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¿Y?

Le dije que contaba con mi apoyo y el tuyo. Le pedí que aguantara y aprovechara la oportunidad para dar ejemplo a la juventud de la nación.

En este momento Mao se inclina y me pone una mano en el hombro. Acariciándome con delicadeza, susurra: Es una bendición tenerte de mi lado. ¿Estás cansada? No quiero que te mates a trabajar. ¿Qué tal unas vacaciones? Salgo mañana. ¿Te gustaría acompañarme?

Me encantaría. Pero hago falta en Pekín. Necesitas que controle la situación.

Mao ha estado eludiendo las llamadas del vicepresidente Liu y se ha ido a Wuhan, en la provincia de Hubei. Pero Liu lo sigue, insistiendo en que debe informarle de los conflictos ocurridos en Pekín. Los repentinos motines. Los fuegos devastadores. Ruega a Mao que dé órdenes para que los detengan. Liu no tiene ni idea de en qué se ha metido.

Ningún historiador atina a comprender cómo un hombre tan brillante como Liu puede ser tan ignorante. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta de la irritación de Mao? Sólo puede haber dos explicaciones. Una es que es tan humilde que nunca se ve a sí mismo como una amenaza para Mao. La otra es que está tan seguro de sí mismo que no le cabe que Mao tenga motivos para oponerse a su forma de actuar. En otras palabras, ya se ha visto gobernando China, ha visto al pueblo y al congreso del Partido volándolo a él.

Mao no hace ningún comentario sobre el informe del vicepresidente Liu. Cuando éste le pide que vuelva a Pekín, Mao se niega. Antes de marcharse pide a Mao instrucciones. Éste suelta: «Haz lo que creas conveniente».

Cuando Liu vuelve a la capital, los miembros de su gabinete lo esperan ansiosos en la estación de tren. Liu explica su desconcierto respecto a Mao. El gabinete trata de analizar la situación. Si Liu opta por dejar estar las cosas, lo cual significa permitir que Jiang Qing y Kang Sheng sigan asolando el país, Mao podría regresar y destituirlo por no haber hecho su trabajo. Pero si detiene a Jiang Qing y a Kang Sheng, Mao tal vez se ponga de parte de éstos. Después de todo, ella es su esposa.

Después de una discusión enervante, Liu y Deng deciden enviar más Equipos de Trabajo para restaurar el orden. Para asegurarse de si es correcta su acción, Liu marca el teléfono de Mao. De nuevo no obtiene respuesta.

A estas alturas se han cerrado las escuelas en todo el territorio nacional. Los estudiantes imitan a su héroe Kuai Da-fu y llenan las calles de carteles de grandes caracteres: «¡Impulsar la revolución!» se ha convertido en la consigna más explosiva. Para impresionarse mutuamente, los estudiantes empiezan a asaltar a los transeúntes que sospechan que son de clase alta. Les arrancan la ropa de seda, les rasgan los pantalones ceñidos y les cortan los zapatos de cuero puntiagudos. Asaltan a los agentes de policía acusándolos de ser «máquinas reaccionarias», y éstos se quedan paralizados. Los estudiantes y los obreros forman fracciones y empiezan a atacarse mutuamente para hacerse con el control de los territorios. La economía del país se paraliza.

En la reunión del Politburó de Pekín, el vicepresidente Liu vuelve a marcar el número de Mao delante de todo el gabinete y habla con voz ronca: Hay que detener enseguida el caos, presidente.

La respuesta de Mao llega fría e indiferente. No estoy preparado para volver a Pekín. ¿Por qué no sigues adelante con tus planes?

¿Cuento con su autorización?

Has estado gobernando el país, ¿no?

Con estas palabras Liu vuelve a la carga. Envía cientos de Equipos de Trabajo más. Al cabo de dos meses el fuego se ha apagado.

El 8 de julio de 1966 Mao me escribe. Me envía una carta desde su ciudad natal, Shaoshan, en la provincia de Hunan. En ella me cuenta una historia sobre un antiguo personaje llamado Zhong-Kui, un héroe famoso por capturar espíritus malignos.

Desde los años sesenta me he convertido en el comunista Zhong-Kui. Pasa a describirse a sí mismo como un rebelde internacional; sabe que tengo debilidad por los rebeldes y bandidos. Las cosas tienen un límite. ¿Qué esperas al llegar a la cima sino emprender el descenso? Hace tiempo que estoy preparado para luchar hasta dejarme los huesos. En todo el mundo hay más de cien partidos comunistas. La mayoría de ellos han renunciado al marxismo leninismo para abrazar el capitalismo. Somos el único partido que queda. Debemos enfrentarnos a la crueldad de esta realidad, debemos adivinar lo que se proponen nuestros enemigos y adelantarnos a ellos si queremos sobrevivir.

Entiendo el punto de vista de mi marido. Comprendo lo que está en juego y percibo su determinación de destruir al enemigo. Veo cuál es mi situación. Una vez más me he convertido en compañera de armas. De día estoy por todo Pekín. He emprendido cientos de proyectos y todos funcionan al mismo tiempo. De vez en cuando el cuerpo no me responde. Me desplomo con fiebre. En estos momentos llamo a Nah y ésta acude a mi cabecera.

Nah trata de detenerme. No comprende por qué pongo en peligro mi salud. No le ve sentido. Apenas puedo explicarme. Una mujer como yo disfruta viviendo la vida plenamente. Me he unido a la suerte de tu padre. Sus sueños, su amor y su vida. No puedo soportar la idea de que me abandone de nuevo. No hay ninguna lógica detrás de ello. Mao es sencillamente mi maldición. Jamás desearía para mi hija un amor como él. Es demasiado duro. Me mueve un impulso fatal. Como un salmón magullado, nado contra corriente para regresar al río en el que nació. Me preocupa que si me paro un segundo, Mao me vuelva la cara y mi vida caiga en pedazos.

Con la ayuda de Chun-qiao y Kang Sheng advierto a la prensa que esté preparada. Digo a los dirigentes que la situación podría cambiar en cualquier momento. El presidente Mao está considerando su decisión final. El 17 de julio marco el número de Mao y dejo un mensaje: «Todo está listo». Al día siguiente el tren de Mao vuelve a Pekín. Coge a todos por sorpresa.

Esa misma noche, el vicepresidente Liu se apresura a ir a ver a Mao. Pero el guardaespaldas de Mao le bloquea el paso. El presidente se ha retirado ya. Pero Liu advierte que hay otros coches aparcados en la entrada. Es evidente que tiene invitados.

Liu empieza a presentir su destino. Vuelve a casa y comparte sus temores con su mujer, Wang Guang-mei. Ninguno de los dos pega ojo en toda la noche. A medianoche hablan de despertar a sus hijos para leerles el testamento. Cambian de opinión porque se convencen de que Mao es el líder del Partido Comunista, no un rey feudal. Pero siguen intranquilos. Permanecen sentados con frío esperando a que amanezca. Antes de que se haga de día el pánico se apodera de pronto de él.

Soy viejo, dice.

La mujer se levanta para abrazarlo. Nota cómo tiembla ligeramente. Estás haciendo todo lo que está en tus manos por China, dice ella con suavidad. ¿Estarías dispuesto a pagar el precio si hubiera alguno?

El hombre responde que sí.

Eres terco.

Fue el voto que nos hicimos al casarnos.

No lo he olvidado. Ella apoya la cabeza en su pecho y añade: Juré que recogería orgullosa tu cabeza si te mataban por tus principios.

El miedo da paso al coraje. Al día siguiente Liu transmite sus temores a Deng y al resto de sus amigos. El aire helado llena los pulmones de todos. Algunos empiezan a hacer planes para escapar mientras los demás esperan.

Estoy a solas con mi marido. Me ha mandado llamar a mí sola. Estar conmigo es una forma de recompensarme. Espera que se lo agradezca y lo hago. Hace seis meses gemía: ¿Qué es del cuerpo desprovisto de alma?

Tengo cincuenta y dos años, y estoy casada espiritualmente con Mao.

Fuera se oye una sinfonía de grillos. Esta noche suena grandiosa. Mao y yo permanecemos sentados uno frente al otro. El té se está enfriando, pero nuestros sentimientos están entrando en calor. Son más de las doce de la noche y no está cansado, ni yo tampoco. Va con bata y yo con uniforme militar. Ya no importa cómo me visto, pero sigo yendo impecable. Quiero parecerme a como era en Yenan.

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