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La victoria caerá en tus manos

si no pierdes la fe,

aun cuando la situación parezca

totalmente desesperada e imposible de cambiar.

Por fin se hizo de noche y abandonaron la búsqueda. Al instante me dispuse a cruzar las montañas. Caminé toda la noche. Iba descalzo y tenía los pies muy magullados. Por el camino me encontré con un campesino con quien hice amistad, me ofreció cobijo y más tarde me acompañó hasta el siguiente distrito. Yo sólo tenía dos yuanes y los utilicé para comprarme un par de zapatos, un paraguas y seis panecillos. Cuando por fin llegué a un lugar seguro, sólo tenía calderilla en el bolsillo.

Él le hace ver en su heroísmo una bendición del cielo. En la cama se muestra impaciente, como un ladrón de tumbas robando oro. Ella se presenta a sí misma, tiene el don de la seducción. En el futuro la pareja representará estos valores en la mentalidad de miles de millones de personas.

Al amanecer, cuando él quiere repetir, ella rehúsa. Lleva rato despierta pensando en Zi-zhen. Su cuerpo está atrapado en la lucha que libra su mente.

Tienes los brazos delgados como los de una niña de trece años, dice él acariciándolos. Es asombroso que una mujer con los miembros tan delgados tenga los pechos tan turgentes.

A ella se le llenan los ojos de lágrimas.

Él le pide que le dé una oportunidad para comprender su tristeza. Ella dice que eso sería imposible.

Nadie puede arrebatarme el derecho a saber, replica él secándole las lágrimas.

Soy yo la que necesita aprender, dice ella volviéndose. Eres un hombre casado con familia. No debería haber complicado…

No vas a dejarme, Lan Ping.

¡Pero Zi-zhen está viva!

Él la mira y sonríe casi de manera vengativa.

No puedo hacerle esto a Zi-zhen, continúa ella. Nunca me ha hecho nada malo.

Se da cuenta de que la frase es de una obra olvidada, sólo que ha sustituido el nombre del personaje por el de Zi-zhen. Empieza a vestirse y se levanta de la cama. Él pasa un mal rato contemplando su piel de marfil, que prende fuego a su mente. De pronto se la imagina convirtiéndose en la mujer de uno de sus jóvenes generales o volviendo a Shanghai.

Alarga una mano hacia ella. En silencio ella deja que él la llene.

Al cabo de un rato él se rinde. Se vuelve y se queda mirando el techo. Déjame ahora. Vete.

A ella se le saltan las lágrimas mientras se viste. No le veo salida. No quiero ser una concubina.

Él la observa y ella oye cómo le rechinan los dientes al apretar las mandíbulas.

Cerca de la pared, en el suelo, aparece un ratón. Avanza, cruza con cautela la habitación y rodea la pata de la cama antes de detenerse. Al levantar la cabeza, clava sus ojos rojos en forma de alubia en la pareja.

Los rayos de sol saltan por el suelo.

Si logré sobrevivir a la Larga Marcha, soy capaz de sobrevivir la pérdida de cualquier cosa, empieza a murmurar él. Como en cualquier guerra habrá heridos. ¿No he visto ya suficiente sangre?… Haz lo que quieras, pero, por favor, prométeme que nunca volverás.

Ella rompe a llorar de forma incontrolable.

Aclaremos este asunto. Dices que soy un hombre casado, pero lo que quieres decir es que soy un hombre condenado. ¿Por qué no disparas? Apoya una mano en su hombro. Mátame con tu frialdad.

El mejor ilusionista es el que te explica cuál es el truco y a continuación sigue haciéndote creer que hay magia… Ella levanta la barbilla para mirarlo. En este momento ésta es mi situación: ¡Sigo creyendo que estamos hechos el uno para el otro!

Entonces dime que no te marcharás.

Pero debo hacerlo. Oh, Dios mío, debo dejarte.

Él se calza y se levanta de la cama.

Ella trata de moverse, pero le pesan las piernas.

¿Qué te pasa?, grita él. ¿Eres cobarde? ¡Detesto a los cobardes! ¿No me oyes? ¡Odio, odio a los cobardes? Ahora vete. Obedéceme. ¡Vete! Déjame. ¡Deja Yenan! ¡Lárgate!

Ella se acerca a la puerta y aferra el pomo. Lo oye gemir a sus espaldas. La guerra me ha arrebatado todo, mis mujeres y mis hijos. Me han disparado una y otra vez en el corazón. Lo tengo tan agujereado que ya no tiene arreglo. Lan Ping, ¿por qué ofreces a un hombre una sopa de ginseng mientras le construyes un ataúd?

Vuelvo con mi cuadrilla. Al día siguiente me destinan a un sao-mangban, un equipo que trabaja para «erradicar» el analfabetismo. Enseño chino y matemáticas. Mis alumnas son del pelotón de mujeres avanzadas. Entre ellas están las esposas de los funcionarios de alto rango del Partido. No tardo en enterarme de que Zi-zhen fue su instructora de tiro.

Una mujer entrada en años se acerca a mí y me agarra la muñeca. Es así como le gusta practicar a Zi-zhen, dice. Por cierto, camarada Lan Ping, Zi-zhen es una excelente tiradora. Zi-zhen me llevaba a verla practicar. Le encantaba hacerlo de noche. Sobre todo las noches sin luna. Encendía diez antorchas a unos cien metros de distancia y disparaba con sus dos pistolas. Tatatatata, tatatatata… Diez tiros y caían las diez antorchas… A continuación me hacía colocar otra tanda de antorchas, y otra tanda… Tatatatatata, tatatatata…

Las alumnas observan a la joven de Shanghai como si vieran a un campesino despellejar una serpiente. La joven se niega a que jueguen con ella. ¡Qué mujer! ¡Qué héroe!, exclama con una voz llena de admiración.

Él envía a Pequeño Dragón para invitarme a tomar el té. Estamos incómodos. Entre nosotros se interpone la invisible Zi-zhen. Mientras yo opto por callar, él empieza a burlarse. Más tarde descubro que le va la burla. Se burla, sobre todo, cuando trata de castigar. Habla afectuoso. Una no sabe nunca lo que se avecina.

He estado pensando en lo que me contaste el otro día sobre tu experiencia en Pekín, dice él. Bebe un sorbo de té. Me gustaría compartir contigo parte de la mía. También tuvo lugar en Pekín. Era 1918 y tenía veinticinco años. Era estudiante a tiempo parcial en la Universidad Normal de Pekín. Trabajaba en la sala de correo y en la biblioteca. Mi cargo era tan insignificante que la gente me evitaba. Yo sabía que algo no marchaba. Durante cientos de años los estudiantes habían permanecido al margen del pueblo, y empecé a soñar con una época en que los estudiantes enseñarían a los culíes, porque éstos sin duda tenían tanto derecho como el resto a ser educados.

La verdad es que Mao no logró llamar la atención en Pekín. El paleto del campo se sintió humillado. No logra olvidar la decepcionante experiencia. Más tarde se convierte en uno de sus motivos para pedir la gran rebelión: la Revolución Cultural. Para castigar a los eruditos de toda la nación por el sufrimiento de sus primeros años. Pero en ese momento la joven de Shanghai no lo comprende. Tardará cuarenta años en entender el verdadero significado de esa anécdota. Cuando lo haga se convertirá en el caballo de batalla de Mao.

Ella cree que él sabe cómo animarla, de modo que escucha.

Mis condiciones de vida en Pekín eran bastante precarias. Contrastaban con la belleza de la vieja capital. Me alojaba en un lugar llamado El Pozo de los Tres Ojos, donde compartía una habitación diminuta con otras siete personas. Por la noche nos apretujábamos todos en la gran cama de adobe que se calentaba por debajo. Apenas teníamos espacio para darnos la vuelta y cada vez que necesitaba hacerlo debía avisar a los que tenía a cada lado.

A la joven no le importa si el hombre que tiene ante ella está describiéndole su futura casa. Lo que le preocupa es lograr que se deshaga de la mujer que se interpone entre ambos.

Ayer sentí el calor de la temprana primavera del norte, dice Mao con los ojos brillantes. Los ciruelos florecen mientras el hielo cubre el lago Pei. Me trae a la memoria el poema de un poeta de la dinastía Tang, Tse Tsan, «Diez mil melocotoneros que florecen de la mañana a la noche».

A la joven se le escapa el encanto del poema, pero percibe los sentimientos que le inspiran a él los versos.

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