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A
A

O la absoluta vida.

También, según se mire. Yo le llamaría postergar, durante unos segundos de orgullosa y rebelde agonía, la catástrofe humana.

No es mucho.

Un tiempo inmortal en sí mismo.

Tan absoluto como la idea que un imbécil, que se cree Napoleón, tiene acerca del lindo color de su caballo. No. Me harté. Desde hace una hora, por abulia, me oigo parlotear como un peluquero mitómano. Y me harté. Todos esos balidos de tenor de opereta alemana provienen de mí.

Provengan de donde provengan son puro delirio. E insensatez. Estafa. Al menos como adelanto de lo que recibiré si me decido a ser canalla, inmoral, medio degenerado y quizá loco. Como artimaña del Tentador le encuentro el defecto de que induce a arrojarse en los brazos de Dios. Más o menos como si me asegurasen que, si acepto hacerme descuartizar, gozaré además de los beneficios de la gangrena. Por lo pronto, veo que en los últimos dos mil años no han progresado mucho en el arte de seducir. A Jesús le propusieron que se arrojara del alero más alto del Templo de Jerusalén.

¿Por qué nos interrumpimos?

Por nada.

O porque de pronto pensaste "justamente". Justamente. Que él se arrojara. ¿O no bastaba con pegarle un empujón? Cosa que lo hubiera decidido con cierta velocidad a convocar a los cien mil arcángeles soliviantados, o a flotar con gracia divina sobre los olivos. O a hacerse humanamente mierda contra el piso. Se le pidió una decisión a él, dentro de él, no una prueba de circo. ¿Acaso el Diablo podía ignorar si era o no hijo de Dios? Seamos serios. Cualquier antisemita nocturno, dándole una patada en el culo, sin ánimo de probar nada, pudo haberlo lanzado por el aire obligándolo al milagro o al papelón teológico. Por favor. A él se le exigió, anagógicamente, un salto voluntario al vacío. No se precisaba ser el Hijo de Dios para negarse a saltar. Cualquier pequeño judío, manso de espíritu y cargado de familia, oyendo una proposición semejante, se hubiera sentado a reír barriga en mano ante el infierno en legión, pegándose palmadas en los muslos, y se hubiera caído solo de ese techo. Y tengo la sospecha de que habría volado. La cláusula exigía y exige otro tipo de saltos. El Demonio no hace más que señalar el abismo. Todo contra nada. Sólo aquel que se arroja sabrá si los angelitos lo soliviantan. Todo contra nada. O rendir examen para el Banco de la Provincia. O planear La Divina Comedia a la salida de la oficina. O pegarse honradamente un tiro. O fabricar caudalosos libretos de televisión, vengándose, con caca, de una sociedad que arroja a sus brillantes muchachos a esas cunetas; cosa que la sociedad acabe por sepultar a todos bajo un Himalaya de mierda. O pegarse honradamente un tiro. O tironear a la In mortalidad de la pollera, los domingos y feriados, en presencia de la familia reunida, en el intervalo que va de sonarle los mocos al menor de los Espósito a departir sobre el precio del mondongo con el padre de la Virgen de San Sixto. Y, no sin algún cariño, pasarle una franelita al long play de la Novena Sinfonía por aquello de que, donde hubo fuego, cenizas quedan. O pegarse honradamente un tiro. Despertar al querubín, en cambio, es una volición natural. Como la vida. La manera menos infame de aceptar la vida. Y ganarás ese pan con el sudor de tu frente. No pretenderás, mastuerzo, que le haya gritado Non serviam! a Dios para conchabarme de mecanógrafo tuyo. No te sirvo. Mi existencia puede, no obstante, serte útil. Sólo que hay que comenzar por aceptarla. Algo así como la sonrisa de Santiago, pero en otra dirección. Mi teoría finalmente es ésta. Todo organismo pensante es, en potencia, genial. La buena nueva consiste en llegar naturalmente a serlo por una inexorable decisión. Cada uno solo, eligiéndose único entre todos los hombres y al mismo tiempo autorizando a todos los hombres por ese solo acto. Arrojándolos a la más sola de las soledades, desnudos, como él, ante su implacable conciencia. Pero preparados para cuando venga Miguel, con su lindo escudo brillante, gritando Quién como Dios.

Conozco el final de la historia.

No. No lo conoces.

Y toda esa nada, a cambio de qué.

De tu absoluta entrega, en vida y alma y cuerpo, etcétera.

¿A vos?

ÉL DIABLO

Sí, puesto que te has decidido a tutearme. O a Esteban, según el tipo de realismo que prefieras. Lo demás, será revelado a su tiempo.

II

Que la Luna se había detenido en su carrera por encima de los árboles y que ahora estaba allí, extática en el cielo negro, le pareció evidente. Agazapada en ese claro, entre dos nubarrones. Como una tigre de cuerpo rayado y sangriento. Cuando el guarda le tocó el hombro, Esteban Espósito comprendió que lo que se había detenido era el ómnibus, no la Luna. Gracias, dijo, bajó del ómnibus y alguien se deslizó detrás, desafiando la noche lunar.

desmontó del caballo
y el baile empezó
con la cola marcando el compás.

Ay, zambita. Caminar veinte metros, le había explicado Verónica, veinte metros hasta dar con el cruce. Una tigre o una tigra. O la pantera de rayado cuerpo místico, hermana de los hombres y devoradora del dragón (de dónde había sacado eso), cuyo aliento, como todo el mundo sabe, es perfumado como el incienso. Según la explicación de Verónica, ahí debía estar el cruce. Y ahí estaba. Una diagonal bordeada de plátanos que, como la vertical de una Y de brazos muy abiertos o como una mujer en la cama, vista desde la cabeza, iba a desembocar en otras dos calles en las cuales hacía ochava el parque de la quinta de Verónica. Si es que los parques hacen ochava. Una especie de pelvis, en fin. ¿O se dice pubis? Uno debería saberlo todo, si al vértice de un parque puede llamárselo ochava si el pubis es la pelvis, si tigre hembra o tigra. O tigresa. Cuántos misterios. Las fuentes del Nilo, la posición y velocidad de una partícula, el origen de los vascos, la Conferencia de Guayaquil. Un relámpago silencioso rajó de parte a parte el cielo de los cerros. Como un erizo pintado de azul. Otro gran enigma es que nadie puede hacerse cosquillas a sí mismo. Se oyó un relincho. Las tormentas eléctricas los ponen mal. También eso, que se diga andar en auto, en bicicleta, en burro, pero no en caballo. Van a llover bigornias, tenía razón Santiago. La casa de Verónica, construida en los altos de la calle, debía ser eso más bien imponente que estaba viendo, muy iluminada entre los árboles, y desde donde llegaban las ráfagas de la zamba. El Cerro tembló suavemente. No era un trueno, sino un preludio de trueno, algo que parecía ir desperezándose en el fondo de la tierra desde la noche anterior. Ladró un perro.

Cabalgando una escoba
cruzaba el azul
de los cielos la bruja mayor.

La Salamanca, pensó Espósito. El nombre de la zamba y el nombre de la quinta. De pronto se sintió incómodo. Como si le costara pensar yo, como si se pudiera ver a sí mismo, o alguien o algo lo estuviese mirando desde el costado o desde atrás.

Sin brusquedad, me di vuelta.

El profesor Urba estaba a mi lado y apoyaba una mano sobre mi hombro. No tenía nada de asombroso. Muy natural que dos personas viajen juntas y bajen en el mismo sitio. Máxime cuando van al mismo sitio. Lo saludé mientras trataba inútilmente de rehacer una idea, o una impresión, fugaz como un destello pero agudísima, que había tenido en el ómnibus, o al bajar del ómnibus, y que estaba a punto de escapárseme como un pájaro deslumbrante. Oí o me pareció oír algo acerca de un palo de escoba, mientras la manito del astrólogo, separándose de mi hombro, señalaba la pequeña pendiente en la que remataba el parque de la quinta. De mí sé decirte que desearía tener el macho cabrío más vigoroso, me pareció oír después. Sólo que me pareció oírlo en alemán. Y yo no sé una palabra de alemán. Eso confirmaba mis sospechas. Por las dudas le pregunté de qué hablaba, y él, sorprendido, dijo que no había abierto la boca. Entonces, iba a hablar yo. Hablé. Hablé inconteniblemente. Del verano, de los árboles, de que no había ningún motivo para acortar camino, mi querido profesor. De la posibilidad de trepar por esas piedras o peñas, sobre cuyas cimas brotan cascadas. Cascadas bulliciosas, dije. Era como si el ozono de la noche me hubiera enloquecido. El astrólogo, estupefacto, me miró. O quizá me miró burlonamente. En los intervalos de luz que cruzaban las ramas, sus ojitos mongólicos eran absolutamente ambiguos.

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