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ESTEBAN

La eternidad, otra vez.

ÉL

(Sobresaltado.) ¿Qué? ¿Cómo? (Apaga el proyector y enciende la luz.) Caramba, querido, me asustaste. Estabas tan callado que me imaginé hablando solo. ¿Eternidad?, ¿dijiste eternidad? No, cretino. Nada de cortesías espirituales. Nada de esperanza. Sólo me dejé arrastrar por mi temperamento poético.

ESTEBAN

¿Entonces?

ÉL

Ya te lo dije. Nada. Ningún cielo ni infierno. Ningún retorno de todas las cosas. Ni la menor sombra de coartada, de piedad, de caridad. Este planetario fue nuestro Monte Carmelo, la noche oscura de tu alma. La vida, la vida humana, carece totalmente de sentido, es un puro azar y tal vez una enfermedad de la naturaleza. Es sagrada, eso sí, como cualquier otra forma de vida y aun de existencia. Te va a llevar mucho tiempo y unos cuantos botellones borrar de esa jeta la sonrisa irónica y darte cuenta de lo que te estoy diciendo.

ESTEBAN

Lo que me estás diciendo es que, a pesar de todo, la vida… etcétera. Si es eso, ya lo sabía a los ocho años.

ÉL

Me gustó ese etcétera. También me gustabas vos a los ocho años. Un huerfanito que abrió una lata de caramelos y puso su mano sobre la cara de la muerte. Las cosas han cambiado algo. Hoy la muerte acaba de poner su mano sobre tu cara.

ESTEBAN

Según eso, estoy muerto.

ÉL

Muerto y enterrado. Sólo que por esta vez vamos a resucitarte. Va a llevar años, eso sí. En cuanto a la vida, la vida que te espera, no es buena. Antes de que despiertes por fin como hombre humano será preciso que, en esta misma vida, hayas conocido no sólo el dolor y la locura sino la humillación, la vergüenza, la impotencia, la tristeza de lo irreparable y el horror del fracaso. Habrás debido pasar por el estado de larva, de piojo, de perro lamedor, de buey que agacha la cabeza, de mono que pela bananas en el zoológico. Habrás renegado de tu nombre, de tus padres, de tu patria, de tus creencias. Te habrán señalado con el dedo y te lo habrán metido en el culo. Habrás asistido al funeral de tus sueños, a la violación de tu pureza y a la indiferencia de tu Dios. El chiquero de Job será tu lugar de descanso y el espejo tu juez. Habrás mentido y envidiado, traicionado a los que te amaron y mendigado amor a los que te despreciaban, habrás malversado el patrimonio de tu corazón y de tu inteligencia y habrás aprendido a sonreír mientras tanto, y una noche por fin, sentado en el inodoro, te sorprenderá el Ángel del Señor con su ojo de cíclope, su sexo exfoliado, sus tres pares de alas y su vozarrón de trueno, y te dirá oh el último de los hombres, come tu mierda. Y te la comerás. Agradecido y lleno de comprensión te la comerás, llorando de agradecimiento y sabiduría, te comerás tu mierda. Y sólo entonces, y no antes de estas pruebas, serás un hombre, hijo mío.

XVII

Cómo saber cuánto tiempo transcurrió ni dónde estuvo ni qué hizo Esteban hasta el momento en que, riéndose y sacudiendo de un lado a otro la cabeza, lo encontró la señorita Etelvina Cavarozzi, bajo las estrellas del planetario.

– Que está haciendo acá -preguntó la mujer, alarmada al principio, pero luego, al ver su aspecto de infinita diversión, contagiada también por su risa-. ¿De qué se ríe?

– Creo que me perdí. Esta casa es endiabladamente grande.

– Qué le pasa -preguntó la señorita Etelvina-. Qué hace.

Esteban, en efecto, hacía ademanes más bien extraños. Como si tratara de ahuyentar a alguien por detrás de su espalda apartándolo repetidamente con las manos. La señorita Etelvina, intrigada, se puso en puntas de pie: estiraba mucho el cuello y oscilaba el cuerpo de derecha a izquierda intentando ver algo. Parece una cotorrita mirando pasar un desfile, pensó Esteban. Imagen que resultó muy superior a sus fuerzas y lo obligó a sentarse en el piso.

– Estamos borrachos -decía la señorita Etelvina.

– Yo no me emborracho nunca -dijo Esteban-. Ayúdeme.

La señorita Etelvina le dio la mano y un segundo después los dos rodaban más o menos abrazados bajo las ilusorias constelaciones del planetario… Mirando hacia el sur, la constelación de la Cruz era siempre la más sencilla de ubicar, y ahí estaba, un poco a la derecha y hacia arriba de Alfa y Beta de Centauro. Ahora sólo había que girar la cabeza hacia el este para dar con la cola austral de Eridano, seguir hacia lo alto y ahí estaba Achernar, una de las diez más brillantes de este Parque de Diversiones prodigioso que, bien mirado, también es algo así como una máquina que canta. ¡Canopo!, ésa era Canopo de Carena, y ésta no puede ser otra que Sirio, la mimada del cielo, a la que Poe decía que es imposible alcanzar. ¿Tendría razón Poe? De espaldas en el piso del planetario, junto a la repentinamente seria señorita Etelvina Cavarozzi cuyo corazón pulsaba casi con terror en el silencio de los astros lejanos y azules, no parecía que lo imposible fuera necesariamente absoluto, no al menos si es cierto que la mano de la señorita Etelvina se ha posado sobre el muslo de Esteban, lo que momentáneamente no debe preocuparnos ya que la mano, aunque trémula, se quedó quieta y su contacto es tan leve que parece ingrávida. ¿Qué sería aquello? Una nebulosa o un cúmulo. ¿Cuántos cúmulos hay en la Vía Láctea? ¿Por qué será que las estrellas más brillantes tienden a situarse arriba y a la derecha de la secuencia principal? Debe ser algo relacionado con la masa, tal vez hayan evolucionado más rápidamente y ya comienzan a apartarse del trazado originario…

Esteban se puso de pie…

– Levántese -dijo casi con brusquedad.

– Usted no pensará… -dijo la señorita Etelvina.

– Salgamos. Lléveme a la casa.

En silencio, salieron del planetario y cruzaron un sector del parque que Espósito no recordaba haber visto. Robles y araucarias, un rosedal. La silueta de una fuente en la que había un ángel. Tenía una inscripción, imposible de leer en esa oscuridad; no hacía falta leerla para saber qué decía. Y ahora está sentado junto a Graciela Oribe. Ella habla, Esteban apenas la escucha. No puede dejar de mirar una lámina de Uccello enmarcada en la pared. Nada de esto puede ser, piensa. Hace años que ya no estoy en esta casa.

XVIII

Cerró los ojos y ahí estaba. Verde e imposible. Un dragón de juguete con ornamentadas alas de mariposa lo contemplaba desde la nada. Cuando abrió los ojos, seguía allí, exactamente frente a él. Sólo que ahora también vio a San Jorge y la princesa cautiva. Graciela hablaba de una casa antigua en la que había un parque en ruinas con un pabellón de caza, la Casa Grande, con tejados de pizarra y una leñera. Esteban volvió a cerrar los ojos y el dragón no desapareció. Como exaltado en el centro de un cielo negro, la oscuridad y el vacío lo perfeccionaban hasta el vértigo. No puede ser, murmuró, dejando con cuidado su vaso sobre el brazo del sillón. "Por qué no puede ser", dijo Graciela con voz amarga, "yo no era su hija." No me refería a eso, dijo él, seguí hablando, por favor. Abrió los ojos. San Jorge, su encabritado caballito de balancín, la cautiva, la vorágine tempestuosa del cielo, se organizaron instantáneamente en la lámina alrededor del dragón. Volvió a cerrar los ojos con muchísima cautela: ahí estaba, hipnagógico e intacto, pero solo, con su roja fauce abierta, tres círculos en cada una de sus alas, su único ojo fijo en Esteban. Consecuencia: no debo seguir bebiendo. Cuando las imágenes pasan a través de los párpados cerrados, no se podría jurar que uno está sobrio. Tampoco podría jurar, como le diría años más tarde cierto inefable personaje llamado doctor Miguel, que a la larga no acuden lagartijas, moscas, iguanas, ciempiés, toda clase de animales mínimos, en especial oblongos y movedizos. No es raro ver también diablitos con rabo. Cornuda gente onírica que emite voces imperativas, órdenes. Todo documentado. Esteban inspiró profundamente y el dragoncito se borró. Ya iba a abrir los ojos cuando el universo se pobló de flores. También se puso como blando, florecía y se ablandaba. Una primavera de pesadilla o algo parecido a un flan cubierto de flores; caléndulas, miosotis, asfódelos y petunias que sin duda no eran de este mundo. Cuando abrió disimuladamente el ojo izquierdo, notó, interpuesto entre su ojo y la lámina, el culo mundial de Helena Austin, lleno de flores. La gorda se había trepado a una banqueta, con su vestido estampado, y, oscilando peligrosamente, trataba de alcanzar algo. Sobre la nalga izquierda, entre unos gladiolos, Esteban Espósito percibió nítidamente una espina de Cristo.

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