TERCERA PARTE. RITO DE PASAJE
I
al cerro. Mi voz mientras subo al ómnibus. Al Cerro de las Rosas. Mi voz como si fuera de otro. O la voz de Esteban Espósito como si fuera la mía. Ya da lo mismo. Lo que no debería ser contado de ninguna manera puede contarse por fin de cualquier manera. Espósito le da sus últimos cincuenta pesos al guarda y sin recoger el boleto o esperar el vuelto se sienta en la oscuridad. El astrólogo también está en el ómnibus. Viaja conmigo al Cerro. Conmigo o con nosotros. O Esteban con ellos. El guarda está mirando con gesto ambiguo. Mezcla de conmiseración y asco que inspira en la gente normal la gente enferma. Hay una cofradía de la salud. La especie se defiende de los tipos como Espósito, y hace lo justo, no son confiables. Debo de tener fiebre. Los ojos me arden y estoy tan cansado que si el guarda no me trae el vuelto no se lo pido. Desnudo vine al mundo y, por lo menos hasta hoy, me las arreglé bastante bien para seguir vivo. ¡ La Luna! Rodando vertiginosamente sobre las casas, luna loca, luna muchacha purísima desnuda desvelada novia de los campanarios. El burrito de Belén está en la Luna, lleva al Niño y a María huyendo del rey Herodes. Todo eso, Esteban, se ve en la Luna si uno mira con atención y sobre todo si es un buen nene y toma toda la nutritiva sopa de cereales. El Universo es horrible, madre mía que me obligas a tomar toda la asquerosa cucharada de Quaker Oats, no ves mujer sin alma mis transparentes lágrimas como platos cayendo sobre el plato. Soy un niño apenas. Para dejar de serlo glup. Toma y daca. Para ser grande y fornido, glup. Coma caca. Para dejar de ser niño y venir grande y ver cosas entre los astros. Siempre lo mismo. Dejar y. O esto o lo otro. Estoy podrido de este pueblo, harto hasta la agonía del hermoso río de San Pedro y de sus atardeceres volcados a paladas sobre la arena y del campanario de la iglesia del Socorro. Único en el mundo, creo. Único campanario del mundo levantado en la parte de atrás de un templo. Como mirando el río. Todo en este pueblo mira hacia el río. La estatua de Fray Cayetano Rodríguez mira al río. Tus ojos, esta tarde, miran mirando el río. Hay que irse. Expulsarse a sí mismo de los paraísos de la infancia o el tiempo nos transforma en árbol, en agua, en atardecer, en piedra de la memoria. ¿Cuándo lo decidiste? Ayer a la siesta, en casa. Cuando te vi entre los árboles comiendo una naranja. Glup. Cara o ceca. Siempre.
Caca seca.
Ya sabía. Él. En mi ómnibus camino del Cerro de las Rosas.
No, ahijadito. Nada de él. No a mí. No en este fatídico ómnibus a oscuras. Con confianza o nada. Estamos en la República Argentina de los años 60. Nada de cortesías. Ni siquiera en esta ciudad, ni siquiera en Córdoba de la Nueva Andalucía, viejo reducto español con su Universidad trisecular, su colegio de Monserrat y una iglesia católica en cada esquina. Bien mirado, nuestro encuentro tenía que ser aquí. ¿Dónde, si no? En este preciso instante nuestro Leviatán rueda sobre subterráneas catacumbas más o menos medievales donde se enterraba viva a la gente y hay calabozos con máquinas de tortura. Me siento como en casa.
Natural. Porque si él existe, existe Dios.
A lo que respondo puaj. Lógica de seminarista frustrado. Nuestro pequeño Santo Tomás stalinista apela al árbol de oro de la dialéctica. Su casuística ladina pone con cuidado un pie delante del otro, consecuencia de andar enredándose todavía en la sotana. ¡Sí Dios existe! Según eso, bastaría con el sistema del origen del Universo de Laplace para disiparme a mí. El hombre moderno puede prescindir de la idea de Dios y, en consecuencia, el Buen Dios no existe. Ni tampoco yo. Que es, taimadamente, lo que se quería demostrar. ¡Pentalfa! ¡Pentalfa! ¡Huyamos!… Ya hace rato que Dios no tiene nada que ver con la Teología clásica, ni yo tampoco. Algo existe; yo existo. Existen los ardientes bebedizos que dan lumbre, los territorios febriles para un inexorable Esteban con antorcha. Lo demás será revelado a su tiempo.
Vade retro.
Déjate de payasadas, vaderretro. Esta operación se discute a ras del suelo; por ahora, al menos. Ni pentalfas ni caballeros de la Orden de Malta frotándome en la nariz la empuñadura en cruz de su espada. Somos personas cultas y alegres. Y antes que nada somos argentinos. De ahí que, históricamente hablando, sea requisito impostergable llenar antes alguna formalidad.
Antes de qué.
No seas sagaz. El qué es consecuencia de la formalidad que está antes. Y sin la cual, no. Formalidad que consiste paradojalmente en perderla.
Al alma.
A la formalidad. Perder la formalidad y el recato, la peineta, el pudor. Anche la cabeza, llegado el caso. Pero sobre todo perder la formalidad. Y, como habíamos convenido, tutearme. Tutearme de vos.
Yo todavía no convine nada.
¿Todavía? ¿Todavía no? Carambadigo. Todavía no, en este caso, significa nada menos que: dame tiempo para pensarlo. Es decir, una pisada en falso. Femenina, por añadidura. Todavía no, significa: después sí. Delata una apetencia y supone un compromiso. ¿Catas? ¿Captas? Según eso, vos me estarías prometiendo algo. Seduciéndome, tentándome a mí. Lo que en cierto modo es una originalidad… Pero todas las palabras que pronuncies ante este tribunal, etcétera. Por no mencionar que también supone lo que aún no hemos empezado a discutir: mi existencia. Y está escrito que en medio del silencio se oyó una risa sarcástica, y el Espíritu, inclinándose, prometió sumisión.
– Su vuelto, señor.
– Eh, cómo.
– Su vuelto -dice en la oscuridad la voz del guarda, inclinado junto al asiento-. El vuelto del pasaje.
Lo que sobresalta a Espósito es la palabra "señor". La oye como si fuera la primera vez en su vida. Y quizá lo es. O acaso se trata del tono, como si el guarda hubiera hablado en un semitono deliberadamente disonante. Tengo la certeza de que el día anterior, o incluso esa misma mañana, ese hombre habría dicho: "Su vuelto, joven".
– Perdón -dice Espósito.
Después, como el guarda se ha quedado mirándolo, comprende que debe dar las gracias. Las da. Y agrega sonriendo que tenga la amabilidad de avisarle cuando lleguen al Cerro. Un cruce de calle que yo olvidaré con el tiempo y desde el cual se ve, nomás al bajar, la iluminada quinta de Verónica adonde ahora necesito llegar rápidamente porque de pronto sentí que Graciela me está esperando, inerme, en medio de grandes peligros, a merced de alguien llamado Patricio, a merced de la mirada de Mariano a quien no hay más que verle la cara para comprender que es capaz de proponerle cualquier burrada, y yo también soy capaz, proponerle que se venga conmigo a Buenos Aires, que me espere, que nos ahorquemos juntos esta misma noche, mientras el guarda asiente cortésmente con la cabeza y me vuelve la espalda, circunstancia que aprovecho para clavarle la mirada en la nuca, justo donde termina la gorra, y concentrar toda mi atención allí, casi con ferocidad. El guarda se detiene, se da vuelta y me observa. ¿Cómo es posible que den resultado estas pavadas? Será que me vio cara de extraviado y lo impresioné. Esteban elige la segunda hipótesis y mira por la ventanilla. ¿Qué ve? Mi antigua cara, transparente; el fantasma de mi cara en primer plano y detrás las casas, los árboles, las luces del Automóvil Club Argentino que en realidad son un reflejo porque están a su espalda, y, a espaldas del fantasma del vidrio, yuxtapuesta a sus ojos, a las luces, a un balcón colonial y en ángulo recto al ómnibus que ahora dobla por Humberto Primo, la sombra poderosa de un bosque. Una plaza. Seguramente con una estatua ecuestre en honor del manco Paz, boleado inmortal, puesto que por su calle veníamos, plaza no vi ninguna y, no siendo ésta, el monumento se lo habrán hecho en el agua porque o me desorienté o más allá está el río. Y la palabra voland, súbita. Un cartel con la palabra voland. ¡Fasschaff! Iluminándose. Esteban trata de olvidar que el señor Voland es el apodo de alguien, ji, ji, despejad que aquí vuelve el ominoso señor Voland. Despejad, amable canalla, despejad. La luz de un automóvil que avanza en dirección contraria al ómnibus da de lleno sobre el cartel de Elixir Voland, lo cual será una casualidad, ahijadito, pero por dónde diablos andábamos, dice y se ríe en medio del silencio, promete sumisión y, por lo tanto, está aquí, en el ómnibus.