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– Emilia está bendita -dijo Daniel, mientras intentaban acomodarse en el pequeño Oldsmobile del poeta Rivadeneira. La llevaba sobre las piernas, la besaba y se reía de su aplomo y sus habilidades teatrales-. Sin ella no me hubieran soltado nunca, tía.

– Ya le habíamos pagado -dijo Emilia, apretándose a él sin reparar en el olor a pocilga que le había quedado en el cuerpo.

– Si no me lo impide mato al tipo aunque me maten después. ¿Pero sabes qué hizo ella, tía?

– No le digas -pidió Emilia.

– Me lo imagino -dijo Milagros.

Guardando para ellos una parte de la historia, Daniel se empeñó en contar algo y dijo todavía medio confuso:

– Me dominó con la mirada. Con una voz muy dulcecita, como si fuera una diplomática saludando a su embajador, usó el inglés para pedirme que yo no hiciera nada, pero en el español más claro que pueda existir me dio con los ojos una orden de militar. Es terrible, tía. Le voy a tener miedo, no sabes la frialdad con que actuó. El guardia llegó a pensar que la farsa con que estaba de acuerdo era la pura verdad.

– Me imagino -volvió a decir Milagros secándose una lágrima con la punta del pañuelo que le extendía Rivadeneira.

– No tía -dijo Daniel-. No te la puedes imaginar. Es un monstruo -dijo Daniel apretándola contra él. -Sí me la puedo imaginar, pero no quiero.¿Me oyes Daniel? No quiero y te lo digo en serio.

– Tampoco fue para tanto, tía Milagros. Así tentamos siempre a las naranjas y nadie se aflige -dijo Emilia.

– Tú no eres naranja, Emilia. Si te oye tu papá se muere -dijo Milagros.

– Sí -contestó Emilia-. Pero no me va a oír. Ya no te aflijas. ¿A dónde vamos?

– Tú a tu casa -dijo Milagros-. Y este condenado a la mía. Es un imprudente y de aquí al martes lo voy a vigilar como su sombra.

– Yo también -dijo Emilia-. Porque tampoco vamos a estar gastando el dinero a lo tonto.

– ¿Y quién va a hacer mi trabajo? -preguntó Daniel.

– Nadie es imprescindible -dijo la tía-. Ya veremos quién, que sea menos conocido.

– Yo puedo hacer tu trabajo -se ofreció Rivadeneira.

– Ay Rivadeneira, Rivadeneira. Tú no te cansas de ser bueno, pero tampoco te cansas de ser iluso -le dijo Milagros-. Este muchacho se mueve como una mosca y así lo alcanzaron.

– Bueno -dijo Rivadeneira con su habitual parsimonia-, pero no todo será correr.

– En algunas cosas puede suplirme. En otras con que me acompañe -dijo Daniel.

– Ves, Milagros. Nunca me concedes habilidad para nada -dijo Rivadeneira.

– ¿Cómo de que no? Siempre he reconocido que eres un excelente poeta y que nadie sabe tanto de Sor Juana como tú, ni Amado Nervo, que se cree su descubridor.

– ¡Justicia, suelta el laurel! -dijo Rivadeneira-. Muchas gracias por concederme la gloria. Tú siempre habías creído saber más.

– ¡Todo en fin se sacrifique a vuestras divinas aras! -le contestó Milagros para seguir conjugando en desorden a la veneradísima Sor Juana-.¡Que es doble el necio que sobre necio, quiere ostentar serlo!

– ¿Cómo debo entender esto último? -preguntó Rivadeneira.

– Como un acto de humildad, de esos que tengo pocos, aprovecha.

– Amor, si tú eres cautelas, a mis cautelas ampara -dijo Rivadeneira, incapaz de ocultar el gozo.

Sin ninguna cautela y amparados en el olvido de quienes intercambiaban versos remotos, Emilia y Daniel se humedecían con toda clase de baboseos y arrumacos bajo la tibia oscuridad callejera de aquel mayo.

Cuando Milagros detuvo el auto frente a la Casa de la Estrella, los dos bajaron de un brinco y sin hacer ruido se despidieron agitando la mano.

– No pretendas ejercer tu autoridad porque siempre es tardía -le dijo Rivadeneira, temiendo que Milagros pretendiera llevarse a Daniel con ella.

– Tienes razón -le contestó la mujer recargando en él su cabeza exhausta de tanto no darse tregua nunca. Además, sus dos sobrinos tenían un halo común y ella no estaba para perturbarlos-. Quiéreme -le pidió a Rivadeneira que con los dedos de su mano derecha contaba las veces que le oyó tal ruego.

Emilia le tiró un beso a su tía, Daniel le guiñó un ojo y le dijo te quiero moviendo los labios sin hacer ruido. Luego la sobrina sacó de su bolsa la gran llave de la puerta y se la ofreció a Daniel que abrió como un experto la mañosa cerradura de los Sauri.

Diego y Josefa esperaban adormilados en un sillón de la sala, y escucharon los ruidos de romance subir por la escalera.

– ¿Qué no se había ido éste? -preguntó Josefa.

– Estaba en la cárcel -dijo Diego descansando-, pero se ve que Milagros pudo sacarlo.

– ¿Desde cuándo lo sabías? -le reprochó Josefa.

– Desde hace rato -contestó Diego.

– ¿Quién te lo dijo y a qué horas? -preguntó Josefa sonrojada y entristecida-. ¿Por qué no me lo habías dicho?

– No quise afligirte en balde. Ya ves que ahí viene. Tiene suerte.

– Aflígeme, pero no me arrincones -pidió Josefa.

– De ahora en adelante -contestó Diego levantándose para recibir a los muchachos y escapar de la furia que sentía crecer en su señora.

– ¿Cómo pudiste ganarme en el ajedrez sabiendo tal horror? -le preguntó Josefa sin moverse del sillón.

– Porque soy un buen estratega y me preocupo menos por lo irremediable -dijo Diego abriendo la puerta que daba a la escalera para que entrara el par de embebidos.

Emilia entró con la lengua desatada y el corazón en vilo. Habló y habló durante más de una hora, mezclando, en el desorden de su euforia, al carcelero con la trapecista y a su tía con la necesidad de una revolución, a Rivadeneira con el domador de leones y a Sor Juana con la muchachita que brincaba de un caballo al otro. Sin embargo, se cuidó de no contar lo que había sucedido tras la reja que cruzó para seguir al carcelero en busca de Daniel. Pasó por esa parte como si todo hubiera sido costura y canto.

A veces Daniel la interrumpía para elogiarla. Estaba sentado en el suelo liando un cigarrillo con el papel y el tabaco que Diego le ofreció en cuanto lo vio acuclillarse sobre el tapete, con un cansancio que le recordó sus días de encierro en el barco de Fermín Mundaca, hacía más de treinta años.

No lo podía evitar, le gustaba el hombre en que se había convertido Daniel, y no veía tan dramático como su mujer el hecho de que Emilia lo quisiera tanto. Quizás hasta fuera mejor eso que cualquier otro delirio. Total, en el lío antiporfirista estaban metidos también ellos. Y tal vez, todo eso no fuera ni tan peligroso ni tan desorbitado como parecía. A la mejor hasta tenía razón Josefa y Madero conseguía la democracia y la paz en un resuello.

Le dio el tabaco y volvió a sentarse junto a su mujer.

– Ya sabemos que ayer dormiste aquí -le asestó Josefa a Daniel en cuanto Diego se acomodó cerca de ella.

– Ya sé que saben -le contestó Daniel preguntándose cómo era posible que no le hubiera temido al interrogatorio que padeció en la cárcel, y sintiera congoja frente al que Josefa amenazaba con iniciar.

– Yo lo invité, mamá -dijo Emilia acercándose a la camisa sucia de Daniel.

– ¿Por cuánto tiempo? Acaba de llegar y se irá el martes en la tarde tras el prócer de la libertad -dijo Josefa, que para efectos prácticos ya no quería ni oír hablar de Madero.

– Josefa -le pidió Diego al oído-, éstos son otros tiempos. ¿Qué más podemos pedir para nuestra hija? Le ha tocado el amor, qué importa si no le tocan el orden y las ceremonias.

– Importa. ¿Por qué no he de querer para ella lo que hemos tenido nosotros?

– Porque sabes que la historia no se repite -le dijo Diego.

– No hagas discursos, esposo. Esto ya es muy complicado, como para empeorarlo con discursos.

Diego estuvo de acuerdo. Se quedó un rato en silencio chupando su tabaco. Luego se acercó a su mujer para tocarla como quien está urgido de dar con la tierra.

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