– Realmente una preciosidad -dijo la Cavarozzi, conmovida-. Una hermosura.
Todos aplaudían.
El profesor Urba ya no estaba en el aula.
XI
Ignacio Bastián. Treinta y tantos años, lúcidos ojos afiebrados y pelo muy negro. Mucho pelo. Por lo menos, mucho más que yo. Había en su aspecto algo levemente repulsivo, pero también fascinante. Era pálido y al mismo tiempo moreno, combinación que le daba un verde matiz de alga. Cara de gitano. Para algunas mujeres debía de ser una especie de imán. Murió en Barcelona algunos años más tarde, casi sordo, tartamudo y medio loco, pero aquella mañana no lo sabía y estaba bastante vivo. Todos lo estábamos. Me odia. Lo sentí la noche anterior y vuelvo a sentirlo mientras salimos del Pabellón España a una especie de rosedal o de patio andaluz. La señorita Etelvina Cavarozzi acaba de pregúntame si creo en la Astrología y yo le estoy diciendo por supuesto, también en la Quiromancia y hasta en la Magia Negra. El tártaro profesor Urba, allá lejos, me espiaba silente. Debo acordarme de describirlo. Esto lo pienso ahora, no aquella mañana: aquella mañana vi de reojo que Bastián se acercaba al grupo, es decir a mí, e instintivamente quise apartarme, pero Verónica me preguntó si ya conocía al fantástico padre Cherubini, y Bastián llegó casi a mi lado. Hago descender compuertas, rejones defensivos, alzo puentes levadizos y me oigo decir que sí, conocía al padre Cherubini desde mi más tierna infancia, es mi ángel guardián, cómo no iba a conocerlo. Y, ya en pleno disparate, estaba por llevarme a Verónica al amparo de alguna enramada cuando Bastián se me puso delante y dijo:
– Vos sos autodidacta.
Lo dijo a quemarropa. Como si preguntara si yo era comunista o ex presidiario, pero sin preguntarlo. Me detestaba, muy cierto. No respondí de inmediato. Saqué los Particulares y le ofrecí. Él aceptó.
– Sí -dije-. ¿Por?
– Se nota -sonreía. Se rascó la mejilla con un gesto, rápido, una especie de tamborileo. -Por tu modo de hablar ahí adentro. Los autodidactas son tipos curiosos, ¿no? Quiero decir, raros. Saben cosas, muchísimas. Hablan y hablan. Como si necesitaran demostrar, no sé, algo. Me parece.
Lo decía siempre sonriente, con voz acariciante. Si calculé que mi cigarrillo lo había apaciguado o sorprendido, no tenía la menor idea de la clase de tipo que era. A nuestro alrededor se había hecho una especie de vacío de campana de vidrio. La señorita Cavarozzi pareció volatilizarse en el aire balsámico del parque, perdiendo alguna pluma. Hubiera jurado que la vi allá arriba, espulgándose con su piquito en la rama de un árbol.
– Cierto -dije-. Nunca había pensado en eso.
Me di vuelta y busqué con la mirada a Santiago. Lo vi junto a Verónica, ella lo había tomado de la mano y parecía querer llevarlo hacia algún sitio. Lo llamé, el jujeño miró hacia acá y Verónica dejó de sonreír.
– Qué -dijo Santiago.
– Dónde almorzás -pregunté.
El jujeño me miró y miró a Bastián.
– Ahí voy -dijo-. Ya estoy yendo. Ya llegué. Almuerzo en un bodegón tan lúgubre que el único modo de no impresionarse es tomar vino: te invito. Hola, Bastián. De allá entre los arbustos creí percibir que no todo es amor y recuerdos en los parques…
– Hola -dijo Bastián.
– Hablábamos de los autodidactas -dije sorpresivamente, retornando de golpe una cuestión que parecía terminada, como quien finge atarse los zapatos y levanta del suelo un adoquín, y lo muestra-. Este hombre, fíjate, adivinó que no soy universitario. Me dio justo en el complejo. Tomemos un café en el barcito.
Me reí con repugnante cordialidad.
– Así como me ves -dijo el jujeño-, yo estudié astronomía. Y no me desacomplejé. No sé si es Jujuy o el país, pero no me acostumbro a la Gravitación Universal. Más que nada yo me tomaría una ginebra.
Entramos en el bar o lo que fuera. Algo así como una cocina de campaña. Una mesa grande, sillas de paja y un banco largo de madera. Un fogón o un mostrador en algún lugar.
Bastián se sentó frente a mí. Yo dije:
– Vos estudiaste Filosofía y Letras, ¿no?
– No.
– ¿No?
Verónica y los demás, en el patio andaluz, rodeaban al doctor Urba y al padre Cherubini. Vi a Inés, muy cerca de la puerta. Me miraba con más alarma que de costumbre.
– No -dijo Bastián-. Son dos carreras distintas. Inés desapareció.
– Es lo mismo. Dan un método. Por eso, cuando me preguntan si se debe seguir o no una carrera, yo digo que sí. No hay cosa más importante que un método. Vos qué opinas, Santiago.
– Déjame de joder a mí con los métodos.
Habló sin violencia. Se levantó y trajo tres vasos. Sacó del bolsillo trasero del pantalón una cantimplorita de viaje, se sirvió él solo, y oí que si hay cuatro o cinco cosas como la gente en este país de opereta, cuatro o cinco cosas que nos salvan de que nos recojan con una pala de juntar bosta y nos tiren a la basura, ni apilando a todos los analfabetos que las hicieron alcanza para armar, con método o no, un alumno de escuela diferencial.
– Y por supuesto vos estás convencido de eso -dijo Bastián.
Me lo dijo a mí. ¿Estaba loco?
Hice un gesto ambiguo, yo, limpio y ecuánime flotando entre los eucaliptus. Y ahora reparaba verdaderamente en el doctor Urba, en sus ojitos. Dorados, pensé. Lo que pasa es que ese hombre tiene los iris dorados. Bastián sonreía, pero levemente de otro modo. Un tic colérico le deformaba el costado izquierdo de la cara; se mordía el labio.
– No sean ridículos -estaba diciendo, sin levantar la voz-. Eso es mirar el culo de los hechos, de la realidad. Si es cierto que hay apenas cuatro o cinco cosas importantes no es justamente por eso, sino a pesar de eso.
Y qué era eso, por favor. Cuál eso.
– La falta de una cultura seria, la falta de una verdadera formación universitaria.
¿Ah sí? Y quién le había hecho creer que ser universitario y serio, y además culto, eran la misma cosa. Mejor nos íbamos a almorzar nomás al bodegón de Santiago. Entonces advertí con una especie de horror que quien había estado hablando en el último minuto era yo.
– Callate, chango -me interrumpió Santiago-. Voy a confesarte que este hombre acá es mejor de lo que parece.
Hablo de Bastián. Y larga la cantimplora o te va a pasar lo de anoche. Aunque no lo creas les tengo una especie de cariño, a los dos, pero sobre todo a él, que no es ningún pelotudo como te gustaría pensar. Es algo peor, sí; pero a lo mejor vos también… Capaz que uno de nosotros se muere dentro de un rato y ve que discusión al cuete. Si el negro Bastián y yo hubiéramos sido una sola persona, en este país habría un genio. Somos una tierra de despedazados: mira a Roberto, como dice el doctor Cantilo, mira si Arlt no es un pedazo de algo inmenso, la tajada de un dios. Sí, a lo mejor tiene razón Ignacio y es cierto que nos faltó escuela; pero yo les juro que el día en que aparezca un argentino completo va a dar lo mismo que sea doctor en algo, buzo o criador de chanchos. Esos novelones de Arlt, esas escenas truculentas donde un tipo se clava con un cuchillo la mano a una mesa, o la lame, se trepa a un árbol para ver a la gente desde arriba o mira a una mujer desnuda como si fuera una mosca, igual que en París sólo que antes, ¿cómo se aprende a hacer eso?, ¿dónde se aprende? Déjenme hablar que tengo poco tiempo, dame la cantimplorita, Bastián. Lo que veo es que se van a mamar los dos y después van a querer pelearme a mí; y lo que ustedes deberían hacer es romperse bien el alma a patadas, sin poner ninguna excusa. Hay gente que se mira y se odia, así anda el mundo. Decía que comer caca, lo que se dice caca, aquello desgarrador y atroz que hay en el alma de un desgraciado que hace algo grande o hermoso mientras busca la felicidad y come caca, eso a lo mejor se aprende. Pero dónde se aprende, Ignacio, cómo se aprende. Yo te digo cómo. Metiendo bien metida la cabeza en el agujero del excusado, pero sin dejar que la mierda se te gane en los sesos o en el corazón. Corazón dije, qué hay. O regalándole una oreja a una puta como quien corta una flor. Locura, eso es lo que nos hace falta, o una gran pureza. ¿Sabes por qué somos mediocres, chango? Justamente porque aspiramos a la cordura, al equilibrio. Somos medio roñosos, medio inocentes, medio argentinos, medio borrachos, medio universitarios, medio putos, medio escritores, medio comunistas, medio fracasados. Yo soy un fracasado, lo admito, pero soy un fracasado con grandeza. Todos estos tipos -agregó en voz alta y se puso de pie y algunas caras se dieron vuelta hacia nosotros mientras el ademán del jujeño, ampliándose, parecía abarcar no sólo los claustros y los profesores y las cátedras sino las siluetas que deambulaban entre los jardines, y mucho más allá, entonces tuve un presentimiento y me dio miedo porque el gesto de Santiago ya no tenía nada que ver con sus palabras-, todos estos tipos, chango, aspiran a ser fracasados, pero con sello y firma.