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Inés cerró repentinamente los ojos y, sólo después, dio vuelta la cara, un movimiento de cabeza que en rigor debió suceder antes. Se convenció, pensé. Entré en el baño y me vestí.

XIV

– Vos tómalo como quieras -dije-, pero te pareces a Ligeia, una Ligeia que fuera, al mismo tiempo, un gato siamés.

– Bueno -dijiste-, es un poco mejor que lo de anoche, sin contar que anoche también me parecía a una yegua.

Garza real, Selena, larga hoja de palmera, María la egipcíaca a la que no vio desnuda el eremita Zózimo y cuyo cuerpo muerto protegió un león, típica adolescente cordobesa producida por una remota cruza entre conquistadores españoles e indias comechingones, Teresa descalza de pie árabe, joven puta aunque enigmática, niña de familia, álamo sombrío, realmente te parecías a demasiadas cosas.

– En qué quedaste pensando -preguntaste. Dije que en Poe, en que Poe afirmaba que, en la antigüedad clásica, no había modelo para los ojos de Ligeia.

– ¿Y cómo sabía algo tan impresionante? -preguntaste.

XV

Quien tenga una idea del modo en que Estanislao López y Lamadrid batieron al caudillo Ramírez, puede, alterando una o dos circunstancias secundarias, figurarse la táctica que emplearon en Ojo de Agua para enfrentar a las tropas del abuelo Laureano. Estanislao López, como se sabe, antes de tener sus primeras líneas frente a Ramírez había emboscado sus mejores hombres, con los blandengues y dragones del coronel Lamadrid, detrás de sus líneas. Acá también las emboscó; pero delante. Para comprender esto hay que imaginar el sitio. Una vasta planicie triangular, interrumpida suavemente, a mitad de camino entre la base y el vértice, por una ligera lomada que, si bien permite ver allá lejos las líneas de López como las vio riéndose el abuelo, oculta cualquier cosa que esté inmediatamente detrás de esa loma. Todo lo cual equivale, en escala argentina, a la célebre rodada aquella con que Víctor Hugo, interrumpiendo por sorpresa la narración de Los miserables, explica la derrota de Napoleón en Waterloo, rodada que vino a acontecer más o menos donde Waterloo formaba el travesaño de la gran A, sólo que allá era una hondonada y en Ojo de Agua una lomita. No se crea, sin embargo, que Lamadrid cometió el desatino de esperar a la caballería de Laureano ahí mismo. El declive no es tan pronunciado como para que, al acercarse el abuelo, sus hombres no advirtieran a tiempo la emboscada, y los blandengues y dragones no eran tantos como para presentar batalla de primera intención. La idea fue otra. Y si uno se imagina la Historia Nacional como si la viera desde arriba, comentó el astrólogo esa noche en el Cerro de las Rosas, mientras Lalo contaba los hechos y desplegaba con precisión militar ilusorias baterías y tropas de soldaditos de madera sobre la piel de oso de la alfombra, si uno se imagina esta fábula o enxiemplo desde la horqueta de la Vía Láctea, resulta un espectáculo hermoso. Porque mientras Laureano avanzaba desde el sur hacia el travesaño de la gran A, hacia la loma, los jinetes de Lamadrid, ocultos del otro lado, abriéndose en dos alas, se apartaban lentamente hacia los costados del triángulo e iban como dándole paso mientras López venía desde el norte, y ellos, los blandengues y dragones, volvían a juntarse al sur de la loma, detrás de Laureano, y comenzaban a subir la cuesta a espaldas del abuelo. Si Laureano, como era previsible, arrollaba a las tropas de López, no tendría más remedio que reorganizar a su gente, como una fatalidad, en algún lugar del valle, es decir, prácticamente debajo de la caballería de Lamadrid, a la que ahora debería quebrar no sólo con López recomponiéndose a su espalda sino subiendo él la cuesta, con varios cientos de hombres menos y los caballos y los brazos cansados. Quebrar a Lamadrid o resignarse a quedar en el medio, esperando la muerte entre dos cargas. Estas cosas van a suceder, sin que nadie pueda evitarlo, una madrugada del año 1821. Ahora todavía es el atardecer del día anterior, y Laureano, desde un improvisado mirador del campamento observa, allá lejos, los movimientos de López. Ladrón de vacas, piensa. Y piensa que sin Ramírez y Artigas la causa de la Confederación ya no existe. Mansilla traicionó a Ramírez; Carreras se volvió a Chile, si es que no lo degollaron; López lo traicionó a él, y ahí está defendiendo las vacas de Buenos Aires con un ejército de santafecinos. Diez años antes, o incluso tres o cuatro años antes, todo era claro todavía. Teníamos un designio y un destino, piensa el abuelo. Se trataba de expulsar a los españoles del suelo americano y hacer de las provincias unidas del sur una nación confederada e independiente, aun cuando las palabras América y Nación fueran, en la cabeza de aquellos hombres, comarcas nebulosas y vagas que el pensamiento era incapaz de abarcar. Sobre todo, quizá, la palabra Nación. Una tierra interminable que se alargaba hacia el sur desconocido y tenía la forma invertida de este campo de batalla que Laureano recorría ahora con sus ojos desde lo alto del mangrullo: su forma geométrica y también la forma de su amenazante misterio. ¿Qué era el sur? El sur, para el abuelo, era la pampa, y a la izquierda de la pampa -tal como Laureano imagina el mapa de la Argentina desde allá arriba-, al este, contra el Atlántico, una ciudad arrogante y autoritaria que desde hacía años venía decidiendo el destino de toda esta tierra. Y desangrándola y robándola, pensó Laureano, y éstas sí fueron exactamente las palabras que se formaron en su cabeza. Una ciudad poblada de hombres incomprensibles que a veces le parecían más extranjeros que cualquier godo o realista que aún quedara en América o que cualquier gringo que viviera más arriba del Perú. Los porteños. Con sus Directorios y sus intelectuales leguleyos y sus Constituciones. Porque el problema, explicó Lalo esa noche en el Cerro mientras colocaba unos soldaditos de caballería en el morro del oso y murmuraba "López", el problema fue la Constitución de 1819, espero que tengan alguna idea sobre la historia del país en que viven. Y acá al norte de la loma, dijo después, la caballería oculta del abuelo Gregorio. "Querrá decir Laureano", lo interrumpió alguien, pero Lalo dijo que no. Gregorio. Gregorio Aráoz de Lamadrid, que es o fue algo así como mi tío tatarabuelo; Laureano es éste y es el abuelazo de Verónica y por ahora está meditando acá, en este florero, que viene a ser el mangrullo. ¿En qué piensa el abuelo? Piensa en los constitucionales del 19, habitantes de un país fantástico que estaba sólo en sus cabezas, quienes imaginaron una constitución monárquica y aristocrática en un país sin rey ni aristocracia, retóricamente democrática en un país sin opinión pública, y básicamente unitaria en un país hecho de tradiciones territoriales casi salvajes, un país instintivamente federal hasta cuando era colonia española. Ni el santafecino Estanislao López ni el entrerriano Ramírez ni el viejo Artigas aceptaron esa constitución. Ni siquiera la aceptó Manuel, recordaba con orgullo Laureano mientras veía ponerse el penúltimo sol de sus días. ¿O no había sido Laureano Zamudio uno de aquellos jefes del Ejército del Alto Perú ante quienes el cansado y enfermo general Belgrano dijo: "Esta constitución y la forma de gobierno adoptada por ella no es en mi opinión la que conviene al país, pero habiéndola sancionado el Soberano Congreso Constituyente, seré el primero en obedecerla y hacerla observar"? Palabras que el montonero jujeño que había en el corazón del abuelo interpretó como una tácita apelación a su libertad de conciencia, y esa misma noche licenció por su cuenta a sus paisanos, cruzó el río abrazado al cogote de su caballo y volvió a formar un ejército propio, y se unió a López y a Ramírez y a Artigas, porque sabía que el absolutismo español ya estaba medio muerto, pero sentía que acababa de nacer el absolutismo porteño. Tal vez me equivoqué, piensa el abuelo viendo allá lejos, muy detrás de la loma, el movimiento de las líneas de López: tal vez tiene razón Estanislao que pactó con Buenos Aires y ahora está allá enfrente convidándome a peliar. Tal vez tiene razón Mansilla, que abandonó a Ramírez como una vez Ramírez abandonó a Artigas y como yo mismo abandoné a Manuel. Tal vez sea imposible volver a atar los caballos a la pirámide de Mayo y demostrarles a los porteños que la patria es más grande que esa plaza desde la que imaginan gobernar la tierra. Si hasta Rosas se volvió a su estancia y ahí anda, pialando terneros y jugando al domador en Los Cerrillos. Tal vez me equivoqué yo o nos traicionaron o la patria ya no tiene destino, o yo dejé de entender los tiempos que vivimos, pero mañana, en cuanto aclare, cargo contra ese santafecino ladrón de vacas y lo deshago, y uno de estos días me amanezco en Buenos Aires y lo peleo al gobierno si hace falta. Y se bajó del mangrullo. Si sólo llegara Ramírez, piensa.

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