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– Lo miré de reojo, el jujeño no tenía expresión irónica, al contrario, hubiera jurado que le pareció natural. -Hay mañanas de otra parte. Maneras de ser que tiene el aire, el frío.

El jujeño parecía pensativo.

Caminaba mirándose la punta de los botines, con las manos cruzadas en la espalda, su gran carpeta negra bajo el brazo y el diario de la mañana asomándole del bolsillo del saco. Misiles, leí. Cuba.

– Pasa con los domingos -dijo sencillamente, como a la media cuadra.

VII

Hoy, durante la tarde, pareció que definitivamente dejaría de llover. Lo temí. El silencio, no sé por qué -este silencio particular en el que no cuentan los gritos y rumores de la calle, los pasos y las voces en los pasillos, las puertas que se abren y se cierran, sino sólo el haber dejado de oír el golpeteo del agua en la persiana-, me desarraiga con brutalidad del pasado y me impide seguir escribiendo. Como si la lluvia, su fácil, su convencional tristeza de lluvia, presidiera de algún modo estas páginas o dotara a las palabras de un ritmo secreto que, al cesar, desbarata los rostros, las calles, los campanarios, los cafés, y, como en aquellas funciones de prestidigitación en mi pueblo cuando cambiaba la música, escamotea ante mis ojos lo que hasta hace un instante fue la ciudad y me instala con violencia en este cuarto de hotel y en una Córdoba desconocida con templos reales, veredas ciertas, plazas con árboles y tordos y parejas irrefutables, pero que es apenas una caricatura de la otra, mientras la verdadera ciudad se aleja de mí como esos sueños que nos abandonan al despertar. Releo entonces lo que llevo escrito y me pregunto si no es absurdo continuar esta crónica. Todo se magnifica o se deforma al escribirlo. Esta tarde entré en la biblioteca de la calle Colón y estuve a punto de acercarme a la señorita Etelvina, no sé por qué; nunca lo había intentado desde que he vuelto. Ella evitó mirarme. Firmé unos libros. Alguien preguntó por mí y me dieron un sobre. Acabo de saber que estás en Córdoba. Te espero. Un dibujo y una firma. Verónica. Fui. Llueve otra vez ahora y es de madrugada. Al regresar di un gran rodeo. Crucé por el puente de piedra. Lo imaginaba distinto: más ruinoso, más inolvidable. Verónica, en cambio, es idéntica a Verónica; pero tal vez sería mejor no haber ido. Un pórtico o unos pájaros negros, un puente de piedra, los leones de la Plazoleta del Marqués y hasta el derruido esqueleto de lo que fue una terminal de ómnibus son suficiente motivo de melancolía, no hace falta la gente. Melancolía o no sé, algo parecido al dolor, una vaga tristeza de sí mismos que caracteriza a ciertos hombres que tienen necesidad de regresar a lugares, pasar por antiguos zaguanes, sentarse en inmóviles plazas de ciudades o pueblos en los que quizá estuvieron sólo una vez, en los que pasaron una sola noche. Hombres para quienes una madreselva que todavía cuelga de un tapial es más importante que un rostro o que la mano retenida allí en otro tiempo, menos mortal que unos ojos cuyo color se olvida con más facilidad que el perfume nocturno por el cual, sin embargo, existen para siempre esos ojos, la mano, aquella cara. He vuelto a pueblos de espanto sólo por recobrar un ciclo aciago, que odié; he recorrido, siendo ya un hombre, las galerías de un internado sólo por tener otra vez miedo de las bóvedas, de los arcángeles amenazadores de la capilla y sus espadas del paraíso perdido. Como un criminal, me he apostado durante horas ante la puerta de una casa hoy deshabitada, esperando, casi ahogado de ansiedad, que ocurriese algo imposible y durante un segundo he llegado a sentir que aquella espera estaba sucediendo hacía años, y que justamente eso, ese cruce en el tiempo, era por fin lo imposible. Tal vez por cosas así no me reconozco en los vidrios de las ventanillas cuando viajo de noche: la cara transparente que me mira con cansancio no es la mía. Mi verdadera cara, mi antigua cara reflejada en vidrios de otros trenes, en tranvías desaparecidos, en aquel Ford destartalado y crujiente que una noche manejó mi padre por un camino de tierra, viaja por la sombra hacia lugares que sus ojos verán por primera vez, lugares donde sucederá algo terrible o hermoso, inacabado y siempre difícil de comprender, cuyo sentido necesito recuperar para encontrarme. Nadie busca a otro cuando recuerda, por más que lo haya amado; sólo intenta recobrar lo que tuvo cuando existía el otro. Creemos llorar a un muerto y lloramos por nosotros mismos. Creemos evocar a una mujer y sólo anhelamos sentir, ver, tocar, lo que sintió, vio y tocó nuestro propio cuerpo. La memoria es hermana de la muerte; hace vivir lo que fuimos a expensas de la verdadera vida, que sucede y se agota ahora. Sin embargo, para ciertos hombres no hay vida más intensa que ese perpetuo regresar, y tal vez algunos consiguen el milagro de instalar el pasado en el presente. Todo consiste en convivir ahora con los fantasmas de otros tiempos, traerlos de allá como se podría traer un objeto de un sueño, no dejarse seducir por sus sonrisas muertas y sus manos de niebla, arrancarlos de su ciclo a fuerza de palabras. Por eso al volver hoy de la casa de Verónica pasé por el puente de piedra y por eso me empecino en seguir escribiendo estas páginas, aunque a veces, al leer Graciela o Bastián o señorita Etelvina, tengo la impresión de estar ante un idioma cuyo significado profundo no sólo es imposible de transmitir a los demás, sino, incluso, imposible de ser descifrado por mí. De cualquier modo, he comprendido algo. Como ante una encrucijada, dos fuerzas antagónicas se disputaron hasta hoy el camino hacia el final de este libro: la necesidad de saber dónde estarías ahora, o con quien, y el opuesto e inexplicable deseo de no saberlo; el miedo de encontrarme con vos en cualquier esquina y tomar súbita conciencia de que pudieras existir fuera de mí, de aquellos dos días, y que tu cara real se interpusiera como una máscara a los rasgos que con tanto cuidado y amor han ido perfeccionando las palabras y los años. Esta noche supe que no vamos a encontrarnos, no al menos en estas calles ni bajo estas estrellas. También supe un desenlace. Verónica me contó hace unas horas un final para esta historia; uno, no importa cuál, porque ya no voy a escribirlo. Hay muchos más tan verdaderos como éste, y cualquiera da lo mismo. No importa si la realidad es más piadosa o más terrible, más verosímil o más grotesca de lo que yo quise imaginar en todos estos años. Hay una historia que será para siempre de Verónica, del mismo modo que existió una versión tan real como ésa, aunque más breve, que fue de Santiago. Inés supo una parte, aquella tarde, al pie de la escalera; la pobre señorita Etelvina, otra, sabe Dios cuál: quizá la que hoy le hizo bajar los ojos al verme. Y queda por fin ésta que sigo escribiendo ahora, la única que me está permitida y la única que algún día será verdadera, porque no está sujeta a las tristes leyes de la realidad ni sucede en el tiempo; la que empieza y acaba en aquellos dos días y de la que soy, infiel, el único testigo. Infiel, porque es condición de la palabra falsear lo que nombra, pero digno de fe porque a muy pocos se les ha puesto un precio tan alto para llegar a la verdad de su propia fábula. Sé cuánto hay de imaginario y falso en lo que llevo escrito; ni las palabras que se dijeron entonces ni las cosas que sucedieron corresponden a las situaciones y a los diálogos que recuerdo o invento y de cuyo origen real sólo queda un matiz, una sombra, un eco que acaso repito casualmente; ni hay sin embargo otro modo mejor de restaurar aquello. Como si debiera terminar un cuadro ajeno según el testimonio de alguien que habla otro idioma, o de un loco. Tengo junto a mí un viejo cuaderno Leviatán, escrito a lápiz, donde una parte de la historia ya sucedió de alguna manera: es como un mapa o una hoja de ruta que cada vez se parece menos al camino que siguen estas páginas. Tengo un mapa verdadero de la ciudad, con el nombre antiguo de sus calles y el recorrido de tranvías que ya no existen. Tengo, sobre todo, una libreta de notas que cabe en un bolsillo. La llevaba conmigo en ese viaje y es el único testimonio inapelable de aquellos dos días. Hay allí unos apuntes, marginales y de sentido casi secreto. Evocan una mancha en una pared; aluden a la forma equívoca y horrenda de un saco colgado en una silla. Hablan de Santiago, varias veces. Me recuerdan el título de una película que pasaban esa noche en el cine General Paz, un remolino de papeles y hojas secas en mi camino a la casa de Verónica. Hablan de Inés. Lo conmovedor en ella es su mirada, escribí: no los ojos, la mirada. Mira de un modo desolado y patético, como si estuviera reclamando de la gente actos grandiosos o perfectos. Las dos o tres veces que la he visto tuve la misma impresión, la de estar ante alguien que espera de mí o acaso de todo el mundo gestos heroicos o legendarios. Al comienzo de la tercera página dice: Graciela. Después, subrayada, la palabra marcas, en letras mayúsculas. En esa misma página hay un dibujo que representa la Plaza San Martín y las calles que la rodean; sólo que el Cabildo está donde debiera estar el Balcón del obispo Mercadillo y, junto al pasaje de las Catalinas, hay un signo de interrogación y la palabra verificar, lo que me hace pensar que lo dibujé en el hotel o quizá en Buenos Aires.

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