La pasión del doctor Hogan era contemplar las estrellas. Tenía un telescopio fijo en las alturas de su casa y sabía los nombres, el color y los movimientos de soles, cometas, aerolitos y lunas cuya luz se había apagado hacía siglos, pero aún iluminaba el sueño de los hombres. Así que por la noche hacía subir a sus invitados a una torre construida en su patio, y los sometía a un sinnúmero de mediciones y escrutinios, ya hechos antes por alguien en lugares más científicos, pero no menos apasionados que los suyos. Siempre había una colección de visitantes que enriquecían cada domingo con nuevas aficiones, espectáculos y pasatiempos. En los domingos de Hogan, Emilia conoció desde a un fotógrafo, famoso no sólo por su destreza sino por su colección de reverenciales conocimientos sobre los inicios de la fotografía en los experimentos de un genio italiano del siglo XVI, hasta a Helen Shell, sobrina de un ilustre empresario y homeópata, amigo de Hogan, rubia y hechicera estudiante de filosofía, recién liberada del yugo que había sido su vida de rica neoyorkina, educada para no dar golpe. El filósofo William James era uno de sus afanes primeros, el otro era enamorarse dos veces por semana de un hombre distinto. Trabó con Emilia una amistad que alimentaban los domingos contándose despacio todo lo que les pasaba durante la semana. En medio de la descripción minuciosa con que un científico belga discernía los misterios del átomo, de la entonación sublime con que un historiador se preguntaba por qué los chinos no descubrieron Europa, de la humildad con que un matemático aclaraba que su ciencia no sólo era un instrumento de exploración, sino también un método de autodisciplina, o de las disquisiciones de un economista sobre la existencia del papel moneda en oriente, tres siglos antes de que en 1640 los occidentales imprimieran los primeros billetes de que se tiene constancia, Emilia y Helen navegaban entre anécdotas menores y fantasías impostergables. Hogan, que las oía cuchichear por lo bajo, mientras algún sabio documentaba sus dudas o disertaba sobre los muchos descubridores que duermen en el anonimato, no entendía cómo Emilia podía recordarlo todo para luego conversar con él sobre las nociones del tiempo o admirarse de que la idea de ponerles un índice a los libros sólo se hubiera generalizado hasta el siglo XVIII, cuando a su parecer ella no había puesto su mente en nada de lo sucedido durante la tertulia.
Al preguntarle cómo conseguía hacerse de dos conversaciones al mismo tiempo, Emilia le contestó que tal práctica estaba en la condición genética de todas las mujeres de su familia. Y que algunas, como su tía Milagros, eran capaces de captar hasta cuatro. Quizás se debiera al país en que habían vivido, en México pasaban tantas cosas al mismo tiempo que si uno no atendía varias a la vez, terminaba por ir siempre atrás de los hechos fundamentales. Ahí estaba como ejemplo la revolución que seguía cuatrapeándolo todo. Después de asesinar a Madero, Victoriano Huerta -a decir de Diego Sauri el traidor más gran de que había dado la historia de México- se quedó con la presidencia de la República y antes de terminar 1913 había cerrado el Congreso, acallado la prensa, puesto en la cárcel a varios legisladores y asesinado al más prominente. Sin críticos públicos de por medio, se regaló facultades extraordinarias y pospuso para nunca las elecciones. Lo que había sucedido después, nadie, por mucho que pudiera mirar y comprender al mismo tiempo, podía siquiera contarlo completo. En el sur seguían levantados los zapatistas. En Sonora, Coahuila y Chihuahua estaban en armas desde un gobernador maderista hasta Pancho Villa, un antiguo forajido, educado en la sabiduría vaquera de la sierra. Según discernía Diego Sauri, en una de esas largas cartas que Emilia leía y releía: el país que sepultó a Madero como gobernante, volvió a reconstruirlo como símbolo de su esperanza. Las fuerzas de la contrarrevolución habían sido suficientes para darle un golpe a la frágil democracia maderista, pero no para restablecer un acuerdo nacional. Por todo el país, durante un cruento y largo año y medio, se levantaron en contra del usurpador, unidos por el odio que le tenían, aunque no por un acuerdo común sobre qué había de hacerse al retomar el gobierno, los grupos y los intereses más distintos. Hasta que destruyeron al ejército porfiriano que Madero no supo desbaratar en vida, y lograron que Huerta renunciara y se fuera al exilio como cualquier combatiente en derrota, pero libre y vivo como no dejó irse al presidente que había derrocado. Los ejércitos rebeldes entraron a la ciudad de México unidos por la victoria, pero divididos en sus causas y ambiciones. Unos representaban al norte laico y emprendedor, ilustrado y arribista, indiferente y ambicioso, otros se erguían en la defensa de la herencia indígena y colonial, buscaban la repartición de las tierras y una justicia que solucionara sus miserias y desdichas de toda la vida. La hora del triunfo -escribió el boticario- se ha vuelto también la hora de la ruptura y el enfrentamiento.
Clausurado el pasado, los mexicanos empezaron a pelearse el futuro. Y volvió la guerra. Daniel iba y venía de unos a otros, pero tenía el corazón con los villistas y zapatistas, por más que su cabeza le dijera que la ignorancia y la ferocidad de esos caudillos no podría gobernar un país tan complicado como el que habían conquistado a la fuerza. Sentía por ellos una admiración que no lo cegaba respecto de sus ineptitudes y excesos. Al menos eso derivaba Emilia de la lectura memoriosa de los artículos que le publicaba el periódico dirigido por Howard Gardner.
Las cartas de los Sauri llegaban tarde y mal, tal vez más de la mitad de los pliegos que Josefa y Diego destinaron a contarle a su hija hasta el más mínimo detalle de todo lo que pasó frente a sus ojos o su imaginación en esos años, aún ha de estar durmiendo en algún rincón de esos que esconden los deseos que alguna vez fueron imposibles. También llegaban cartas de Milagros, que aunque a diario protestara preguntando qué necedad podría haberse llevado a su sobrina, entendía mejor que nadie la chifladura que la mantenía tan lejos. Como una novedad con olor a infancia, empezaron a llegar cartas de Sol, que había pasado de su luna de miel a un embarazo seguido de otro. En sus mensajes rumiaba un tedio mezclado de temor que creía esconder, prudente y bien portada, como siempre. Las cartas más fieles y precisas eran las de Zavalza, y las que no llegaron nunca fueron las de Daniel. Emilia se acostumbró a vivir con su silencio como un reproche, porque desde el principio había decidido llorarlo como a esos muertos que se van cuando aún no hemos colmado nuestro deber para con ellos. Daniel -se había dicho- podía dividirse en dos: uno era el que se montaba con ella en un cuerno de la luna, el que le embebía todos los sueños porque ningún sueño era mejor que la realidad cuando él la colmaba. El otro era un traidor que se subía al caballo de la revolución para irse a hacer la patria, como si pudiera haber patria en otro lugar que no fuera su cama en común.
– Al principio el mundo se descomponía hasta oler feo cuando él no estaba. Hoy ha perdido algo de su aroma, pero ya no lo necesito para respirar -le confesó un domingo de filosofías a su amiga Helen Shell, haciéndola sonreír con indulgencia. Como si a pesar de su paz simple y juguetona, envidiara el perfume de aquella pasión que no lograba comprender, ni acudiendo a las luces de sus más admirados filósofos. Eso de pensar todo el tiempo en el mismo hombre, de tener los deseos puestos en él desde la infancia, de extrañarlo como el primer día y de llevar dos años sin tratos sexuales con ningún otro, le parecía una costumbre escandalosa y una actitud más transgresora e inmoral que cualquiera de las que pudieran ocurrírsele a la sucia mente del pastor protestante, bajo cuyos sermones recontando pecados, ella había crecido.