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Entonces recordé la parte del bastón nudoso. Mirándolo de reojo, me agaché. Busqué a tientas algo de tamaño razonable. Mis dedos tropezaron con una enteca ramita de ligustrina. No me importó.

– Todavía tengo piernas fuertes y me basta con este bastón nudoso -dije.

Lo dije casi desde el suelo, vigilando atentamente su próxima reacción. El astrólogo ni siquiera se detuvo. Yo, decidido a ir hasta el final, mientras buscaba un palo verdadero, una rama o por lo menos un gajo más grande, volví a hablar del verano. El verano que despierta a los abedules y que hasta los pinos sienten. ¿Por qué nosotros íbamos a negar su influjo? Él se había detenido y me observaba. Preguntó si me sentía mal. ¿No? Entonces qué estaba haciendo ahí en cuclillas.

Me levanté, dispuesto a saltarle encima y, acogotándolo, obligarlo a confesar. El problema era, confesar qué. Entonces, con increíble desfachatez, él murmuró que respecto de la primavera, no del verano sino de la primavera, recalcó, debía decirme que no experimentaba su influjo en lo más mínimo. Se rio.

– Tengo el invierno en el cuerpo -dijo. Tropezó en la oscuridad y volvió a reír. Me tomó del brazo.

– Uno está expuesto a romperse la cabeza contra un árbol, hijo mío. Menos mal que ahí viene alguien con un farol. A ése lo conozco bien. -Se oyó un bufido, una tos estrepitosa y algo que parecían palabras. El profesor Urba me guiñó un ojo. -El jodido quiere imitar a los hombres.

Momento en que apareció entre los árboles el padre Cherubini y dijo que aguaitaba, en obsequio nostro, poder asujetar la sua flammigera et mutabile naturaleza angélica. Onduló su formidable corpachón de un lado a otro, agitó el farolito y lanzó una carcajada capaz de deshojar un bosque. Agregó que, para la ocasión, era una especie de Fuego Fatuo, aunque sus palabras fueron ego sonno un variedat macho de la Fata Morgana, pareció repentinamente indeciso por algo, preguntó ¿dije bien? y siguió hablando con el astrólogo mientras Espósito comprendía que nada de eso estaba sucediendo, porque lo que había comenzado a suceder era la llegada al Cerro, estos árboles súbitamente reales, la amenazadora silueta de un hombre en una de las ventanas de la casa, un hombre maduro, alto, que incluso a esa distancia parecía irradiar su ominosa presencia sobre el parque, y Esteban volvió a sentir algo que ya había sentido en el ómnibus, como un cambio de perspectiva o desplazamiento, se vio a sí mismo, caminando a solas, pero también se vio entre el profesor Urba y el padre Custodio quien ahora decía haber decidido venir il mesmo pa sacarlo de la smarrita senda antes que il nostro dottore infernale lo llevara pal fondo et lo putrefalenciara, si es que en realidad lo decía, porque lo que sí oyó Esteban fue la voz que cantaba una zamba, un relincho, un trueno, un ladrido, y vio cosas que sólo podrían describirse por la negativa, árboles sin nombres grabados a cortapluma en su corteza, reflejos de agua sin nunca más camalotes ni islas resplandecientes en la otra orilla, terebintos y robles para siempre sin plazas en un barrio de Buenos Aires, un mundo a punto de saltar en pedazos sin nunca más el país de Jauja. Lo cual, ahijadito, no es ninguna consideración estupenda pero, intervino el astrólogo, se acerca bastante a la verdad. Y para el caso también sirven alegorías con incendios de naves, voladuras de puentes, saltos al vacío o baúles que se abandonan en un naufragio. Porque tu signo es ése, y el signo de nuestro tiempo es ése, al carajo con el iluminado mundo moderno y al carajo con el joven iluminado y antiguo, estamos al borde del milenio, en la peligrosa cornisa de la nada, sobre la cuerda floja del infierno, y yo te garanto que sobrevivir en este clima será como volar un puente, quemar un barco, abandonar las valijas, saltar a ciegas. Como dinamitarse el alma y ver qué armamos con los pedazos dispersos, si es que queda algún pedazo, y todo un poco rápido, antes que el buen planeta viejo de Santiago pegue toda la vuelta y se encuentre mirándose la nuca y nos sorprendan la noche primitiva, el hacha venidera de sílex y la caverna junto al pantano, así que afinadito si podemos, o si no a lo que salga. Ningún hombre supo nunca si estaría vivo en el próximo minuto, lo que ya era bastante duro de tragar, hoy ni siquiera sabemos si el mundo va a durar una semana, ¿qué puede hacerse, en un caso así? Apechugar et dentrar pa adentro!, dijo el padre Cherubini, mientras los tres subían la escalinata de la casa.

CUARTA PARTE. LA NOCHE DE WALPURGIS

I

– esto es la argentina, gorda querida. South América, gran vaca austral del Universo. La guerra atómica no existe. Estados Unidos, Europa no existen. El comunismo, la bomba, Gagarin, los maremotos o la teoría de la Relatividad, ¿te fijaste?, siempre les pasan a los otros.

El que acaba de hablar es Lalo. Lalo Ocampo, cazador de búfalos. Ella se llama Austen, o Austin. Es enorme. Vasta y oscilante se ensancha hacia arriba (piernas cortas, torneaditas), lo cual le da un vago aspecto de globo Montgolfier.

– No soporto que hables con frivolidad de esas cosas -dice la gorda-. Da la impresión de que ni leíste los diarios de la noche.

Espósito se pregunta qué dirán los diarios esta noche y se sirve un whisky. Esteban Espósito. Veintisiete o veintiocho años. Visto desde arriba tiene una especie de tonsura en la coronilla. Si no se apura a morirse va a ser calvo. Traje azul. Corbata floja. Visto de atrás, una arruga oblicua le cruza el saco. Tiene el tipo de los que se tiran vestidos en la cama y miran el cielo raso y piensan porquerías. Dan ganas de decirle qué desprolijo es usted. Cara de no querer mucho a nadie. De perfil parece un gavilán buscando pajaritos. Dan ganas de decirle qué jodido es usted. A veces sonríe, sin mucha conexión con la realidad circundante. Salió de Buenos Aires hace tres días y anoche llegó a Córdoba. Hizo una escala en Rosario. Nunca recordará bien esa parte del viaje. Nunca recuerda bien nada.

– Leer los qué, ¿los diarios? -dice Lalo-. No, gorda. Cada fin de año miro el número especial de La Gaceta de Tucumán y me entero, con orden, de todo lo que pasó en el país. Cada veinte, compro un libro de historia. Fijate cómo será que en el 46 no me tocaba y vine a enterarme de la caída de Berlín el año pasado. Cuando salí a la calle a festejarlo, íbamos por el milagro alemán. No se puede estar al día.

La gorda parece desconsolada. Guerri se ríe. Guerri es un personaje misterioso. ¿Qué estará haciendo en esta casa? Espósito, algo distante junto a su whisky, cree recordar que Verónica se lo presentó esa tarde, pero no se llamaba Guerri. La gorda lo tiene acorralado contra un extraño artefacto de bronce, una de esas estatuas ovoidales con un rajo o canaleta en el centro. Esculturas que suelen llamarse Maternidad o La Espera. De algún sitio, llegan los compases de uno de los concerti alia rústica de Vivaldi. La gorda separa las capas de miga de un sandwich y con ecuanimidad examina su contenido. Aprueba. Y ahora lo enrolla, Dios mío, ahora lo enrolla y se lo introduce lentamente en la boca.

– Ay -dice Lalo.

Los redondos ojos celestes, candorosos y desconcertados de la gorda. Esa irresistible dulzura de nena gigante que sólo se les ha concedido a las gordas.

– Qué -dice-. Qué te pasa.

– Tuve una alucinación -dice Lalo.

La gorda traga con delicadeza de buchón.

– Vos lo tomas todo a risa. Pero supongamos, es un suponer. Supongamos que ese muchacho, cómo se llama. El de Cuba.

– Fidel Castro -dice Lalo.

– Ése. Supongamos que se niega a retirar los misiles y que los norteamericanos invaden todo.

Guerri vuelve a reírse. El segundo whisky de Espósito disipa las nieblas del primero: Guerri viene de La Habana. Estuvo en Sierra Maestra. Lo llaman Guerri como podrían llamarlo Revo.

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