Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– C'est ça! -respondió vivamente la cortesana.

– Dice que así es… -advirtió el afrancesado, dirigiéndose a su habitual tertulia-. Pues señor… -añadió luego-, Soledad estuvo muy mala cerca de un año, después de la partida del osado Venegas, y durante aquel tiempo su padre no pensó más que en cuidarla, hasta que, dichosamente, a fuerza de mimos y desvelos y de traer médicos de todas partes, consiguió hacerle recobrar la salud. Dedicóse entonces don Elías, por sí o por medio de terceras personas, a buscarle marido, procurando que ni ella ni la madre lo notaran; pero, dicho sea en honra y gloria del amador ausente, nadie se prestó a disputarle el corazón ni la mano de su elegida, y eso que el antiguo usurero (me valdré de sus expresiones) daba a la muchacha, enterrada en onzas, y se la ofreció a sujetos de medianísima clase y sin ningunos bienes de fortuna, y eso también que la tal muchacha seguía siendo un primor, de quien todos estaban suficientemente enamorados. Realizábase, en suma, aquel diabólico plan del antiguo monaguillo «de hacerse amo de los valientes de la población, como medio infalible de llegar a serlo de Soledad», pues huelga decir que no todos los que se negaban a casarse con la millonaria lo hacían tanto por devoción amistosa a Manuel como por miedo a las amenazas y juramentos que profirió al marcharse… En lo demás, todos los que interpelaban a don Elías Pérez sobre los sentimientos de su hija, para el caso de que se decidieran a pretenderla, oían igual coatestación:

– ¡Ese es cuidado mío! -les respondía el viejo con la mayor calma-. Cuente usted con su conformidad.

¡Asómbrese usted, Luisita!… (Y no salga esto de aquí, señores, pues voy a revelar un hecho que conocen muy pocos y que a mí me contó el mismo riojano un día que vino a consultarme acerca de otros asuntos, y yo no quiero enemistades con entes como el que tengo que nombrar ahora…) ¡Asómbrese usted, digo! ¡Una sola persona; el joven más feo y más cobarde de la ciudad; una especie de Cuasimodo, sin belleza de alma que contrastase con la deformidad de su cuerpo… (observará usted que también yo conozco a Víctor Hugo…); un bicho malo y descreído (por cuanto era tan cobarde y feo, pero no ciertamente tan cobarde y feo por cuanto era descreído y malo…, que a mí no me falta discernimiento para distinguir estas cosas); un enemiguillo de Dios y de los hombres, a quien todos trataban a puntapiés por más que no pudiera negársele algún ingenio y mucha, aunque detestable, ilustración; un tal Vitriolo, en fin, que todavía vive huérfano desde la niñez y mancebo de la botica de la plaza, fue quien se atrevió, no ya a secundar indicaciones del usurero, que nunca se las hizo, por no considerarlo criatura humana, sino a tomar la iniciativa y dirigir una carta a Soledad y otra a su padre, presentando su candidatura a la mano de la gentil doncella! Alegaba el mísero, con la mayor formalidad del mundo, las excelencias de su alma, la elevación de su talento, su cultura (¡que el muy necio calificaba de superior a la de todo el vecindario!), su carencia de vicios, su laboriosidad, su despreocupación en materias religiosas y políticas, y, sobre todo, la circunstancia de no temer ni poco ni mucho al valentón llamado Niño de la Bola.

Dicho se está que el padre y la hija despreciaron aquellas cartas, tomándolas como una broma de mal género; pero el joven, viendo que no obtenía respuesta, se propasó a hablar personalmente del asunto a don Elías, y éste, que en ocasiones sacaba a relucir un genio de todos los diablos, le contestó llenándolo de improperios y de sangrientas burlas, y diciéndole para terminar:

«-¡Líbrete Dios, sierpe venenosa, de volver a mandar cartas a mi hija; pues si ella se contentó días pasados con obligar a un perro a comerse tu ridícula declaración de amor, yo te obligaré a ti a tragarte los demás papeles que tengas la avilantez de dirigirle!»

Vitriolo se puso más verde de lo que ya era, y respondió con una risa que espantó a Caifás:

«-¡Pobre perro! ¡Procuren ustedes que no rabie! Mi carta de amor, guardada en tal estuche, no podrá menos de convertirse en verdadero ácido sulfúrico.»

Y, dicho esto, se volvió a su casa, donde estuvo enfermo dos o tres meses.

He contado a usted esta anécdota para que forme juicio del extremo a que llegaron las cosas, por la obstinación del prestamista en casar a Soledad con cualquiera que no fuese Manuel Venegas, y también para que se haga usted cargo de lo humillada y afligida que estaría por dentro la Dolorosa en la desventura…

Por lo demás, nuestra heroína seguía en apariencia lo mismo que siempre: serena, impasible, callada en todo lo relativo a Manuel, afectuosísima y zalamera con el embobado don Elías, acompañándolo a la iglesia y a paseo, gastándole cada año un dineral en vestidos y joyas, y contestando con frías sonrisas de lástima a los jóvenes que osaban dirigirle alguna galantería… sin trascendencia. ¡Dios me perdone si me equivoco!; pero en mi concepto, aquella muchacha, tan hermosa y tan rica, estaba como indignada al ver que ningún hombre se atrevía a arrostrar la muerte casándose con ella, o, cuando menos, solicitándolo.

De este modo pasaron seis años. Don Elías Pérez, agobiado por la edad y los sinsabores, se acercaba al sepulcro, y su desesperación no tenía límites al pensar que dejaba célibe a Soledad, y que el odiado Venegas podía regresar el día menos pensado y darle la mano de esposo. Ocurriósele entonces la idea de marcharse con su familia a otro país, donde no gravitaran sobre los ánimos las inolvidables amenazas del Niño de la Bola y le fuese posible hallar marido para la heredera de sus millones… Pero ¡ya era tarde! Un tenaz reuma no le consentía moverse… Estaba postrado en el lecho para no levantarse más.

Como ni don Elías ni la Dolorosa tuvieron nunca amigos ni confidentes, diferenciándose en esto último de los héroes del teatro, sábese muy poco de las conversaciones que mediarían en aquel tiempo entre el padre y la hija, y sobre los verdaderos sentimientos de ésta. Sólo la madre, a quien la joven trataba con igual despego y reserva que el riojano, cual si tampoco le perdonase el haber servido honradamente en calidad de criada al mismo hombre a quien seguía sirviendo humildísimamente en calidad de esposa; sólo la señá María Josefa, digo, había logrado cogerle algunas expresiones; y con referencia a ella, se asegura que don Elías exclamó varias veces durante su larga enfermedad:

«-¡Hija mía! ¡Cásate antes que yo me muera!»

Y que la joven contestaba siempre:

«-¿Con quién? ¿Con Vitriolo? ¡El es el único que me solicita!»

A lo cual solía poner la madre la siguiente coleta cuando hablaba del asunto con sus amigas, antes de que apareciese en escena Antonio Arregui:

«-¡Ya se ve! La muy picarilla conoce que está defendida por la sombra del que se marchó;, a quien todos temen ver llegar de un momento a otro; y por eso, y porque le gusta su papel de niña mimada, no le lleva la contraria a su padre. ¿Para qué, si nadie ha de pretenderla? Mi hija quiere con toda su alma a Manuel; pero tiene mucho talento y mucha serenidad; pone todo su orgullo en no descubrir sus aficiones de ningún género, y no gusta de comprometerse a nada ni con nadie. ¡Yo no he conocido persona de más espera!»

Muy digno de estudio me parece este comentario materno, clave y norma del carácter y de la conducta posterior y futura de Soledad; y usted, marquesita, que tan aficionada es al análisis de los sentimientos, no podrá menos de reconocer detrás de esas palabras un corazón mucho más femenino que los que se empeñan en colocar los románticos dentro del corsé de las mujeres…

– ¡Mirabel! ¡Por Dios! ¡Que hay señoras! -exclamó la esposa del clásico.

– ¡Tecla! ¡Por la Virgen! -repitió el preopinante-. Yo hablo de simple literatura…, y la marquesa comprende muy bien mis autopsias morales… ¿No es verdad, Luisita?

25
{"b":"100529","o":1}