– Vamos -habías repetido.
Y de nuevo aquello, esto, esta sensación más que física de dolor, un desgarramiento simultáneo y total que parece nacer en la cabeza, en la nuca, o a veces sólo en un costado, en el costado izquierdo de la cabeza y se expande como la onda de una explosión silenciosa dentro de mi cuerpo como si estuviera metido en una campana atmosférica y alguien me fuese quitando a bombazos el aire mientras el universo es un puro vacío y siento la dilaceración de cada centímetro de mi carne como si quisieran arrancarme el alma o como si algo pugnara por saltar libre, a lo mejor eso, libre hacia algún sitio que imagino lejos y alto e inalcanzable, o perdido voluntariamente para siempre, como aquel juguete roto por mí una mañana de Reyes cuando, acaso por primera vez, pensé esto no, esto no lo quiero, esto es demasiado hermoso y se me va a romper algún día y es necesario algo irrompible, diamantino, absoluto, no tristemente sujeto a la vejación del tiempo y a la inmundicia de la muerte, y entonces ya no lo quiero y tomo un martillo, pego, veo saltar los resortes y las pequeñas ruedas de lata, miro casi con felicidad la estación en ruinas, los rieles en pedazos. O como la paloma. Mi mejor paloma, paloma que regalé pero debí matarla, reventarle la cabeza contra las piedras porque un segundo antes yo la tenía en mi mano y en la otra mano estaba su pareja, hermoso macho azul de ojos color borravino que se quedó conmigo mientras ella saltaba el saledizo de la trampa del palomar, y otro macho cayó como una sombra desde el cielo y yo no podía moverme, fascinado por la excitación y por el asco, porque a unos centímetros de mi cara ella se agazapó como hacen las palomas y el otro hinchaba el buche arrogante, daba vueltas a su alrededor, murmuraba el terrible canto de amor de los palomos, y yo gritaba puta, puta porque ella se agazapó y el otro estaba encima, puta como mi madre, mientras al hermoso macho azul se le partía el corazón como una copa de sangre.
– ¿Cómo? -dijiste.
– Cansado -dije yo-. Que es cierto, estoy cansado. -Nos habíamos puesto de pie; salimos. -Viajar todo el día, y después las viejas. Y encima el doctor Camilo, calcula.
Cruzamos una avenida, lloviznaba.
III
– Qué le anda pasando, chango -dice Santiago. Habla sin detenerse ni mirarme, sonriendo con aquel gesto socarrón y algo distante. Nos hemos cruzado en el pasillo del hotel. Trae una toalla sobre los hombros y un mate en la mano.
– Vení -agrega, cuando ya entra en su pieza-. Préndetele a unas jodidas yerbas… Sí -dice después de escuchar un rato, sentado ahí en su cama-. Sí. Como nadar en un barrizal, pesadamente. -Se ríe y me alcanza un mate.
– Otros le llaman vivir. La vida no le sienta bien a todo el mundo.
Yo antes había dicho:
– Una laguna oleosa, y sobre todo el cansancio -y me pregunté por qué estaba hablando con el jujeño de estas cosas-, pero un cansancio como de abrirse paso en un pantano. Y siempre pienso lo mismo.
– Volverte a tu pueblo, pegarte un tiro o hacerte comunista.
– Algo así. Pero vos cómo lo sabes.
– Eh -dice Santiago.
Esto sucederá al día siguiente. Ahora todavía es de noche.
IV
Pulcro, agrónomo. Correctas rayitas jaspeadas. Cuarenta y tantos años. Roque Cantilo, esposo de Verónica. Especialista en algo que entendí como posturas intensivas, pero que resultó ser pasturas. Sin ningún esfuerzo imaginé que se sujetaba las medias con ligas. Gordura discreta, reloj y corbata discretos. Todo haciendo juego y en el lugar exacto. Anteojitos. Nada de marcos negros; color carey. En vez de saludarlo daban ganas de decirle qué limpio está usted. Mi primera impresión fue que se parecía a una farmacia o a un inodoro flamante.
Vos estabas diciendo:
– Y el mar, por supuesto. De noche. Caminar sola por la arena. Y, sobre todo, ser Monelle. -Hiciste un gesto como para borrar lo que acababas de decir. -Pero eso fue hace mucho. Y después, es ahora. -Miraste hacia la otra mesa. -No debí traerte acá -dijiste con voz dura.
Estamos en el bar del teatro Arlequín. Son las diez de la noche y el inodoro acaba de entrar con el jujeño y dos mujeres. El bar está casi metido en la sala, todavía a oscuras. Pentesilea, dice un cartel, también dice que uno puede ver la función desde allí mismo o trasladar su silla adonde guste. Hemos terminado con la noción de espacio, todo esto es sueño, y el sueño viste sombras de bulto bello en cualquier parte. No puedo evitar imaginarme a Pentesilea entre las mesas, rodeada de su jauría, chumbándolo a Oxo, despedazador de jabalíes, y a Melampo que no tiembla ante los leones (¿o ése era Halicaion, de dura pelambre?), clamando por las Furias, gritándole a Ananké que la siga y saliendo todas por el lado de la máquina de calentar salchichas con sus arreos de guerra y sus elefantes en medio del vivo retumbar de los truenos mientras los espectadores varones les deslizan unos pesos en el escote, como a las turcas. Vos me estás diciendo algo pero no consigo escucharte. Una de las mujeres de aquella mesa es la señorita Cavarozzi; la otra, una paradoja. Piel humahuaqueña y ojos de acantilado. Verónica. Se llama Verónica pero yo todavía no lo sé. Verónica Solbaken. Está sentada algo lejos; y sin embargo oigo su voz. No es que la oiga, ya que ni siquiera está hablando; oigo su voz del mismo modo que huelo el tenue perfume de su pelo. Una voz grave, algo apagada, que rivaliza con la cegadora claridad del flequillo escandinavo. Santiago tiene aspecto de desamparo. Todavía no es del todo Santiago ni jujeño pero sonríe al verme, como quien reconoce en el destierro a un compatriota. Nuestro agrónomo también ha sonreído. Usa grandes calzoncillos blancos siempre planchados. Trato de imaginar el ombligo de Cantilo pero no puedo. No tiene ombligo. Ni ombligo ni otras partes del cuerpo.
– Quién es.
La señorita Cavarozzi abrió y cerró varias veces su manito, saludándonos. Me hice el que no la vi. Algo le causó gracia y rió con pequeñas convulsiones. Un gorrión, pensé. Un gorrión mientras se baña.
– Quién es quién -preguntaste.
– El señor carón.
– Pero si ya te lo dije.
¿Cuándo me lo habías dicho? Me estás mirando con un poco de desconfianza. Tengo la curiosa impresión de que no sólo hemos terminado con la noción de espacio en Córdoba, también el tiempo tiene algo raro. Va y viene, como el vuelo de una mosca. Veo junto a mi vaso tres botellas de agua tónica: eso significa también tres ginebras. Bueno, por lo menos hace más de un minuto que nos conocemos. Hemos debido hablar de ciertas cosas.
– Por supuesto que sé quién es. Lo que te pido son detalles. No me mires así.
– Se llama Cantilo.
– Eso ya lo sé. Y qué más.
– Que me gustaría saber si vos escuchas algo de lo que se te dice. A ver, ¿cómo se llama?
– Cantilo. O pensás que no escucho lo que me dicen.
– El nombre de pila, cómo se llama de nombre.
– El nombre de pila, qué manera de hablar. Nombre de pila. ¡Roque! -dije de golpe-. Ahí tenés. Se llama Roque y es agrónomo. ¿Por qué está tan limpio?
– No sé. Pero sé que si no salimos de acá va a venir o va a hacer algo rarísimo para que vayamos.
– Viste que siempre hay más -dije sin dejar de mirar a la mujer rubia. No le faltaba más que el fiordo. Ilene, joven dama vikinga amada por el Príncipe Valiente. ¿O se llamaba Aleta? ¿O Valiente era bígamo? Pero ahora qué pasa. Ella le está pidiendo fuego a Santiago, tiene el cigarrillo en los labios, se le acerca. Los ojos un poco por debajo de los del jujeño. Lo mira, lo mira fijamente desde ahí con equívoca actitud de mujer que pide fuego, le habla sin dejar de mirarlo. Oigo en la piel de Santiago la voz apagada de Verónica. Gracias. La voz se abrió paso con lentitud, el humo del cigarrillo la retuvo un segundo en sus labios y luego turbiamente la dejó ir, el humo del cigarrillo que ahora, entreverándose en su pelo lacio caído sobre la cara, la rodea como si fuera el cuerpo de la voz, no el humo. -Esta vez sí que no te escuché -dije.