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La sastra me da un trozo de tela gris que corto en dos grandes parches redondos. Los coso alrededor del trasero. La sastra sugiere que ponga la tela doble. Que sea resistente como un taburete que se lleva a todas partes, dice.

Cosemos un rato en silencio y de pronto me pregunta qué pienso de Zi-zhen.

Trato de disimular mi incomodidad y digo que la respeto mucho. La sastra deja de coser y levanta la mirada. En sus ojos hay recelo. Tira de un hilo y dice despacio, pero con claridad: Mao Zedong pertenece al Partido Comunista y al pueblo. No es un hombre corriente al que perseguir. Ha perdido a su primera mujer y no está dispuesto a perder a la segunda.

Antes de que yo tenga oportunidad de responder, ella continúa: El nombre de la difunta señora Mao es, para tu información, Kai-hui. ¿Has oído hablar de ella? Estoy segura de que no te importa que la mencione, ¿verdad?

Sigue, por favor.

Era la hija de su mentor y la beldad de la ciudad de Changsha. Era una intelectual comunista y vivió para Mao. No sólo lo apoyó y ayudó a organizar sus actividades, sino que también le dio tres hijos. Cuando Chang Kai-shek la capturó ordenó que la mataran. Le dieron la oportunidad de denunciar a Mao y salvarse, pero ella optó por rendirle tributo.

La sastra se seca las lágrimas y se suena. Zi-zhen se casó con Mao para llenar el vacío de su corazón, continúa. Solía llevar dos pistolas, porque sabía disparar con las dos manos. En una batalla fue y se cargó a una docena de enemigos. Mao la adora. Es su sostén. La madre de todos sus hijos, incluidos los que dejó Kai-hui. Para seguir adelante durante la Larga Marcha tuvieron que dejar atrás a sus hijos. No tienes ni idea de lo que es dejar a tus hijos con extraños y saber que tal vez no vuelvas a verlos.

La joven de Shanghai baja la cabeza y murmura: Me lo imagino.

¡No, no puedes! ¡Si lo imaginaras no estarías haciendo lo que estás haciendo! ¡No estarías robando el marido a otra persona!

La mujer corta con los dientes el extremo de un hilo, furiosa. El presidente y Zi-zhen sólo están separados temporalmente. Temporalmente, ¿me oyes, Lan Ping?

Sí, te oigo.

Con un extraño brillo en los ojos la sastra baja la voz. Estoy segura de que Zi-zhen recuperará la salud y volverán juntos. Nadie deja tirada a Zi-zhen. El presidente Mao hace milagros. La victoria de la Larga Marcha es un buen ejemplo. La ampliación de la base roja es otro ejemplo, y Zi-zhen será la siguiente.

Los labios de la sastra se fruncen como la boca de un pez. Las palabras brotan una detrás de otra, burbujeantes. La vela empieza a parpadear. La habitación de pronto queda iluminada por un círculo naranja dorado y un momento después la vela se apaga.

Tú tienes una balanza y yo una pesa, dice Mao. Nos complementamos.

Lan Ping asiente, estudiando la cara que tiene delante.

¿Qué miras? ¿Un cráneo antiguo? ¿Soy un trozo de tocino que tratas de comprar?

He venido a estrecharte la mano, dice ella. He venido a desearte salud y felicidad.

Él le aferra las manos y le dice que su alma la reclama. Hay que satisfacerla o se vengará mortalmente en su cuerpo.

Ella guarda silencio, pero no aparta las manos.

Te esperaba, susurra él.

¿Qué he hecho?

Ven aquí.

Ella titubea.

Él empieza a perder terreno. Sus ojos ven lo que quieren ver. Tengo algo que añadir a nuestra conversación en la orilla del río. ¿Quieres oírlo?

Ella se sienta en el borde de su cama.

En las zanjas de mi ciudad natal planté mi planta favorita. Era una planta roja llamada beema. Su hoja era redonda y más amplia que la de loto. Su fruto era del tamaño de un puño y su semilla del tamaño de un higo. Si la trituras la semilla tiene una gran cantidad de aceite. Sabe bien, pero no se come porque causa diarrea. Lo que me gustaba de ella era que podía utilizarla de lámpara. Daba más luz que las velas y desprendía un aroma agradable. Toda mi familia la utilizaba. Cuando era niño me pasaba las tardes desprendiendo las semillas de beema. Las ensartaba en un cordel largo, lo ataba a un extremo de mi bastón de bambú y lo clavaba en los rincones donde me sentaba a leer. A veces lo llevaba a los estanques para que me ayudara a localizar peces y tortugas…

Sin dejar de hablar la atrae hacia sí y le aprieta las manos.

Ella recuerda que la habitación tenía el techo alto. La pared era de color barro y el suelo de roca. Parece una tortuga gigante vista por detrás.

Me gusta esta cara, una cara de frente amplia. Una cabeza maravillosa. Una cabeza que para Chang Kai-shek vale millones. Le miro a los ojos. Las pupilas marrón oscuro. Las formas y las líneas se parecen a las de Buda. Me hacen pensar en un paisaje remoto. La superficie de un planeta lleno de rocas grises y lagos verde esmeralda. En esta cara detecto una voluntad inquebrantable.

Detrás de la máscara veo guardias invisibles. Guardias cuyo deber es impedir que nadie entre en la alcoba de la mente de su señor. La alcoba donde está totalmente desnudo, vulnerable e indefenso.

Se acerca y me abraza, apretándome contra sus costillas. Se extienden rollos de seda en el aire de mi imaginación.

Es en esta habitación, en esta cama, donde ella hace la representación de su vida. Siente cómo se filtra la luz a través de su cuerpo.

El cielo baja para devorar la tierra. El dolor del pasado escapa.

Más adelante, cuando él se convierta en el emperador moderno de China, cuando ella sepa todo lo que hay que saber de él, cuando todas las puertas de su universo se hayan abierto, cruzado y cerrado, treinta y ocho años después, en su lecho de muerte de la Ciudad Prohibida, ella mirará esos mismos ojos y caerá en la cuenta de que se los ha inventado.

Él la acaricia y le susurra al oído otra historia de su dolorosa supervivencia. Le explica cómo escapó de las fauces de la muerte. Era septiembre de 1927. Los agentes de Chang Kai-shek lo capturaron justo después del Levantamiento de la Cosecha de Otoño del Hunan. Viajaba por la provincia formando a miembros comunistas y reclutando a soldados entre los obreros y campesinos. El terror de Chang Kai-shek había alcanzado su punto crítico y mataban a cientos de sospechosos a diario. Lo llevaron al cuartel general para fusilarlo.

La oyente lleva una camisa de algodón blanco que ella misma se ha hecho. Tiene el pelo cortado a la altura de las orejas. Su esbelto cuerpo está maduro. Siente la fuerza de él. Siente cómo la recoge del polvo. Se lo toma con calma como haría en el escenario.

Tomo prestados unos yuanes de un camarada y trato de sobornar a los que me escoltan para que me suelten. Los soldados de a pie son mercenarios que no tienen especial interés en verme muerto, así que acceden a soltarme, pero el subalterno al mando se niega a permitirlo. Decido, por tanto, escapar. No tengo oportunidad de hacerlo hasta que me encuentro a unos doscientos metros de distancia del cuartel. En ese momento me escapo y echo a correr hacia los campos.

Más adelante, cuando la señora Mao se convierte en la productora ejecutiva de todos los espectáculos teatrales de China, ordena un episodio dedicado a la escena que escucha hoy. El héroe escapa cuando está a punto de ser ejecutado. Escapa y echa a correr hacia los campos, y se esconde en una pequeña isla en medio de un lago rodeado de hierba alta. El título es El estanque de la familia Sha.

Llegué a un lugar elevado sobre un lago donde la hierba alta me cubría. Permanecí allí escondido hasta el atardecer. Los soldados fueron tras de mí y obligaron a varios campesinos a que los ayudaran en su búsqueda. Se acercaron muchas veces, en un par de ocasiones tanto que casi podría haberlos tocado. El destino quiso que no me descubrieran. Yo estaba casi seguro de que iban a capturarme.

El cantante que interpreta el papel de líder de las guerrillas en la ópera de la señora Mao, eleva la voz hasta alcanzar la nota más alta y entona con elegancia la última frase:

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