No volvió a sentarse.
Bastián había recuperado su sonrisa irónica. Apoyaba el mentón sobre el dorso de los dedos en una actitud contraída, fetal. Su mano me recordó vagamente la pata de una gallina a la que se le han cortado los tendones.
– Y vos, qué sos -me dijo.
Me levanté. Verónica, de allá lejos, nos hacía señas con la mano.
– Dentro de cien años volvé -dije yo-. Alguno, ahí adentro, te lo va a explicar.
Bastián seguía sentado. Me miraba torciendo la cara. Santiago le puso entre las manos la cantimplorita y fue hacia la puerta. Bastián no hizo un gesto. Sin dejar de mirarme, dijo:
– Sos un personaje muy desagradable, sabes.
– Sí. Vos también. La mayoría de nosotros.
– Y tenés un miedo bárbaro, vos sí que le tenés un miedo bárbaro al fracaso.
– Conmigo acertás siempre. Sólo que yo le llamo ganas de justificar la vida.
Santiago estaba saliendo. Bastián se rió.
– Anótalo, jujeño. Dice frases para la historia. Se puso de pie y fue hacia el mostrador. Me daba la espalda. Lo llamé despacio.
– Bastián.
Se dio vuelta a medias, sin mover el cuerpo; girando sólo la cabeza. El jujeño había salido. Estábamos solos.
– Qué.
– Para qué todo esto.
Volvió a darme la espalda, después me miró de frente.
– Ándate a la puta que te parió -dijo.
XII
Sentado, alrededor de mediodía, en un café de calle San Jerónimo, esperando verte pasar. No hay ninguna razón para que pases por allí, pero tampoco hay ninguna razón para que no pases. Enfrente, una alta puerta devastada, hundida en la pared entre contrafuertes dobles y medias columnas rematadas en lo que alguna vez fue un gran penacho elevado sobre el ático, intenta, desde hace un buen rato, parecerse a otra, vista por mí desde una ventana de café como ésta. La imagen se hizo casi sonora; revoloteó un segundo a mi alrededor y estuvo a punto de atraparme con su red de música trivial, de altoparlante fragoroso sobre una calle arbolada de plátanos. Una calle que desembocaba en una plaza.
Entonces te vi. Llamé al mozo, pagué y crucé casi corriendo.
Te diste vuelta con demasiada naturalidad.
– Hola -dijiste-. Te hacía rodeado de señoras.
De cerca, la puerta diluyó su ambigua amenaza de sirena. Sin embargo, aquello había estado ahí y acaso aún estaba, acechándome, y supe que al correr hacia vos lo hacía también en otra dirección, pero, ¿en qué dirección?
– Por qué no estabas.
– ¿Dónde?
– Cómo dónde. -Era un disparate, con el mismo derecho podría haber atajado al primer obispo que pasara por la calle, recriminándole que esa mañana no hubiese viajado a Marte. -No será en Marte -dije.
– No estaba porque no fui. -Me mirabas, sonriendo. -¿Había que ir?
Mejor me callaba. Doblamos por Ituzaingó, hacia el norte. Sé que era el norte porque tengo un mapa de la ciudad sobre la mesa. Caminamos en silencio una cuadra. En la esquina, doblamos a la izquierda. Vi una pequeña terraza salediza rodeada por una baranda de hierro forjado y, en el centro, un mirador.
– La casa del marqués -dijiste.
Me hubiera gustado saber quién era el marqués. Caminamos otra cuadra y llegamos a la esquina de la plaza San Martín. Sin decir una palabra, señalaste una casa colonial de la vereda de enfrente. Sólo quedaban el gran balcón y la desolación de la portada; lo demás había que imaginarlo, o quizá soñarlo, pero era de una belleza angustiosa. Y, sin embargo, no es la casa del balcón lo que me estás mostrando. No es la casa sino lo que han hecho con ella. Un negocio de souvenirs, suponiendo que ésa sea la palabra adecuada. Un cambalache. Entonces creí comprender algo: me habías llevado allí para que lo viera. Tu gesto en silencio, al mostrármelo, era como un puente entre la noche anterior y este encuentro. La casa del marqués, eso también había sido un puente. Una broma a costa mía, pero al fin de cuentas conmigo. Y el obispo o la marquesa desconocidos no reaccionan así cuando el energúmeno les pregunta por qué no han viajado a Marte, lástima que ahora se hacía cada vez más difícil iniciar un diálogo razonable y el silencio amenazaba separarnos con la consistencia de un vidrio blindado.
Cruzamos hacia el negocio. Visto de cerca, aquello no era simplemente feo: era casi malvado. Ponchitos. Mates con virolas de plata. Rebenques liliputienses con la inscripción recuerdo de córdoba en la lonja. Una basílica con un tintero en el atrio, en forma de aljibe, al que no hacía falta llenar con tinta pues se trataba de una doble ilusión: era el mero sostén o receptáculo de un bolígrafo forrado en cáñamo de la India. Varios modelos de la difunta Correa para turistas que no pudieran viajar más hacia el poniente; diversas aves y felinos momificados, bolas de cristal dentro de las que se desataban ínfimas tormentas de nieve, sólo que no se desataban sobre una casita del Tirol, sino sobre el general Paz al cruzar Colonia Abrojo; radios a pila, hábilmente ornamentadas para que parecieran loros. Un pie. Un considerable pie izquierdo de terracota con una ranurita en el empeine y el lema la pata llama a la plata. Y, sobre un terciopelo púrpura, una colección que no entendí del todo: un anillo sin piedra, una flor de jade, y un ojo de vidrio que, según informaba una tarjeta amarillenta, perteneció a la ilustre familia Rivarola.
– Adonde ibas -pregunté.
– A almorzar -dijiste-. Me están esperando.
Te miré.
Agregaste:
– En casa. La sospecha de un segundo atrás se transformó en una certeza absoluta. ¿Por qué se te ocurría que una cosa tan natural necesitara explicaciones? ¿Qué derecho tenía yo? Nuestro encuentro ya ni siquiera me pareció una casualidad. Yo había estado esperando verte pasar por ese café de la calle San Jerónimo, y no por cualquier otro, lo que tal vez significa que algo me llevó a elegirlo: un comentario de la noche anterior, una palabra, un ademán inconsciente mientras caminábamos hacia el teatro o a la salida del teatro, algo que vos podías recordar y te hizo buscarme. Pero aunque todo este razonamiento fuera una locura, ya que tu ausencia de la Ciudad Universitaria era una prueba algo sólida contra la hipótesis de esa búsqueda, siempre quedaba la casa del marqués, tu gesto de silenciosa complicidad al mostrarme la vidriera de este cambalache. Vidriera en la que ahora estoy viendo algo indescriptible. Una catacumba. Una catacumba de cartón pintado en la que unos soldados romanos de yeso flagelan y martirizan a un hombre casi desnudo. Del techo, suspendido por un hilo demasiado delgado, baja, volando, un ángel que trae una espada rutilante en la mano derecha. Ese hilo está a punto de cortarse. Claro que, si se cortara, el universo entero podría estar contrayéndose, simultánea y catastróficamente, con todos nosotros dentro. La resistencia de un hilo no es proporcional a su sección. El hilo se cortó y el ángel se descabezó contra el piso de la catacumba, y San Esteban, ya que el flagelado no era otro, quedó a merced de esas bestias, ante la mirada hipnótica del ojo de los Rivarola.
– Mejor crucemos -dije.
Vos, ajena al ángel caído, al ojo, al corte de un hilo que era quizá la prueba de que los mundos se estaban precipitando por fin unos sobre otros, volviste a decir que te esperaban en tu casa.
– En serio -dijiste. ¿Por qué decías en serio?
– Porque me están esperando.
Sí, de acuerdo, pero yo no te preguntaba eso.
Sonreías.
– No entiendo la sutileza -dijiste con tranquilidad. Es casi mediodía, va a llover y además tengo hambre. No razono con astucia cuando tengo hambre.
Las mujeres siempre tienen hambre, pensé. Eso debe significar algo.
– Lo que te pregunto -dije- es quién insinuó que podía no ser cierto. Ya no sonreías.
– Sí, supongo que sí -dijiste-. Quiero irme -agregaste, con injustificada rapidez-. Es tarde.