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Fue como si el aire se enrareciera de golpe. Era algo que podía sentirse en la piel y hasta olerse en la mañana, lo sentí como dicen que los animales presienten y olfatean un peligro. Estaba en la ciudad. Era algo que desde la noche anterior parecía modificar la consistencia de la realidad y las relaciones entre las cosas y yo, algo que tenía que ver con el tiempo y que ahora instalaba de otro modo tu cuerpo en esa calle, le daba un color distinto al balcón en ruinas, a los árboles de la plaza, a la casa del marqués. Un vago e impreciso color sepia de vieja fotografía. Como si de algún modo misterioso, la ciudad, mucho antes de mi llegada, ya hubiera dado forma para siempre a cualquier cosa que pudiera suceder con nosotros y yo no tuviese más remedio que acatar ciegamente su desenlace. O tal vez no se trataba de la ciudad y de nosotros, sino del mundo, de nuestro florido y buen planeta viejo, como había dicho sonriendo el jujeño esa mañana en el Pabellón España, de nuestro florido manicomio que cualquier día, zacate, se queda sin resto y sin vino riojano y se nos vienen por esas pampas del cielo los Cuatro Jujeños del Apocalipsis. No se me rían, había dicho Santiago, que es para llorar a gritos viendo cómo se nos puso inútil el futuro; porque cómo escribir, con qué cara sentarse esta noche a escribir nuestro libro sereno y antiguo si a lo mejor mañana no nos va a quedar tiempo ni para santiguarnos; antes uno podía dejar tranquilo que los vándalos invadieran Europa y siempre le quedaba una parva de siglos llenos de arte gótico, silogismos, catedrales, para ir ordenando las cosas del cielo y el infierno como un largo poema bien medido; pero si la otra tarde, en Jujuy, me acosté a dormir la siesta en los Tiempos Modernos, y cuando mi mujer me recordó con el mate ya habíamos dejado atrás la Era Atómica y entrábamos en la Edad Interplanetaria. Ustedes se ríen, muchachas, y hacen bien, pero yo cómo hago para ponerlo en verso, había dicho Santiago.

– No te vas a ninguna parte -dije yo-. Necesito hablar ahora mismo con vos.

No me importó tu asombro, fingido o no. Tampoco me importó tu exasperante gesto de inmediato aplomo.

– Hablar de qué.

Enfrente, otra vez la centenaria puerta del penacho en escombros. Habíamos caminado dando vueltas a la manzana.

– Todavía no sé de qué, y abandona por favor ese aire de ir de compras. Hablar. Hablar de cualquier cosa. Qué importancia tiene.

Delphine Seyring: Hace un año en Marienbad. Y, sin transición, el paredón de la Cañada. Como si la ciudad se desplazara a su antojo alrededor de nosotros.

– Todo esto es muy raro -dijiste. Te pregunté por qué lo decías.

– ¿Por qué digo que es raro? -Me mirabas, divertida. Tu volubilidad era un poco desconcertante, suponiendo que se tratara de un rasgo de carácter y no de que hubiésemos caminado lo suficiente como para que todo volviera a ser normal. -Vamos a ver. ¿Por qué puedo decir que algo raro es raro?

No contesté. Me ponen nervioso ciertas respuestas de las mujeres. Me hacen pensar de qué hombre las habrán aprendido.

– Empecemos otra vez -dijiste-. Te escucho.

– No entiendo.

Dejaste de caminar, tan bruscamente que fue como si hubieras desaparecido.

– Que te escucho -dijiste-, que hace un minuto casi gritaste que yo no me iba a ninguna parte porque teníamos que hablar, que yo te pregunté de qué, y me contestaste que de cualquier cosa. Y que ahora te escucho. Estás a punto de hablarme de cualquier cosa. Pero si vos no hablas de cualquier cosa, yo voy a hablar de cualquier cosa. Esta noche hay una fiesta, en el Cerro. Podemos vernos ahí.

– Cómo una fiesta, en qué Cerro.

– En el Cerro de las Rosas. Y no es una fiesta, es una reunión, de esas con intelectuales y empanadas. De ésas -y tu voz cambió, casi imperceptiblemente-, de esas a las que mejor no ir. Donde todo el mundo se entera de todo y están los amantes y las amantes de todo el mundo. Vino de La Caroya, música vernácula y del siglo dieciséis. Mujeres elegantísimas. Vos le llamarías puterío.

Me sobresalté. Era como si te oyera hablar por primera vez en mi vida. Como si de pronto, en tu lugar, se hubiera instalado otra mujer con tu cara y tu voz.

– Puterío -dije.

– Es la palabra que usaste anoche, cuando hablamos de esto mismo. Sólo que anoche me molestó a mí.

– No sé de qué estás hablando.

– Me lo imaginaba. A veces pienso que te conozco desde que naciste. Estoy hablando de esta noche, de la quinta.

– Necesito verte antes.

Entonces hiciste algo realmente extraño, sólo que para que haya sucedido es necesario que no estuviéramos caminando por la calle sino sentados frente a la ventana de un café.

Apoyaste los codos en la mesa, pusiste las manos abiertas una a cada lado de mi cara, y me obligaste a mirarte a los ojos.

– Me estás viendo antes -dijiste-. Me estás viendo ahora, aunque no sé si vos te das cuenta.

Vi de tan cerca tus grandes ojos pardos que casi pude contemplar la trama del iris, su tejido traslúcido, los diminutos pigmentos que se constelaban alrededor de la pupila, dilatada hasta causar vértigo, como una luna negra o como un espejo circular en el que, de pronto, vi mi propia cara.

XIII

Cruzar una calle puede ser algo más que cruzar una calle. La segunda vez que lo pensaba esa mañana. Tener cuidado, pensé, obrar con mucho cuidado. Tocar apenas tu cintura al cruzar esta calle. Contacto tan imperiosamente leve que no podías dejar de sentirlo más allá de la piel. Un cuerpo ahí, otro cuerpo acá. Y entre esas dos islas, la casi inexistente complicidad del tacto. Volvíamos de algún lugar de La Cañada, del fantasma de un murallón español que, hace tres siglos, protegía a la ciudad de las inundaciones y hoy es un nombre y un montón de piedras. El Calicanto, dijiste, la ruina de la ruina de lo que fue un dique. Cruzamos. En dirección opuesta a la nuestra, venía caminando un muchacho. Un adolescente delgado, alto, de ojos oscuros y grandes. Sonreía con familiaridad; es decir: te sonreía. Había un ligero matiz de burla en su cara. Lo vi un segundo más tarde de lo necesario, pero fue suficiente.

– El Calicanto -habías dicho-. Lo construyeron hace tres siglos. Era el muro de contención de La Cañada.

Y hablabas todavía de las inundaciones, del puente viejo, de las historias de mamama Albertina, cuando sentí en la punta de los dedos la rigidez de tu cuerpo, y aparté instintivamente la mano.

El muchacho pasó a nuestro lado. Saludó. Y yo tuve la certeza de que aquel encuentro, aquella sonrisa, aquel saludo, eran como un alfabeto cifrado, un mensaje cuya clave era muy anterior a mí, pero ya no podía prescindir de mí.

– Quién es -pregunté. Tardaste demasiado en contestar.

– No, nadie -dijiste-. Mariano.

XIV

Lo comprendo, joven, no crea que no lo comprendo, había dicho la noche anterior el doctor Cantilo, llamado Roque, odontólogo y catedrático de la especialidad pasturas intensivas en la universidad experimental de Ascochinga, interesante distancia, no la que mediaba entre estas dos disciplinas sino la que había hasta aquella localidad, suponiendo que fuera Ascochinga y no Fraile Muerto o Laboulaye, distancia en kilómetros que por alguna razón o, para decirlo mejor, por si acaso, fiché mentalmente mientras miraba a su mujer, Verónica, quien, en el otro extremo de la mesa, hablaba con vos de alguna cosa que era como una telaraña que avanzaba amenazadoramente sobre nosotros. Sobre Santiago y yo. Entonces supe qué era lo que me había molestado al llegar a la mesa, porque Santiago, aquella primera noche, no era todavía Santiago sino apenas el poeta jujeño. Sonó un timbrazo, comenzaron a bajar las luces y debí postergar mi conferencia destinada al doctor Cantilo, sobre la cuestión del peronismo. Cuestión en la que nunca había pensado hasta ese momento de mi vida, pero que aquella noche, aclarada en mi alma súbitamente y para siempre por algún whisky, dos benzedrinas y el anisete de la señorita Cavarozzi, que me tomé al pasar mientras nos poníamos de pie, sentí que era un deber moral exponer ante Cantilo, Estábamos entrando en la sala del teatrito y yo, ahora, escuchaba a mi lado la voz apagada de Verónica. Tenía, en efecto, la voz apagada, bella y casi grave. Había en ella, no sólo en la voz, en toda la mujer y hasta en sus gestos, algo impúdico pero casual, inquietante, de sereno estilo clásico. Cuando habló de la fiesta, por ejemplo, no habló conmigo: se dirigió a vos. La artesanía era meticulosa y sutilmente provocativa: no me hablaba a mí, hablaba de mí. Como contar un secreto para que sea transmitido en el acto, sólo que aquí se sumaba el refinamiento de que por más que vos no me lo transmitieras yo no podía dejar de escucharlo. Candilejas, spots. Detrás del torreón el mar está agitado: un centinela monta guardia junto a las baterías con su hermoso casco bávaro, y por lo tanto esto es el segundo acto de La Danza Macabra , de Strindberg, y no Pentesilea de von Kleist como imaginé o recordé hasta hoy. Mar de tormenta y ruido de olas, sea. Y Verónica. Verónica que en voz muy baja te está diciendo algo de una fiesta en el Cerro de las Rosas. Una fiesta a la que debías invitar al pescadito de color, a mí, la noche siguiente. El Capitán, delirando durante el sueño, pretendía haber resuelto el enigma del Universo; ya amanecido, descubrió la inmortalidad del alma. "Cállate", murmuró el doctor Cantilo a Verónica, suavemente, con el acento en la primera a.

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