerdos a Kuai Da-fu de mi parte. He ordenado a los hospitales cercanos que mezclen agua con glucosa y se la den a los estudiantes.
Pido a la operadora que me ponga con mi amigo Lin Piao, a quien Mao ha nombrado recientemente vicepresidente del Partido Comunista.
¿Qué ocurre?
Necesito su ayuda, mariscal Lin. Hable más alto, por favor.
Su empleado Yelin está haciendo pasar un mal rato a mis muchachos de la Universidad de Qinghua. Los chicos quieren hablar con él, pero los guardias no atienden a razones. Los chicos han empezado una huelga de hambre.
¿Qué se propone hacer con Yelin?
Voy a criticarlo como promotor del capitalismo.
¿Promotor del capitalismo? Nunca he oído nada semejante.
Mi querido vicepresidente, una vez los muchachos prendan a Yelin, organizarán un mitin en un estadio para endilgarle ese título. Lo gritarán de forma oficial.
Por el teléfono oigo a Lin dar una orden. Lo oigo gritar: No me importa si Yelin está enfermo o no. ¡Si no puede moverse, que lo saquen en camilla!
Después de dejar a Yelin en manos de Kuai Da-fu, ella empieza a planear batallas más grandes. El 29 de julio habla en un mitin ante dos mil personas en el Gran Salón del Pueblo. Es en honor de los activistas de la Revolución Cultural. Envía invitaciones a todos los funcionarios de alto rango, incluido el vicepresidente Liu, Deng y el primer ministro Chu. En el mitin se denuncia una vez más a los Equipos de Trabajo. Liu, Deng y Chu se ven obligados a criticar y lo hacen de mala gana. Tanto Deng como Chu pronuncian discursos poco sustanciosos. Sus palabras son secas y copiadas de periódicos. Pero el vicepresidente Liu no se rinde tan fácilmente. Durante su intervención lanza preguntas a la multitud. ¿Cómo llevar a cabo la Revolución Cultural? No tengo ni idea. Y muchos de vosotros tampoco lo tenéis muy claro. ¿Qué está pasando? Se me escapa en qué me he equivocado. No he comprendido la grandeza de la Revolución Cultural.
¿Veis cómo nos rechazan? La señora Mao aferra el micrófono en cuanto sube al escenario. La salva de aplausos es atronadora. La señora Mao prosigue con voz resonante. Sugiere a la multitud que eche un vistazo a la cinta extendida encima de sus cabezas, en la que se lee: «¿Es la Revolución Cultural un pasatiempo o un trabajo a tiempo completo?».
¿Veis cómo nuestros enemigos aprovechan cada oportunidad para apagar el fuego revolucionario? ¿Comprendéis por qué ha de preocuparse el presidente Mao?
Liu replica. Hace hincapié en la disciplina y en las normas del Partido Comunista. Dice que nadie debería estar por encima del Partido.
Desafía a la señora Mao.
Oigo a la gente dar la razón a Liu. Me llegan murmullos de la multitud. Los jóvenes empiezan a discutir entre sí. Los representantes de las distintas facciones suben al escenario y exponen una por una sus opiniones. El tono de los portavoces empieza a cambiar. Frase tras frase, se hacen eco o se limitan a tomar partido por Liu.
¡Mi mitin está teniendo un efecto contraproducente! Me siento en el panel y empieza a apoderarse de mí el pánico. Me vuelvo hacia Kang Sheng, sentado en el otro extremo del banco, y le pido socorro con la mirada. Me mira como diciendo que no pierda la calma y se escabulle. Vuelve al cabo de un rato y me pasa una nota: «Mao viene para aquí».
Antes de que pueda decir a Kang Sheng lo aliviada que me siento, Mao aparece junto al telón. Aplaudiendo, se abre paso a empujones y sale al escenario. Lo reconocen al instante. «¡Larga vida al presidente Mao!» La multitud hierve.
Contengo el aliento y grito con ella.
Mao no dice nada. Tampoco aminora el paso. Sin dejar de aplaudir, recorre de izquierda a derecha el escenario y desaparece como un fantasma.
La multitud recuerda al instante que la señora Mao, Jiang Qing, cuenta con el apoyo de su marido.
El 1 de agosto ella se reúne de nuevo con Mao en su estudio. Éste le dice que ha escrito una carta en respuesta a una organización llamada la Guardia Roja. Voy a incorporar nuevas divisiones a tu ejército, le dice haciéndole sentar. Te estoy dando alas. Los estudiantes son de la escuela intermedia de la Universidad de Qinghua. Son incluso más jóvenes que tus muchachos. Están impacientes por hacer lo que están haciendo éstos.
Me gusta el nombre de la Guardia Roja. Refleja agallas. Guardia, porque debe protegerte, y Roja, el color de la revolución. ¿Les has dado un distintivo?
Sí. Un brazalete rojo con «Guardia Roja» escrito con mi caligrafía.
Ella le pregunta si puede pasar revista con él a los representantes de la Guardia Roja. Me gustaría ofrecerles mi apoyo. Él acepta. Tengo previsto hacerlo el 18 de agosto. Reúnete conmigo en la puerta de la Paz Celestial de la plaza de Tiananmen.
El 18 de agosto de 1966 al amanecer, la plaza de Tiananmen está abarrotada de un millón y medio de trabajadores y obreros. Es un mar de banderas rojas. Todo el bulevar de la Paz Prolongada está bloqueado de jóvenes procedentes de todas partes del país. Todos llevan un brazalete rojo con «Guardia Roja» escrito con la caligrafía amarilla de Mao. La multitud se extiende kilómetros y kilómetros, desde la puerta de Xin-hua hasta el edificio de Seguridad, del puente de Agua Dorada a la puerta Delantera Imperial. Al enterarse de la inspección de Mao, miles de organizaciones estudiantiles han cambiado de nombre y se han convertido de la mañana a la noche en guardias rojos, incluida la facción de Kuai Da-fu, los Grupos de las Montañas de Jinggang. El uniforme verde con el brazalete rojo en el brazo izquierdo es el reglamentario. La multitud canta: «El Sol Dorado sale por el este. ¡Larga vida a nuestro gran líder y salvador, el presidente Mao!».
A las once en punto, en mitad de la melodía «Rojo por el este», se oye una fuerte ovación. El millón y medio de jóvenes reunidos gritan. Saltan las lágrimas. Algunos se muerden la manga para contener el llanto. Mao aparece en lo alto de la puerta de la Paz Celestial. Se acerca despacio al borde de la tarima. Lleva el mismo uniforme militar con brazalete que los jóvenes, y el gorro con una estrella roja encasquetado en su gran cabeza. Camina con Jiang Qing a su derecha y el mariscal Lin Piao a la izquierda, que van vestidos igual que él.
Siento que mi vida está tan llena que podría morir de felicidad. La multitud nos empuja como una marea matinal. Es la primera vez que aparezco en público junto a Mao. El rey y su esposa. Nos rodean ondas sonoras: «¡Larga vida al presidente Mao y un saludo a la camarada Jiang Qing!».
Bajamos y nos acercamos a la multitud. Los guardas de seguridad se ponen en fila formando un pasillo humano a fin de abrirnos paso. No prestamos atención a los camaradas que nos siguen. Los dos caminamos a grandes zancadas a lo largo de la barandilla, bajando la vista hacia el mar de cabezas que se balancean.
«¡Larga vida!»
«¡Diez mil años de vida!»
Descendemos. De pronto, como embargado por la emoción, Mao se detiene y vuelve a subir hacia la puerta. Se dirige rápidamente al extremo derecho y se apoya contra la barandilla. Quitándose el gorro, agita los brazos y grita: «¡Larga vida a mi pueblo!».
Estoy dispuesto a escalar una montaña de cuchillos por el presidente Mao, asegura el joven Kuai Da-fu en una reunión concertada por Jiang Qing para que conozca a Chun-qiao. Éste no tarda en iluminarle.
¿Cuándo llegará el momento? pregunta Kuai Da-fu.
Estáte atento a la llamada de tu corazón, responde la señora Mao. ¿Qué nos enseña el presidente Mao?
Que arranquemos las malas hierbas de raíz.
A eso vamos.
Busca la raíz más grande, dice Chun-qiao. Necesitamos un avance importante, asiente la señora Mao, Jiang Qing.
El 13 de enero de 1967, a medianoche, Mao celebra una cordial reunión con el vicepresidente Liu en el Gran Salón del Pueblo. Al día siguiente la Guardia Roja detiene a Liu y lo tiene preso toda la noche.