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La visión de las estereoscopias en el silencio sombrío de la sala me sumía en un sopor muy propio de la hora. Los abuelos hacían un breve reposo y toda la casa, el pueblo todo, se mantenía en el silencio en esas primeras horas de la tarde.

Eran aquellos momentos propicios a especiales libertades: bajar primero a la tienda a por aceitunas (pese a lo reciente de la comida, una gula especial me empujaba hacia aquel barrilito situado en lo más profundo del lado interior del mostrador; allí, desdeñando el cacillo de madera, atrapaba un buen puñado, hundiendo la mano y el brazo en aquella nata espesa, de sabor salado, que flotaba sobre la salmuera) para explorar después, mientras iba chupando y comiendo lentamente las aceitunas, aquella casa que parecía dormitar, recorriendo las distintas estancias, de la cocina a la sala, de la tienda al pajar, del corral a la huerta.

Aquella tarde, cuando bajé a la tienda (las rendijas de la ventana que daba a la calle proyectaban en el techo, invertidas, las curiosas figuras de un perro, de un insólito transeúnte), la trampa que servía de acceso al almacén del sótano estaba levantada.

Mi abuelo había establecido dos rigurosas prohibiciones: subir al desván y levantar la trampa del suelo de la tienda. En aquella ocasión, facilitado el acceso de tal modo, mi decisión se formuló instantáneamente. Me metí las aceitunas en los bolsillos y, sigiloso, aceptando aquella humedad pegajosa en mis muslos como el tributo de mi osadía, descendí por los peldaños de madera que, carentes de contrahuella, sugerían de modo emocionante la inmersión en la penumbra de la bodega de algún navío, tal vez pirata, preñada de todos los misterios.

Una vez abajo, unos sonidos me sorprendieron: unos sonidos como de voces dichas en voz baja, como de sacos movidos. Desde detrás de la escalera, a través de sus espacios diáfanos, escruté con animosa curiosidad en todas las direcciones. Localizado el lugar del sonido, me aupé sobre un cajón y pude contemplar, con un estupor que se iba convirtiendo paulatinamente en vergüenza, a los causantes de los ruidos.

Mi abuelo y Olvido estaban allí, reclinados sobre unos bultos. Relucían en la penumbra la garganta y los senos de la muchacha, y mi abuelo hundía su rostro en ellos, pasaba por ellos sus manos, las bajaba luego para introducirlas bajo las faldas de la chica. Ambos musitaban palabras casi inaudibles, frases en tono de jaculatoria. Mi abuelo forcejeaba con sus ropas más ocultas, apretaba su cuerpo al de ella con ademanes frenéticos, inusuales en su habitual mesura de gestos. Yo, que no comprendía nada al principio, supe luego de qué se trataba. Las historias fabulosas, oídas en la clandestinidad colegial, sobre las intimidades carnales de hombres y mujeres, tenían allí un ejemplo preciso e inmediato.

De pronto fui consciente de otra presencia, de una respiración muy cercana, de un olor peculiar que parecía caerme encima como una lluvia fina y lenta. Moví la cabeza y descubrí entonces a Trini en la parte superior de la escalera, violentamente agachada, contemplando también la escena, su rostro inmóvil recordándome por un momento las máscaras crispadas de alguna caseta de los caballitos, posadas sus manos largas y flacas en el primer escalón, un par de palmos por encima de mí, a mi derecha.

Les miraba con avidez y respiraba con agitación; su gesto era sin duda de sorpresa, pero parecía sonreír. Ante un movimiento más rápido por parte del abuelo y de Olvido, se dio la vuelta y salió corriendo: sus pasos retumbaron en el techo con eco clarísimo, y mi abuelo se alzó de pronto y miró hacia la trampa y hacia el tragaluz que se abría al ras de la calle. Había recuperado sus ademanes mesurados y musitó unas palabras que escuché claramente en el silencio:

– Vámonos. Te veré por la noche. Vete al pajar, cuando hayas ordeñado.

Yo retrocedí lo más posible, hasta disimular entre los bultos de la pared mi cuerpo, y les vi subir los escalones. Primero el abuelo, rápido, pisando con las puntas de las botas. Luego Olvido, más lentamente, dejando brillar entre las maderas el blanco resplandor de sus piernas. Cerraron la trampilla y la oscuridad se cerró también sobre mí. Pero mientras el resplandor del tragaluz conquistaba el terreno abandonado por la luz de la trampa, la imagen del cuerpo entrevisto de Olvido persistía en mi imaginación igual que una fotografía.

Aquella noche yo estaba inquieto. Además no refrescó y se mantenía el calor, un calor insólito que había caído sobre la jornada como un fardo, desplazando con su pesadez la posibilidad de cualquier brisa mínima. Me asomé a la ventana y contemplé la huerta inmóvil. Brotaba allí un estrepitoso manantial sonoro, en el que proclamaban su existencia los grillos, las cigarras, los sapos. Pero todos los ruidos se unían en una curiosa armonía, y resonaban con un eco que les hacía solemnes y totales, como si en lugar de brotar en la huerta, en los alrededores familiares, proviniesen del espacio, de los mismos confines de la noche.

En la habitación de los abuelos había, sin embargo, otros sonidos, carentes de esta solemnidad serena: unos murmullos crispados, palabras violentamente masculladas, acaso lloros, sollozos.

El eco de sus voces sonó todavía durante mucho rato, porque creo que me dormí escuchándolas, en un sueño infeliz en el que se mezclaban las desnudeces de Olvido y la premonición de alguna congoja desconocida cuya simple suposición la rodeaba de un horror indescriptible

Me imagino que luego el verano iría transcurriendo de acuerdo con lo habitual: baños en el río, caminatas por el -monte, exploraciones de prados y bosques. Ignoro cuánto tiempo más, pero tengo el recuerdo preciso del día en que vinieron mis padres.

Aquella tarde, Lupi y yo estábamos en el castro (debía ser ya fines del verano, porque estaban madurando las primeras moras) cuando vimos la masa cuadrada y negra de un automóvil que se internaba en el pueblo y recorría las curvas y las cuestas de las calles hasta desaparecer detrás de la casa del abuelo. Entonces eran muy escasos los autos y la entrada de uno de ellos en el pueblo tenía siempre significado de novedad. Por eso bajamos y, posponiendo el baño en el pozo para esa hora en que el sol se pone y las aguas y el ambiente se acompasan en una frescura benefactora, nos encaminamos a casa del abuelo.

En la sombra de la fachada, junto al portal, estaba el coche: era el taxi que mi padre utilizaba para los desplazamientos familiares. El conductor dormitaba, la gran cabeza calva y rojiza apoyada contra el marco de la ventanilla. Mi padre paseaba delante de la casa, fumando un cigarrillo. Cada poco se detenía para golpear el suelo con su bastón, levantando una pequeña nubecilla de polvo. Me acerqué a él y me miró con extrañeza, besándome levemente cuando levanté yo la cabeza para besarle a él.

– ¿Dónde te habías metido? -me dijo.

– Estaba en el monte -repuse-. Este es Lupi.

Mi padre apenas le miró. Clavaba en mí sus ojos, con reprobación ante mi desaliño.

– Qué fachas -comentó.

Luego, me empujó hacia la puerta.

– Anda, anda, ve a prepararte, que nos vamos. Yo no comprendía.

– ¿Nos vamos? ¿A dónde?

– A dónde va a ser, a casa. Venga, espabila.

La abuela y Trini estaban vestidas de domingo, sentadas en la sala, junto al gran baúl. Mamá parecía también muy seria. Me tomó de la mano y me llevó casi a rastras hasta mi habitación.

– Lávate y ponte esta ropa -me dijo.

– ¿Por qué me voy? ¿Viene la abuela con nosotros? ¿Y también Trini?

Mi madre no decía nada. Estaba terminando de arreglar mi pequeña maleta amarilla. Luego me peinó con aquella meticulosa atención suya, sacando la punta de la lengua mientras intentaba perfilar la raya, con un gesto que me devolvía, con la dulzura de su presencia, el amargor de recuperar el final de las vacaciones, de entreabrir las puertas del invierno.

Cuando bajamos, ya el baúl de la abuela estaba colocado en la baca y la abuela y Trini sentadas dentro del taxi, la abuela en el asiento trasero y Trini en un transportín.

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