– Alcánzame ese carrito -dijo Lalo esa noche. Lo puso con extrema delicadeza cerca del mangrullo.
– Qué es esa diligencia.
– No es ninguna diligencia -dijo Lalo-. Es una berlina.
Y ésa fue una de las sorpresas que recibió Laureano, fuera de que lo degollaran, según me había explicado Verónica un rato antes en el parque, porque de esa berlina acababa de bajar, como ataviada para un baile, Aasta Solbaken, la mujer del abuelo. "Qué hace acá y dónde quedó el chico", parece que preguntó él, sin tutearla. "Yo he venido a verlo a usted, y nuestro hijo está con mi familia, en Salta", dijo Aasta. Tenía un levísimo acento escandinavo, poco más de veinte años, el pelo muy claro y unos cuantos centímetros más que el abuelo. Él se apartó unos pasos y la miró un momento. "Bueno", dijo por fin, "ya me ha visto; ahora va a tener que volverse". Después reunió veinte hombres, les ordenó que cargaran patacones y plata, volvieran a subir a la berlina el arcón de la muchacha y llevaran todo a Salta. "Por lo que putas pudiese", murmuró. "Vos", le dijo a uno, "te afeitas al llegar y me le das un beso al muchacho. Y usted m'hija", le dijo a ella con el tratamiento de los grandes momentos y sin mirarla, "usted mueva otra vez en el carrito y se me vuelve a Salta con esa gente." Ella se rio, delante de todos. "Qué está diciendo", dijo. El abuelo se agachó sobre una mesa de campaña, como para verificar un mapa. "Vea, santita", murmuró en tono neutro, como si no hablara, "hace unos cuantos años que usted vino de su tierra, ya conoce bien el idioma del país. No le es tan difícil entender lo que estoy diciendo, pues". Ella dijo que entendía. "Pero que ésos bajen otra vez el baúl, porque lo que es yo, señor, me quedo." También la Delfina presenciaba las batallas de Ramírez, dijo Lalo, sólo que la Delfina era portuguesa y murió en su cama.
– Me gustaría saber si el abuelo hizo el amor esa noche -dijo Verónica.
Yo no sé lo que hizo, pero lo imagino despierto. Si llegara Ramírez, piensa, mirando la cara de la mujer dormida. No sabe que hace diez días la cabeza de Ramírez era paseada en la punta de una picota por las calles de Santa Fe.
Antes de despuntar el sol, con la luna colorada todavía encima de los cerros, mandó formar a sus hombres en una línea larga que abarcaba casi toda la base de la A invertida. Luego, en medio de un silencio en el que sólo parece oírse la respiración de Dios, comienza a galopar de una punta a la otra ante esos tres mil paisanos inmóviles sobre sus caballos como jinetes de piedra, y así va y viene durante un rato muy largo, arengándolos al galope con palabras que apenas se entienden porque en realidad casi no son palabras, ni hace falta que lo sean, son gritos, insultos fragmentos de algo que cada cual articula y completa con los latidos de su sangre.
– Después les cuento lo que falta -dirá esa noche Lalo.
XVI
"Hay algo en él, en Santiago", habías dicho, "algo, no sé, que le aparece a ráfagas, como a pesar de él mismo; hace un momento, por ejemplo, cuando habló y habló, fue tan hermoso." Yo no recuerdo cuáles pudieron ser las palabras del jujeño, pero recuerdo las tuyas al filo del atardecer. Volvíamos de los altos del Observatorio en dirección al coche de Lalo. Me parece ver un laberinto de calles que subían y bajaban, me parece ver árboles que tenían hojas color cobre. Sí, es cierto, había dicho yo, y no pude callarme el agregar con inconcebible mezquindad: Pero más que nada tiene la virtud de pasar inadvertido, de diluirse entre las cosas. El diminuto profesor Urba, caminando un poco adelante entre la señorita Etelvina y Verónica, interrumpió una frase en la que intervenían los astros y la numerología en el trazado original de la ciudad y, dándose vuelta, me miró con sarcasmo. Vos estabas demasiado ausente como para reparar en la intención de mis palabras y contestaste que sí, que eso también era verdad. "Lo raro es que él y vos se parecen", dijiste, "no físicamente ni tampoco en el carácter, es algo más…" ¿Profundo?, dije yo mientras arrancaba molesto una ramita de un cantero y me la llevaba a la boca. "Misterioso", dijiste con una sonrisa, y señalaste al jujeño, quien, alzando con distracción el brazo, cortó al pasar una hoja dorada y, después de mirarla un segundo la dejó caer. Bastían venía en otro grupo, un poco más atrás. Ahora me doy vuelta y está masticando un malvón, pensé. Después, cuando llegamos al automóvil, comprendí, por la cara inquieta de Lalo, que en ese coche iba a faltar espacio para alguien. El ómnibus de la universidad no se veía por ninguna parte. Y por esa oscura ley de las compensaciones que gobierna ciertos actos, casuales en apariencia pero que en el fondo no son sino modos de saldar en secreto una deuda secreta, dije que vos y yo volveríamos a pie, que me dolía la cabeza y que tenía necesidad de caminar. El doctor Urba volvió a sonreír. Dijo: Entonces aprovechemos, compadre Santiago, ahora que cabemos todos. Nadie pareció notar nada. El jujeño contestó algo sobre un almacén y despacho de bebidas que había por ahí cerca y que debía visitar con alguna urgencia. Verónica estaba recordándole a alguien llamado Guerri que esa noche era la fiesta en el Cerro y ahora te pedía que llamaras a no sé quién. Vos dijiste que estabas sin teléfono desde hacía diez días, y, antes de que yo pudiera pensar en nada, Verónica, mirándome con alegre malignidad, preguntó cómo íbamos a hacer esa noche para avisar que te quedabas a dormir en la quinta. Frase ambigua que podía ser interpretada de mil maneras: una de las cuales era que vos ibas a hacer en tu casa la parodia de la niña que vuelve a alguna hora pero vuelve, y que esto de llamar desde la quinta tenía quizá algo de vieja ceremonia. O tal vez todo era inocente, un juego del que yo desconocía las reglas. No tuve tiempo de averiguarlo. Una pareja estuvo a punto de llevarnos por delante y fue como si la tarde se detuviera y se abriese un paréntesis en el tiempo. El profesor Urba, Verónica y la señorita Cavarozzi subieron al coche de Lalo. La señorita Cavarozzi, golpeando el vidrio con sus uñas, como si fuera un pianito, se despidió del aire.
La chica y el muchacho seguían allí. Absolutos y solares.
– Ya vuelvo -dijiste vos y cruzaste la calle en dirección al grupo de Bastían. Santiago apareció a mi lado.
– Queríamos hacerle una pregunta-dijo el muchacho.
– A quién -dijo Santiago.
– A cualquiera de los dos-dijo la chica-. Pero sobre todo a usted.
Lo dijo con tanta naturalidad que me sentí impalpable. Era el tipo de adolescente que solemos amar con locura en el colegio secundario. El muchacho, con alguna peca y algo rojizo, tenía tal aspecto de ser su hermano que no podía ser más que su novio. Llevaba un libro de Gramsci bajo el brazo. La presentó a ella y se presentó.
– Sobrino -dijo.
– De quien -me oí decir.
Hubo una pausa formidable. El muchacho se vio en la obligación de aclarar que no, que sobrino no era su parentesco con alguien sino su apellido, y yo, de no sentirme tan preocupado en averiguar de qué quería olvidarme, habría soltado una carcajada. Porque la pregunta no la había hecho yo, sino el jujeño.
– Perdón -dijo Santiago. Habló con absoluta seriedad. -Ando distraído.
– Hemos leído cosas tuyas -dijo el muchacho.
La realidad se iba ordenando. El muchacho hablaba con Santiago y quería ser amable. Sin embargo, por su esfuerzo en aparentar indiferencia supe que lo que hubiera leído lo había entusiasmado, el jujeño, en cambio, le resultaba una molestia. De no estar la chica, este encuentro habría sido una calamidad. Miraba al jujeño sin poder disimular nada de lo que sentía. Ojos de nieta perversa. De noche, ella sacaba de un cofrecito la ajada fotografía de su apuesto abuelo y pensaba cosas chanchas.
– Mira -dijo el muchacho-. Te voy a ser franco -Titubeó. Hablaba con pequeños movimientos de cabeza y un poco agachado, los brazos recogidos junto al cuerpo. Una especie de boxeador de las ideas. -A mí me molestaría un poco que vos creyeras…