– Ya discutiremos… -respondió la doctora, haciendo un malicioso mohín a la mujer del abogado para que no la odiara-. Ahora estoy deshecha por ver a usted llegar a lo que los historiadores llaman nuestros días…
– Pues continúo… Y tú, mujer, no te escandalices de cosas abstractas… ¡Yo no discurro en este momento como hombre, sino como artista! Conque óigame usted, marquesa.
La vez primera que administraron el Viático a don Elías Pérez, es decir, tres meses antes de su defunción (también ha contado esto la viuda), se abrazó el viejo a Soledad convulsivamente y le dijo con angustia infinita:
«-¡Júrame que nunca te casarás con Manuel Venegas!
»-Yo no haré más que lo que usted me ordene… -respondió Soledad.
»-Pero yo me puedo morir…; yo me estoy muriendo… Júrame que cuando cierre los ojos…
»-Entonces haré lo que me ordene mi madre… -interrumpió la joven.
»-¡Tu madre es una imbécil! -gritó el usurero-. ¡Tu madre es cómplice de aquel bandido! ¡Júrame, por tanto, que, aunque ella te lo ordene, no te casarás con quien me mata!…
»-Padre, yo no juro… ¡Eso es pecado!… -replicó Soledad gravemente-. Pero, en lo demás, yo obedeceré a mi padre o mi madre, como lo manda Dios en la misma ley que prohibe jurar su santo nombre en vano…
»-¡En vano! ¡En vano! -repitió el moribundo-. ¡Ah, gran hipócrita! ¡Tú piensas reírte de mí después que me entierren!… ¡Tú eres una ingrata, que te complaces en amargar la agonía del padre que tanto te ha idolatrado, que tanto dinero ha consumido en darte gusto, y que ya no puede servirte de nada!…
»-Yo soy una hija obediente a sus padres y a Dios… ¡A Dios sobre todas las cosas!… -exclamó la taimada joven, alzando los ojos al cielo-. ¡Por eso no juro ni juraré, aunque usted me insulte de esta manera!
»-Pues ¡entonces no puedo morirme todavía! -repuso el anciano con asombrosa naturalidad-. Quita de en medio todos esos jarabes, y dame de comer. ¡Mañana estaré bueno! ¡Tu rebelión me ha resucitado! Siento en mi máquina una energía nueva con que ni tú ni yo contábamos hace poco… ¡Me has dado, cuando menos, un año y un día de vida, que es el tiempo que necesito para utilizar tu obediencia!
»-Usted mandará.
»-¡Ya lo creo que mandaré! Mañana mismo entrarás de novicia en un convento, y si durante el noviciado no puedo casarte, de mañana en un año serás monja profesa, y yo bajaré tranquilo al sepulcro, después de legar todos mis bienes a los hospitales de la Rioja… ¿Qué tienes ahora que decir?
»-Que mañana me trasladaré al convento -respondió Soledad, besando a su padre.»
No se puso bueno el riojano al otro día, ni halló fuerzas para dejar el lecho ninguna de las veces que lo intentó, ni había de levantarse más, según que ya he dicho; pero la verdad es que se mejoró bastante después de aquella conversación; tanto, que los mismos médicos que lo habían mandado administrar lo declararon fuera de inminente peligro, y hasta muy capaz de vivir todavía mucho tiempo, si no se presentaba una nueva crisis. En cuanto a Soledad, no hay que decir que al día siguiente entró en el convento. ¡El padre y la hija estaban cortados por una misma tijera!
Formando cábalas andaban las gentes sobre las reservas mentales de la Dolorosa, a quien acá mismo juzgábamos esperanza da en que su padre moriría antes del año y un día, y resuelta de todos modos a no profesar en tiempo alguno, pues hacerse monja era cerrar a Manuel Venegas todos los caminos, hasta el del adulterio…
– ¡Mirabel!… ¡Yo no te he oído nunca hablar así! -interrumpió doña Tecla-. ¡Esto pasa ya de castaño oscuro!…
– Porque nunca he tenido para qué hablarte de psicología, ni de fisiología… -respondió el académico-. Pero la marquesa me comprende…
– Vamos…, vamos…, ¡amigo mío! -expuso la forastera-. Doña Tecla tiene razón… ¡Déjese usted de esos estudios y sáqueme de penas de una vez!… ¡Lleguemos pronto al desenlace!
– ¡Es usted muy amable, Luisita, en no reclamar contra unas interrupciones que lamento profundísimamente…, bien que, en medio de todo (yo soy justo), hagan honor a la castidad de mi digna esposa!… -replicó don Trajano, dando el último golpe a su pobre mujer con este fulminante cumplido, que arrancó una indefinible sonrisa a la no tan lisonjeada madrileña-. Decía, pues -continuó el impertérrito oráculo-, que tal rumbo llevaban las cosas, cuando, a los pocos días de entrar Soledad en el convento (¡véase lo que es el destino de los mortales!), llegó a esta ciudad otro riojano, con carta de recomendación para don Elías, a fin de que éste le ayudase con sus consejos y buenas relaciones a establecer, al pie de la vecina Sierra, una fábrica de paños movida por agua…
Don Antonio Arregui se llamaba el recién llegado, y era un hombre como de treinta años de edad, de buena presencia, muy circunspecto y formal en su trato, poco amigo de conversaciones inútiles; bastante rico, aunque muchísimo menos que el prestamista; de inmejorables sentimientos, ya que no muy brillante en sus manifestaciones, y dedicado por completo al trabajo y a los negocios. Añádase que era soltero.
¡Don Elías había encontrado su hombre! Comenzó, pues, por hospedarse en su casa; puso en juego a todos sus deudores para que ayudasen y protegiesen al forastero en cuanto fuera necesitando; le regaló, a título de paisano suyo y antiguo amigo de sus parientes, el terreno necesario para la fábrica; obligóle a ir al convento varias tardes a visitar a su hermosa hija, dándole encargos y comisiones para ella, y, cuando consideró que el buen industrial estaba ya en sazón de caer espontáneamente en el lazo que iba a presentarle, le refirió un día con habilidad suma las que llamó «cuitas de su vejez y desventuras de su casa, que le tenían postrado en aquel lecho y acabarían por matarle muy pronto», o sea la historia de la horrible presión que un mala cabeza, llamado el Niño de la Bola (lenguaje suyo), estaba ejerciendo sobre él y sobre su pobre hija, porque eran débiles y no contaban con un brazo que los defendiera en aquella egoísta ciudad, donde no se perdonaba a nadie el delito de ser forastero…; presión que había llegado hasta el punto de impedir que la joven se casase con personas muy dignas, y de obligarla, por último, a pensar en hacerse monja, sin vocación alguna a la vida del claustro pero como único arbitrio para eludir su ridícula y peligrosa situación: «todo ello -concluyó diciendo don Elías- en virtud del miedo cerval que causan a un pueblo entero, a una ciudad de doce mil habitantes, las criminales amenazas de una especie de facineroso, cuyo paradero se ignora hace muchos años, y que probablemente habrá ya muerto en un patíbulo…»
Arregui, que era riojano y descendiente de navarros, y no daba, por ende, cabida en su sereno corazón a los supersticiosos respetos y temores a que tanto se presta la imaginación andaluza (yo soy también andaluz, mi querida Luisita, pero desciendo de portugueses), quedóse maravillado con lo que acababa de oír; tomó informes de personas sensatas, y se convenció de que todo era cierto; y como, por otra parte, se había prendado de la belleza, afabilidad y discreción de la Dolorosa desde que la visitó por primera vez, no comprendiendo que tan encantadora criatura, llamada a heredar algunos millones, se enterrase en vida entre las cuatro paredes de un convento, se llegó pocos días después al lecho del anciano y le dijo con su gravedad acostumbrada:
«-Yo no soy valiente de oficio; pero no le temo a ningún hombre, sobre todo cuando la razón está de mi parte y puedo contar con el amparo de la ley y de los tribunales de justicia. Tampoco soy rico si se me compara con usted; pero tengo tan pocas necesidades, que, con mi caudal y con mi amor al trabajo, me sobra para no necesitar ajenos millones. ¡Lo que yo necesito, como paisano de usted, agradecido a sus bondades, y como muy enamorado que estoy de su linda hija, es poner término a la vergonzosa tiranía que pesa sobre esta casa! Tengo, pues, la honra de pedir a usted la mano de Soledad, sin desprecio ni desafío, pero también sin temor alguno a las amenazas del famoso Niño de la Bola.»