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El jujeño estaba cebando mate.

– Llegate, entra -me dijo-. Bébete otras jodidas yerbas.

– No puedo -contesté-. Me esperan en el Cerro. Lo alcancé a ver, a través de la puerta entornada, mirando la noche por la ventana.

– Lloverán bigornias -murmuró; después levantó la voz-. Van a llover bigornias de punta.

II

Un galope o un desmoronamiento. Y el estallido de la palabra expósito como un mazazo admonitorio aplicado contra una campana neumática sumergida a incalculable profundidad y soportando, conmigo de pasajero, la presión fantástica de millones de atmósferas. Me devolvió a la superficie de las cosas, a Córdoba, a vos, como si me arrancara desde el fondo de un mar. Quedé sentado en la cama. Alguien o algo acababa de abandonar el cuarto y yo tenía la espalda empapada. No había dormido; sin embargo, cuando oí el tumulto y escuché mi nombre fue como despertar. Salté de la cama pensando: Tengo que verla. El saco, sobre la silla, volvía a ser un objeto inofensivo y familiar, o acaso lo del saco fue a la mañana. Y el origen del escándalo, afuera, se redujo a unos ruidos de fratachos, a unas picas, a una sonora máquina de mezclar cemento. Moraleja, pensé. ¿Cuál? Lo pensé un momento después, en la vereda, cuando el albañil me dijo que su cigarrillo era negro. No hay como ver un obrero, en ciertas circunstancias. Tan saludable que me pareció panfletario. Con gorra y todo. Debe descender de vascos: colorado, sonriente y enorme como un bebé de dos pisos; da la impresión de haber hecho una revolución social para él solo. En una mano traía un cigarrillo, en la otra, un balde de mezcla. Iba por la realidad con su balde de mezcla como un nene con la budinerita de la hermana. Yo le había pedido fuego. Tenía mi encendedor en el bolsillo, pero yo le pedí fuego, no pude evitarlo, supongo que se trataba de algo parecido a mi frase sobre la metafísica y la hepatitis, esa mañana con Santiago. Pero estaba visto que hoy me había metido en el mundo por una puerta equivocada, porque él, antes de poner en contacto su cigarrillo con el mío, creyó necesario advertirme simplemente: "Es negro". Crucé la calle con mi propio cigarrillo negro apagado, vi un bar, fui derecho al mostrador y pedí el teléfono. Yo tenía que hablar inmediatamente con vos. Cuando levanté el auricular me di cuenta de que no sabía a qué número llamarte. El barman me miraba. ¿Y ahora? Algo había que hacer con ese teléfono. No todo estaba perdido: yo conocía, por lo menos, el número de mi hotel. Marqué y oí del otro lado un susurro algodonoso. El señor Ripul. Como si un gusano de seda se comunicara conmigo a través de las paredes de su capullo.

– En ese hotel pernocta un escritor. Espósito. Un escritor muy importante. Dígale que lo llama la madre. Rápido, por favor.

– Un momentito -dijo Ripul.

Esperé. Ya había redactado mentalmente un mensaje complicadísimo, destinado a mí mismo, cuando oí que levantaban el auricular, y oí, habiéndome desde allá, mi propia voz.

– Hable -dijo mi voz.

Colgué.

Entonces te vi. Sentada en la penumbra del café ante un vaso que no era daikiri ni calvados ni pernod, vestida totalmente de negro, a mediodía, con el largo pelo sobre la cara, pero sentada ante un gran vaso de leche, rodeada de ningún misterio, en una mesa desde la que se podía vigilar la puerta de entrada a mi hotel, terminando de comer algo que en el mejor de los casos podía ser torta de manzanas y, en el peor, una porción de pizza. En silencio me senté a tu lado.

– No te vi llegar al hotel. -dijiste. Como si la escena frente a El Vesubio nunca hubiera ocurrido. -Casi me voy.

Terminaste de beber tu vaso mientras me mirabas. Cuando bajaras ese vaso te iba a quedar una orla blanca alrededor de los labios. Fue exactamente lo que ocurrió. Ahora se limpia la boca con el dorso de la mano, pensé. Y aún hoy no sé qué era lo más inquietante en vos, si este tipo de comportamiento o aquellas otras zonas de ambigüedad que dejaban transparentar ciertas palabras, ciertas alusiones a un mundo que me era totalmente ajeno. El mundo de Verónica o de Bastián, el mundo amenazante y hostil del Cerro de las Rosas, el mundo de Mariano o el tío Patricio, suponiendo que a Patricio ya lo hubieras nombrado. Sin dejar de mirarme, te limpiaste la boca con el dorso de la mano. Tu boca era grande y sensual, desnuda de pintura. Y la palabra desnuda significa precisamente lo que sentí. Volver a verte era como estar mirándote siempre por primera vez. Como si te pintaras los ojos por la misma razón que mostrabas tu boca tal como era o escondías la cara bajo tu pelo. Lo que yo ignoraba era esa razón, a menos que ciertas cosas carecieran de razón, o significaran todo lo contrario de lo que parecían. Yo había comprobado infinidad de veces que la belleza de la mujer es su escudo. Esas formas o combinaciones de formas que llamamos belleza, las que despiertan el instinto sexual del varón, son las mismas que lo cohiben o paralizan, de ahí que las mujeres hayan venido paseándose más o menos desnudas desde el principio de la creación, o más o menos vestidas, lo que es peor, sin que uno tenga una idea clara del secreto de esa impunidad. Y estaba a punto de encontrar una relación muy compleja entre la inhibición sexual que produce cierto tipo de mujer bella y el origen del placer que provoca la contemplación estética, cuando me di cuenta de que era necesario decir algo.

– Qué comías -pregunté.

– Pastafrola. Dos. Y vas a tener que pagármelas porque no tengo con qué. Ya estaba un poco desesperada. Tuve que pedir la otra para ganar tiempo.

– Y qué pensabas hacer si no me veías.

– No sé. Alguien iba a pasar. De todos modos estás acá, ¿no?

Llamé al mozo y le pedí un café doble. Me miraste. No tuve más remedio que preguntarte si querías algo.

– Bueno -dijiste-. Pastafrola. -El mozo me echó una rápida mirada de complicidad y asombro, como si pensara "¿qué me dice?" o "quién iba a imaginarse una cosa semejante". Era un mozo sensible y chapado a la antigua. Fue hacia el mostrador y vino como si le doliera el corazón. -¿Con quién hablabas? -preguntaste y yo no comprendí-. A quién llamabas por teléfono.

– No es tan fácil de explicar.

Sonreíste y dijiste que intentara. Después tomaste los paquetitos de azúcar de mi plato y, cuidadosamente, comenzaste a desenvolverlos. Parecías absorbida por aquella operación. Satisfecha, echaste uno de los terrones en mi taza. Yo dije que mi intención había sido llamar a tu casa pero que ya tenía el teléfono en la mano cuando recordé que no sabía tu número (movimiento afirmativo de cabeza), lo cual me puso en una situación incómoda ante el señor de la caja registradora (gesto de no entender el problema) porque soy de esas personas enfermizamente tímidas (mirada neutra) que no lo parecen. Nadie pide prestado un teléfono, levanta el tubo y vuelve a colgar sin marcar ningún número. Vos dirías que mucha gente lo hace (afirmación), ya que uno tiene todo el derecho del mundo de arrepentirse, pero justamente mi problema es que no soy como mucha gente (mirada neutra) de modo que cuando tengo un teléfono en la mano y alguien me mira, o hasta si nadie me mira, siento el impulso irrefrenable de hacer algo con él (¿por ejemplo?), metérselo en el culo a la señora de esa mesa que no se pierde palabra de lo que digo (tos en la otra mesa) de modo que llamé al único número de Córdoba que recordaba, el de mi hotel, y pregunté por mí, calculando que me dirían que no estaba y todo volvería a la normalidad.

– El problema es que sí estaba -dije.

La señora de la otra mesa pagó y se fue. Vos, sin mirarme, sostenías en la punta de los dedos uno de los terrones de azúcar.

– En el hotel. Estabas en el hotel. Y… ¿de qué hablaron?

– No hablamos. Me atendió Santiago. Cuando dijo "hola", te vi.

Dejaste caer el terrón en mi tara y abriste el segundo paquete.

– Santiago y vos tienen la voz muy parecida. Es cierto.

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