Plop, plop.
Le has pasado un dedo por la rodilla al amante titánico de la Eva culona. Como dejar un mensaje invisible en un código secreto escrito para nadie.
Plop.
XIX
Otra vez la espadaña de las Teresas, el Monserrat, las putas frente al Seminario Mayor y el volcán en erupción, el corazón de Nápoles en el centro de Córdoba. Señalaste el cielo y yo dije que sí, la tormenta, pero resultó que me estabas señalando una estrella, la única que podía verse en todo el cielo, ínfima entre los nubarrones. Caminábamos hacia el centro de la ciudad y ya había anochecido. Dijiste que esa estrella debía tener un nombre. O un número, dije yo. Vos dijiste que si podía verse entre tanto nubarrón tenía que ser una estrella importante, una estrella con nombre. Algo hermoso como Aldebarán o Ave del Paraíso. Yo dije que Ave del Paraíso es una constelación, no una estrella, y que debía de estar más bien a nuestra espalda, invisible no sólo a causa de los nubarrones sino de unos cuantos edificios, demasiado modernos para mi gusto, y que para ver Aldebarán este mes ibas a tener que viajar a Europa. "Tal vez vuelva a hacerlo", dijiste en voz baja, y yo me pregunté qué me pasaba y en qué momento del trayecto entre el puente y esta calle había comenzado a detestarte. Un humor malsano, aparentemente sin causa pero tejido de innumerables babas sombrías, me rodeaba el cuerpo como una tenue malla eléctrica. El sueño, tal vez, o la irresolución de la hora, su ambigüedad entre el crepúsculo sin color y la noche que no llegaba nunca. Cuando se desencadenara la tormenta, pensé mientras cruzábamos una galería comercial, mi cabeza iba a hacer pararrayos. Demasiado vidrio, pensé. Eso es lo que pasa. Hay demasiado vidrio en Córdoba. Tanta fragilidad junto a la solidez de esas piedras es una combinación maligna. Una metáfora casi demasiado obvia. Lo pensé y me oí riendo por lo bajo, pero desagradablemente, con una risita seca y sin alegría. Vos, sin mirarme, murmuraste que también estabas contenta, que yo te hacía bien. Salimos. Enfrente otra galería, a medio construir. Dos tablones cruz condenaban la boca de salida. próximamente: trattoria el calamar. Una disonancia como para helarle la sangre a Patrick Geddes. Otro de esos adefesios que, como un morbo subcutáneo, se enquistan dentro de la ciudad en galerías que la recorren como venas y amenazan barrenarla hasta que se venga al suelo, mientras la van plagando secretamente con su infección de alfajores, calzones, televisores, ollas a presión, perfumes y grasientas jaleas de rejuvenecimiento para hembras espantosas que, huyendo de las calles por esos túneles de ratas, desembocan por fin en una iglesia y van a oír misa ante un altar de cedro paraguayo bajo una bóveda labrada que encegueció a un tallista hace trescientos años. Lo dije y me miraste con curiosidad. Y dije que uno de estos días iba a aparecer un bidet en el pulpito de San Roque o en el sagrario de la Capilla Doméstica, un bidet floreado, y los chicos serían bautizados en palanganas de plástico. Y que no alcanzaba a comprender por qué curiosa razón los cordobeses (ustedes, dije) se enorgullecían de tener en porcentaje más galerías comerciales que Buenos Aires. Cuál era el mérito, por favor. Vos me mirabas en silencio con La misma expresión de la noche anterior, en la Cañada, o de esa misma mañana cuando dijiste que tenías hambre. Yo agregué que este dato, el de las galerías y el vidrio, sumado al de la contienda entre rosarinos y cordobeses por ser la segunda ciudad del país, explicaba muchas más cosas de la Argentina y del famoso ser nacional que todo lo hablado en la Universidad hacía unas horas. Lo mismo que los cartelitos del teatro Arlequín, anoche. La segunda ciudad de la República, qué quiere decir eso. Yo no veía cómo nadie normal puede disputar el segundo puesto de algo. La segunda ciudad. Viene a ser, en esencia, enorgullecerse de no haber llegado primero. Te miré. No cambiaste de expresión. Dijiste algo inverosímil; dijiste: "Si querés molestarme, estás aviado." Y te reías. Creo que perdí el mal humor pensando en la palabra aviado y en que eras una actriz genial o realmente no entendías en absoluto a qué venía todo esto de ser o no el primero, el único, suponiendo que yo mismo lo supiera. Su inocencia es legítima, pensé. Su inocencia es legítima como su alegría, o finge con tanta convicción que casi da lo mismo. Misterio o matiz que pensaba develar esa misma noche en la quinta, a menos que fueras realmente una actriz genial. De cualquier modo en ese momento perdí el malhumor y, en la galería de enfrente, me pareció ver a Santiago.
Había entrado por el otro extremo de la calle en dirección a esta puerta, a la puerta condenada. Caminaba hacia nosotros, pero sin vernos. Con las manos en los bolsillos del saco, mirando el suelo. Sin reparar siquiera en que de ese lado no había salida.
– El poeta -dijiste-. Tu amigo.
– No es mi amigo -dije.
Y no pude dejar de pensar dos o tres cosas, pero fue como el último esfuerzo de una llama antes de extinguirse. Una voluntad perversa que no quería abandonarme tan pronto. Era casi imposible reconocer al jujeño a esa hora y a semejante distancia, a menos que antes te hubiera llamado la atención su mera presencia, y me molestó aunque desganadamente, que ver a un hombre te llamara la atención porque sí nomás, o que el jujeño pudiera interesarte tanto como para reconocerlo a cien metros.
– Tengo que ir a cambiarme para la noche -dijiste. Ignoro por qué no propuse acompañarte hasta tu casa. Tampoco sé por qué no me lo pediste.
– Si puedo te llamo al hotel y vamos juntos a la quinta -dijiste después.
Con naturalidad me besaste. Antes de llegar a la esquina diste vuelta la cabeza y me saludaste con la mano. Es mi último recuerdo tuyo en la ciudad.
Lo que sucedió entonces no es fácil de escribir. Quizá porque cuarenta o cincuenta minutos más tarde, al apuntarlo en mi libreta mientras esperaba en el hotel tu llamada o la hora de ir al Cerro, los pasos de Santiago, en la habitación vecina, se superponían a otros pasos, también de Santiago pero resonando en la soledad de la galería. A unos metros de la salida se detuvo, sin verme. Con gesto divertido miró las tablas en cruz, un gesto entre perplejo y resignado que en un primer momento me pareció dirigido a mí. Luego se dio vuelta y, dándome la espalda, se quedó apoyado en una de las columnas, como si algo que estaba fuera de mi vista le hubiera llamado la atención. Y de pronto una musiquita estrafalaria y repentina invadió la galería. El jujeño acababa de echar una moneda en la más cercana de las Máquinas que Cantan. Una de esas máquinas que tienen, detrás de un vidrio, un pequeño escenario como de marionetas, con palmeras y cocoteros, que se ilumina al caer la moneda y donde una frenética orquesta de monos, patos o muñecos multicolores y horrendos, ejecuta cualquier melodía de moda. Era casi inquietante verlo, parado ahí, frente a la extraordinaria orquesta de muñecos, mirándola con absoluta seriedad. Entonces ya no quise que me viera. En parte por pudor, porque temía avergonzarlo, en parte porque nadie tiene derecho a violar impunemente la intimidad de un hombre que se imagina a solas, ya que hay en esa soledad algo poco menos que sagrado y tan intransferible, tan frágil, que toda mirada ajena es como una profanación. Me sentía como un intruso oculto en un santuario, espiando, con hereje incredulidad, al oficiante de un rito enigmático, oscuramente sobrecogedor pero al mismo tiempo absurdo, casi cómico. De chico, en ocasiones como ésta, no podía dejar de imaginarme la espantosa diversión de Dios. Cuando terminó la musiquita, Santiago, con toda tranquilidad, metió otra moneda en la ranura y se alejó, dejando a la desaforada orquesta en plena ejecución. Preví su próximo movimiento. Ya no me asombró que al pasar frente a otro de los cachivaches hiciera lo mismo; puso una moneda y lo dejó andando. Siete u ocho máquinas hay en esa galería; cuando el jujeño salió de allí, todas -excepto una- interpretaban en frenético contrapunto un concierto caótico e infantil que era una celebración y una despedida. Yo me había ido acercando fascinado hacia las tablas en cruz y me quedé allí, inmóvil y atemorizado por una idea que, al llegar el jujeño a la última máquina, se concretó brutalmente: nadie anda con tantas monedas de un peso encima. En efecto, allá en el otro extremo de la galería, Santiago buscó inútilmente en los bolsillos y se encogió de hombros. La última orquesta no acompañó sus pasos; y yo sentí que eso necesariamente tenía que sucederle a él. De todos modos, algo hermoso y terrible ocurrió en aquella galería, algo que apenas se puede explicar describiendo con palabras la delgada silueta del jujeño que se aleja de mí bajo la gran bóveda cenicienta envuelto en su música ridícula, algo que Santiago acababa de realizar para sí mismo, como quien da con la forma de su propio milagro. Como si a su modo el jujeño fuera el autor del fragmento de una música que, también a su modo, ejecutaban acá abajo esos monos y esos patos y esos muñecos espantosos, mientras él, con las manos en los bolsillos del saco, se perdía por el lejano extremo del túnel y entraba para siempre en la noche, escuchando vaya a saber qué, envuelto en la festiva fealdad de ese tumulto, nimbado de una extraña grandeza.