Salí a la calle. El cielo sucio no podía estar más de acuerdo con mi alma. Siempre pasa. Un mundo que se maneja con imágenes convencionales, dioses groseros y sin fantasía. Volví a quedarme detenido en el borde de la vereda, oyendo a mi espalda el ruido de los motores y las voces en el pabellón de la Terminal. Después me agaché para buscar la moneda que había dejado caer antes de entrar. No pude encontrarla por ninguna parte. Una moneda, sin embargo, no desaparece porque sí. Nadie llega a una estación de ómnibus con tiempo para mirar el suelo y ver monedas, pero, aunque alguien la hubiese visto por casualidad, nadie se toma el trabajo de recoger diez centavos cuando está por viajar setecientos kilómetros.
– ¿Perdió algo?
Unos botincitos negros, de señorita mayor, se detuvieron muy juntos a mi lado. Yo estaba en cuclillas. Los botincitos eran redondos en la punta. No tuve más remedio que recordar tus propias palabras frente a El Vesubio. Te pasa algo. La gente ve a un hombre descalabrado en el medio de la calle y lo único que se le ocurre preguntar es si se cayó. Hablan por teléfono, la comunicación se corta, vuelven a marcar el número y lo primero que dicen es: se cortó. A esta clase de cosas se le llama lenguaje humano. Alguien nos hizo creer que es un modo de comunicación muy superior al canto de los pájaros o al fanalito intermitente de las luciérnagas.
La dama de los botincitos pensaba seguramente que no había hablado lo bastante alto.
– ¿Perdió algo, joven?
La miré oblicuamente, desde allá abajo.
– No. Estoy haciendo gimnasia.
La mujer, al principio, pareció sonreír. Después, su cara se contrajo. Cuando se alejó vi que iba vestida totalmente de azul y tenía puesta una gorrita estrafalaria, como de vigilante; en la cinta, grabado en letras doradas que ahora yo no podía ver, decía, por supuesto, Ejército de Salvación. Renuncié a encontrar mi moneda. Iba a ponerme de pie cuando, a unos centímetros de mis ojos, vi el dibujo a todo color de una joven de largo pelo rubio y hermosa cola de pez. El libro de la nena del pie de oro. La dueña del libro tenía la mano extendida con la palma hacia arriba. Mi moneda.
– Una señorita preguntó por usted -oí, en el hotel.
XVII
Había llegado instantáneamente, como a través de un sueño. Un sueño exasperado y barroco, uno de esos sueños poblados de imágenes indescifrables que se olvidan súbitamente al despertar. "Una señorita preguntó por usted." Como un perro que al salir del agua se sacude frenéticamente en todas direcciones, al ver la cara regordeta del hotelero traté de organizar este nuevo aspecto del mundo a mi alrededor. Este hombre se llamaba Ripul. Era bajito y tenía manos de bebé enorme. Usaba unos pantalones extraordinarios, muy anchos en la cintura. Lo que unido al hecho de sujetárselos con tiradores causaba la molesta impresión de imaginarlo colgado. O de que alguien lo hiciera flotar tironeándolo desde arriba con un mecanismo sujeto a la entrepierna. Daba un poco de miedo. Como si Humpty Dumpty estuviera a punto do transformarse en Peter Lorre. Susurraba. "Una señorita preguntó por usted", dijo. Como si acabara de almorzar algodón. Una señorita, por mí. Hacía unos minutos que nos habíamos separado en la esquina del Colegio Monserrat. Era imposible, o por lo menos bastante improbable, que hubieras venido a buscarme a un hotel que no conocías.
– Una señorita. ¿Cómo una señorita?
La forma de mi pregunta no sólo era ilógica, sino agresiva. El hombre me miró con timidez, como si se disculpara. Dijo:
– Me pareció una señorita.
Recuperé el buen humor de golpe. Aquella respuesta era tan fantástica y el señor Ripul parecía tan abrumado por haber supuesto, sin la menor prueba ni derecho, que fue una señorita y no una morsa lo que vino a buscarme, que si le hubiese dicho por esta vez está perdonado, pero que no se repita, él habría respondido cualquier otro disparate, y si le hubiese gritado que, en efecto, quien estuvo a buscarme no era ninguna señorita, sino una morsa, él, antes de huir despavorido, habría alcanzado a murmurar que sí.
– Lo que quiero saber, excelente señor Ripul, es cómo era esa señorita.
Pensó un buen rato, y no se lo reprocho. ¿Cómo eras, realmente? Cómo hacer para describirte, sin mentir demasiado. Tu pelo, tus manos, tu sombría esbeltez de álamo, la exagerada pintura de tus ojos: nada de eso era verdad. Tal vez el señor Ripul veía a la adolescente real que ocultaba su cara con el pelo y agachaba la cabeza cuando se reía. Esperé. Tal vez este hombre había sido puesto detrás de ese mostrador para ayudarme. Terminó de pensar y dijo:
– Alta.
Habías venido.
Era casi imposible pero habías venido y todo encajaba a las mil maravillas en aquel rompecabezas de manicomio. Cuando volví a verte, casi dos horas más tarde, ni siquiera me asombró comprender que durante el tiempo que permanecí en el hotel hablando con el señor Ripul o mirando el cielo raso de mi cuarto, vos estabas enfrente, en un café, a menos de diez metros de mi cama. ¿Cuánto tiempo es casi dos horas en una historia de amor que abarca poco más de un día? Ulises viajó por el mar menos de lo que yo estuve solo en esa cama. ¿Y por qué no me viste entrar en el hotel? Tal vez has ido hasta el baño; tal vez en las paredes del baño hay inscripciones inmundas. Estás leyendo las atrocidades que escriben o dibujan las mujeres en los baños y yo vengo de negarme a entrar en la casa de Dios por la Puerta del Cielo. Hay otras posibilidades, naturalmente. Hablando en general son peores. El mundo real no me gusta, nunca me gustó.
– Pero, ¿no dejó dicho nada? -pregunté-. ¿No dejó un papelito, algo?
El señor Ripul pensó.
– No, señor.
Y ahora qué hago, imaginé decir para mis adentros, pero debí de hablar en voz bastante alta porque el hotelero dijo:
– No sé, señor.
Lo miré de cierto modo.
– Gracias -dije secamente.
El señor Ripul pareció sumergirse con lentitud dentro de sus pantalones. Desde ahí, muy abajo, emergió una mano semejante a un molusco, a un pulpito, y me alcanzó la llave. Me produjo un vago horror y desvié los ojos.
En el pasillo apareció Santiago.
– Qué le anda pasando, chango -dijo.
Traía una toalla anudada en el cuello y un mate en la mano. Habló sin detenerse ni mirarme. Creo que en aquel momento comprendí por qué ese hombre me gustaba. Vagamente el jujeño me recordó a mi padre. El parecido residía en su sonrisa. Una sonrisa, o mejor una especie de sonrisa, apenas dibujada. Una sombra o un eco de sonrisa que no tiene nada que ver con la alegría y hasta puede nacer en algún rincón de lo vivido donde siempre estuvieron excluidos sentimientos como la alegría, la felicidad, la dicha. En muy pocos hombres la he visto y siempre me ha dado no sé qué idea de madurez, de adultez serena y en algún sentido protectora. Un gesto que no tiene acaso equivalente en una mujer. Ninguna mujer sonríe así. Con piedad, puede ser; hasta con caridad y con secreta ironía, en el mejor de los casos. Pero en ellas se adivina casi sin remedio el lugar común de las hormonas, el famoso sentido maternal. Órgano enigmático que debe de estar situado por la zona del ombligo, como si tuvieran allí una oreja o un ojo, algo raro, que se manifiesta en cada momento de su relación con el varón, y sobre todo en la cama, de tal modo que mientras más lo aman con más fuerza tratan de volverlo al origen, como si intentaran parirlo al revés. La sonrisa que digo, en cambio, no nace en el cuerpo, ni siquiera en los sentimientos. Es menos generosa, más dura. Nos deja lejos, solos ante nuestra propia libertad, pero hay en ella una sabiduría esencial y condescendiente, un poco socarrona, ya de vuelta de todas las cosas, que tal vez por eso nos autoriza y nos confirma. Como si en cierta manera todo estuviese hecho o prefigurado desde mucho antes en el destino de otro hombre, y por lo tanto fuera más fácil conseguirlo, o intentarlo.