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– Ves lo que yo veo -dijo.

– Sí, es como los Jardines Colgantes de Babilonia -dijo Lalo al pasar.

– Deja de buscar cosas en los bolsillos -dijo Graciela.

Durante toda aquella experiencia óptica, Esteban, en efecto, había estado buscando una cápsula de Dexamil. Andaba suelta por algún bolsillo. Se le había caído del frasco esa tarde. Lo recordaba perfectamente.

– Para qué tomas esas porquerías.

– Para despertarme -dijo Esteban.

La encontró por fin. La tomó con whisky.

– Tomate un caldillo -dijo Santiago. Eran las tres de la tarde y estábamos los tres en el café frente al hotel. Santiago guardó en su carpeta negra la noticia que acababa de recortar del diario y tiró el diario debajo de la mesa.

– Dame eso -dijiste, en alguna parte.

Te di el frasco, en el bar. Antes, al destaparlo en el bolsillo, una de las cápsulas se me escurrió entre los dedos.

– Un buen caldillo con pimienta -dijo Santiago-. Y medio litro de vino de Mendoza, que da sueño. Te despenas con otro caldillo, que da sed. Y otro medio litro. Y así, sine termino. Una especie de carrera de Aquiles y la tortuga a la criolla.

Vos seguías observándome.

– Deja de mirarme de esa manera. Estos paraísos artificiales son puro talco.

– Deberías dormir -dijiste. Te habías puesto de pie. -Tengo que hablar por teléfono a casa.

Dormir, eras increíble. Iba a preguntarte si no te dabas cuenta de lo que significaba para nosotros perder una hora o siquiera diez minutos en algo tan insensato como dormir, cuando, sorpresivamente, el jujeño (o algo, o alguien) se puso a hablar conmigo en esa mesa. Sonreía como si estuviera contando una historia de hadas y, como desde lejos, como si en su voz se abriera paso la voz distante de otro, decía que la imposibilidad espiritual de soportar la materialidad de la existencia es uno de los factores que deben tenerse en cuenta como fuente de locura en numerosos artistas y poetas, pero, dijo o pareció decir al mismo tiempo que se tomaba de un trago la ginebra y le hacía señas al mozo para que le trajera otra, pero no el único factor. Junto a esa fuente brotan otras. Y acá entran, con permiso, el alcohol y los tóxicos. Gracias, mozo. Buscar deliberadamente en las sensaciones lo que tienen de extraño, de dudoso, de equívoco, de ambiguo, cortejar las pesadillas, sacarse los pantalones de lo real y, a falta de lo que Natura non dio, enterrarse hasta las negras verijas en los pantanos del sueño, he ahí el jardín del infierno de muchas naturalezas purísimas. No hay sueños impunes. Y mucho menos si se sueñan cuando estamos despiertos. En esos parques ilusorios no sólo crecen flores, sino plantas anómalas, yerbas parasitarias y venenosas; en esas arboledas se oyen no sólo ruiseñores, sino desafinaciones repugnantes. Trataré de ser claro. Otra igual, mozo. Toda sustancia, mejor deje la botella, toda sustancia artificial que ejerce una acción electiva sobre los centros nerviosos superiores, simula arcoíris de felicidad, pájaros de fuego, mermeladas de inteligencia, siempre hay una primavera inicial en la que la Mariposa o, con perdón de la palabra, el alma, lejos de deambular andrajosa y derrengada, está como borracha de alegría y forrada de divinidad, pero se sabe que a la larga los Castigos son inexorables. Algo acabará por romper un día el frágil salterio de Israfel, que no está en el corazón, como decía el hermano Poe, sino en la cabeza. Ahondemos un poco el problema, mientras Oribe habla en voz baja por teléfono; dicho sea de paso, qué manera de telefonear la de esa chica. La inspiración a secas, la vieja inspiración sin culpa y en estado puro, el salterio intacto sin aleación de la menor cápsula o botellón ajenos a su naturaleza inocente, qué es en sí misma, qué es sino el resultado de una inhibición o estupor de la parte racional de la Mariposa. Las tropillas de imágenes desaforadas, la hiperlucidez, el caos fulgurante de las ideas en el que parece imposible introducir una pausa, qué son, qué fueron nunca sino una forma de parálisis: parálisis del elemento superior o yegua madrina, parálisis de la conciencia vigilante y serena que juzga, corrige, sosiega, y que, cuando anda bien del hígado, escoge los materiales más nobles de donde quiere y como le conviene, para usarlos según la divina proporción. La creación estética ya es en sí misma un amago de locura. Paralizadas las facultades de primer orden, las otras suben de las profundidades, se abandonan a su libertad y producen, sin que nadie sepa por qué, los efectos más misteriosos e inesperados de este mundo, cuadros, música, versos, novelas. El arte, el arte y si me apuran ciertas formas superiores del pensamiento son el producto de una enfermedad del alma. No hace falta que compartas esta idea, no hace falta que nadie la comparta, basta con que yo no me la siga callando. Son rupturas del equilibrio espiritual. La pregunta es qué pasa cuando un hombre violenta deliberadamente ese equilibrio. El hombre nació para ser feliz, no para sufrir y hacer sufrir con la excusa de la poesía y la belleza: el secreto de la vida es sentarse a tomar mate con la mujer y los hijos a la sombra de una parra. Pero admitamos que hay o hubo alguna vez un arte bueno, sereno, natural como un gatito que se despereza. ¿Eso es lo que buscamos? No es lo que buscamos ni es lo que podemos. Y qué pasa, entonces, qué pasa cuando se ha llegado voluntariamente a este manicomio en el que estamos metidos. Santiago, en silencio, se sirvió ginebra y se quedó mirando el vaso, pensativo. Pasa lo que llamamos el arte contemporáneo. O mejor, lo que podríamos llamar el alma del artista contemporáneo. Una mariposa en escombros. Incapaz de sentir nada, de amar nada, de crear nada sin apelar a frasquitos y botellones. Una mascarita. Uno de esos disfrazados del último baile de carnaval. Una mascarita de final de corso que camina absorta por las calles de una ciudad vacía, dijo Santiago, suponiendo que Santiago o alguien hablara.

– Vos seguí mezclando esas porquerías con whisky -esto sí lo dijo- y voy a tener que ir con mi libretita a visitarte al Neuropsiquiátrico, como al Viejo Poeta.

– También está el peligro de la muerte -dije yo-. Ya sea por lógica decrepitud del sujeto, o cualquier otro inconveniente. La vida en general es bastante peligrosa. Muy cierto.

Vos habías vuelto a la mesa. Santiago encendió un cigarrillo.

– Haces bien, qué joder. En este mundo, estallamos como petardos o nos arrastramos como ciempiés.

– Preciosa imagen. Muy coherente, sobre todo.

Vos entonces hablaste demasiado fuerte o te reíste sin motivo y yo busqué de reojo en las mesas vecinas la cara de un adolescente sombrío parecido a Snoopy. No la vi. Pero eso no significaba nada. El tono de tu voz o de tu risa estaba unido como por un hilo invisible a la rigidez de tu cuerpo, en el Calicanto, a tu cintura cuando cruzábamos la calle. En alguna zona, eran la misma cosa. Me di vuelta. Hasta me puse de pie.

– Qué buscas -dijo Santiago.

– ¿Les conté que quería ser cura? -dije yo. Santiago asintió, entornando los párpados y moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo.

– Vos también, muy coherente.

Volví a sentarme. Parecías sumamente enfrascada en la contemplación de una de tus uñas. Verte las manos me alegró.

– Tres veces en dos días -dijiste sin levantar la cabeza-. Y que a los ocho años leíste al padre Damián.

– La vida del padre Damián. Siempre cuento lo mismo, es más fácil. Un cura salesiano, el padre Molina, me recomendó que leyera la historia del padre Damián. Para templar mi carácter. Damián de Veuster, que dio su vida por cuidar a los leprosos de Molokaki. -Y pensé dos días no, no dos días sino seis o siete horas sumando todos nuestros encuentros, qué estaba haciendo con el único tiempo que teníamos. -El padre Molina era mi director espiritual. Tenía una mano enorme, dos manos; pero yo me acuerdo que nos bendecía con una mano enorme, tipo camión. -Seis o siete horas, pensé, y lo que falta de la tarde y quizá la noche. -Una mano como para caminar de la mano hasta más allá de la tumba. Los chicos lo mirábamos como a un santo. "Si lo das todo, menos la vida, has de saber que no diste nada", decía. Un día lo destinaron a Tierra del Fuego. Hace unos años supe que estaba otra vez en el colegio y volví a verlo, realmente no sé para qué volví. Necesito decirle que soy ateo, padre; no se lo dije así, claro. Le debo de haber dicho: Perdí la fe. Lo que recuerdo bien es que se rio, menos que eso: sonrió como desde lejos. Como en otro idioma. "Expósito", dijo al rato, marcando la equis. "Vos eras aquel rubiecito que tenía un tío secretario de un ministro; te traían en un gran auto negro." No, padre, ése era el alemancito Hermann, yo estaba pupilo, yo era su alumno predilecto, usted me dio a leer la historia del padre fosé Damián de Veuster que sacrificó su vida por amor a Dios y a los leprosos de la isla Molokaki, en Hawaii, yo tengo el pelo más negro que su alma y usted es un hijo de puta que no tiene redención, padre. Naturalmente, tampoco se lo dije. "Sí", decía él, "sí." Miraba por la ventana grande de la rectoría hacia los patios y los claustros. "Ya no los comprendo más", dijo después; le pareció que debía agregar: a los chicos.

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