Литмир - Электронная Библиотека
A
A

No me duelen, explica. Pequeño Dragón me los ha dado.

El Pabellón de los Pinos era un gran patio de árboles ancianos. Hay arcos al este, oeste y norte. También pilares de piedra exquisitamente tallados. La pareja camina despacio a través de los árboles. Están en el Sendero Imperial Central que corre paralelo al lago. Es el sendero por el que paseaban el emperador Hsien Feng y la emperatriz Tzu Hsi. Es estrecho y está a la sombra de altos cipreses.

Ella lo sigue. Al cabo de un kilómetro aparece ante ellos la Pagoda de Azulejos Vidriados de Múltiples Tesoros. Se trata de un edificio de ocho lados y siete pisos de más de dieciséis metros de altura. Está incrustado de arriba abajo de ladrillos vidriados de color azul, verde y amarillo, embellecidos con grabados de Buda. La pagoda se levanta sobre una plataforma de piedra blanca y está coronada por un pináculo dorado.

El viento tiene un sonido melodioso. Mao levanta la vista. En lo alto de la pagoda cuelgan campanas de bronce. Ella le alcanza y, secándose la frente, alaba su buena salud. Él no hace ningún comentario y entra en la pagoda. Pasa por delante de una lápida de piedra en la que se lee: ODA A LA PAGODA DE MÚLTIPLES TESOROS DE LA COLINA DE LA LONGEVIDAD CONSTRUIDA DE FORMA IMPERIAL. Está escrito en caracteres chinos, manchúes, mongoles y tibetanos. Se detiene delante de las estatuas de Buda.

Ya he venido aquí dos veces este mes, dice él de pronto. Para ver si consigo que el constructor de esta pagoda y yo nos entendamos.

Habla en voz baja y ella apenas lo oye. Pero no dice nada.

Él continúa. Mi pregunta es: ¿por qué instaló el hombre más de novecientas estatuas de Buda en la fachada de este templo minúsculo? ¿Qué le movió a hacerlo? ¿Qué clase de locura? ¿Era presa del pánico? ¿Qué lo atormentaba? Es un lugar peligroso para trabajar. Podría haberse caído perfectamente. ¿Por qué? Diría que Buda era su protector y cuantos más construyera más protegido se creía. Debió de perseguirle esta idea. Debió de acabar sin aliento en esta carrera consigo mismo.

Ella de pronto cae en la cuenta de que Mao está hablando de sí mismo. De su posición en el Politburó. Los enemigos a los que se enfrenta. Está asustado.

¡Presidente!, exclama ella. ¡Estoy contigo, ya sea camino del cielo o del infierno!

Él se vuelve hacia ella con una mirada llena de ternura.

Ella se siente reconocida, como hace treinta años en la cueva de Yenan. Se oye a sí misma proclamando una vez más su amor entre bombas.

En la entrega de ella él se reconoce una vez más como héroe. Su mirada poco a poco languidece y su voz se debilita. Ojalá todo estuviera en mi cabeza. Un vejestorio, paranoico sin motivo. Ojalá sólo fuera la caída de mis dientes lo que me preocupara. No te lo creerás, pero esta mañana he aplaudido cuando he cagado sólido. Es estúpido, pero rige mi humor. También estoy perdiendo la vista, Jiang Qing. Ahora dime por favor que no es verdad lo que creo: que soy viejo y que me estoy escurriendo por los desagües imperiales.

Ella lo compadece, pero no está triste. La verdad es que gracias a este miedo él por fin la ha visto. Necesita que continúe el peligro para que siga viéndola.

¡Déjame estar en la línea de fuego!, exclama ella. Dame la oportunidad de demostrar lo que puedo y voy a hacer por amor.

Él le tiende una mano.

Una vez más ella siente la presencia de la señora Yuji. La veneración regresa y se carga por sí sola. Ella vuelve a salir a escena. Los amantes rodean las estatuas de Buda de los ocho lados contemplando los novecientos dioses azules, verdes y amarillos. Ya no se abrazan y sus labios no se rozan, pero hablan y empiezan a oírse. Se turnan para describir las infinitas bestias que los rodean, los oscuros trabajadores de la tierra, los terribles inocentes, los asesinos y sus sueños, el gigantesco enjambre de abejas, el modo en que se aparean y asesinan en silencio.

¡Oh, sabe Dios lo que siento por ti!, exclama ella con tono teatral. La frase es elegante y conmovedora. Dame órdenes, presidente, aquí está mi espada.

Se acabó el operar sola. Se acabó el vivir en fastuoso aislamiento. Mi cuerpo nunca se ha sentido tan joven. El 9 de abril estoy aburrida de escuchar las insustanciales autocríticas del alcalde Peng Zhen. Dejo el asunto en manos de Kang Sheng y Chen Bo-da, un crítico mordaz a quien he reclutado recientemente, y que también es el director del Instituto de Marxismo y Leninismo de Pekín. Envío a Mao un informe preparado por Chen Bo-da sobre Peng Zheng titulado «Notificación 5.16». Descubro que Mao se ha propuesto derribar al vicepresidente Liu; y la primera medida que toma es castigar al alcalde Peng, el testaferro de Liu.

Como se espera de él, Mao hace comentarios sobre la «Notificación 5.16» y ordena que se libre la batalla públicamente.

El 4 de mayo se celebra una reunión que termina con la caída del alcalde Peng. No la preside Mao, sino el vicepresidente Liu. Éste no tiene otra salida. Es incapaz de rebelarse contra Mao. Durante la reunión palidece. Respira hondo antes de pronunciar el discurso en el que denuncia a su amigo. Lo lee en nombre del Politburó. Tiene dificultades en hacer su papel. Peng ha sido un camarada leal y un entusiasta defensor de sus programas.

Al vicepresidente Liu no se le pasa por la cabeza que él será el siguiente. De haber pasado tiempo, como Mao, leyendo la Historia novelada de los tres reinos, habría podido anticipar los planes de su líder.

A fin de complacer a Mao, el 8 de mayo, bajo el seudónimo de Gao Ju, que significa Antorcha Alta, publiqué un artículo titulado «Hacia el grupo anticomunista del Partido: ¡Fuego!». Es mi primera publicación en treinta años. La nación entera habla de ella. En todas partes se oyen gritos de «¡Protejamos al presidente Mao con la vida!».

Es la noche del 9 de mayo y la euforia me impide dormir. He tomado las riendas de mi destino y me veo recompensada. Mao me ha llamado esta mañana para felicitarme. Quería regalarme un paquete de su ginseng. El teléfono ha vuelto a sonar por la tarde. Era la secretaria de Mao que quería que fuera a cenar. Nah está en casa, decía el recado.

No tengo qué ponerme, digo.

La secretaria está confundida. ¿Significa eso que no?

Sentada en mi silla, me siento estremecer. Me quiere por fin. Todos estos años de resentimientos se disuelven en una sola llamada telefónica. ¿Estoy loca? ¿Me está engañando otra vez? ¿No es más que parte de su chochera? ¿O estoy soñando despierta? No ha abandonado sus ejercicios para la longevidad y sigue acostándose con mujeres jóvenes; y sin embargo quiere ponerse de nuevo en contacto conmigo. Y lo quiere de verdad.

A veces creo que lo conozco lo bastante bien para perdonarle; no le mueven las pasiones ni la lujuria, ni siquiera su gran amor por la patria, sino el miedo. Otras veces creo que siempre ha sido un extraño para mí. Un ser reservado y desequilibrado como yo. Nunca ha hecho una sola visita a su ex mujer Zi-zhen o a su segundo hijo con problemas mentales a sus respectivos hospitales. Como yo con mi madre, que nunca he tratado de averiguar qué fue de ella.

Mao no habla de la guerra de Corea. Es para evitar el dolor de la pérdida de Anying, su hijo mayor, que murió víctima de una bomba norteamericana. Nunca se ha recuperado de la muerte de Anying. Jiang Qing sabe que Mao siempre tiene presente a Anying en los momentos de celebración, sobre todo durante los años nuevos chinos. Mao nunca acepta invitaciones a casa de sus amigos o socios. Es porque no puede soportar el calor de las familias. Dice que está en contra de las tradiciones, pero es debido a que todo lo tradicional se teje en torno a la familia.

¿Cómo no va a sentir Mao la sensación de pérdida o el dolor de la separación siendo un poeta tan apasionado? Sólo cabe suponer que con los años su dolor ha cambiado, o, para ser más precisos, ha distorsionado su carácter. La nostalgia que le producen las pérdidas se convierte poco a poco en envidia por los triunfos de los demás. ¿Por qué el vicepresidente Liu tiene todo lo que él no tiene? Mao sabe que es frágil por naturaleza y que aprender a ser un Buda de piedra es la única forma de sobrevivir. Se toma las tragedias de su vida como si se trataran de una úlcera; hay que vivir con ellas. Sin embargo, le frustra no ser capaz de curar su dolor. No comprende que se debe compasión a sí mismo. Ha aprendido a no reconocer tal palabra en su diccionario emocional.

53
{"b":"104393","o":1}