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– Todo eso me contaste, sí. También lo de las meninges.

– ¿Meninges? -dijo Santiago.

– Inflamación. Veía grande o lejos, cómo te puedo dar una idea. Un túnel en el aire. Una especie de túnel o de esfera.

– Veías estirado -dijo Santiago-, ésa es la palabra. Como si los padres de uno, que están ahí nomás, al borde de la cama, estuvieran remotísimos.

– Un desplazamiento del espacio, sí. Como un vértigo, pero hacia el costado.

– Y las voces ahuecadas. De ahí la impresión esférica.

– ¿A vos te pasó?

– Puta si me pasó -dijo Santiago-. En el fondo, era una hermosura.

– Y cómo estás vivo. Cómo no quedaste idiota o lisiado.

– Eh -dijo Santiago con modestia.

– Che, jujeño -dije entonces-. Por qué no te separas de tu mujer. Abandonas a tu mujer y a tus hijos, te conseguís un amor catastrófico y nos vamos a vivir todos juntos. Te imaginas, allá arriba, las luciérnagas curiosas mirándote pasar. ¿Te imaginas, los cuatro juntos? Vos meta versos y yo meta pensar.

Vos escuchabas o parecías escuchar como si al mismo tiempo estuvieras viendo algo que no estaba ahí. Hiciste un gesto como de frío, una contracción que empezó en los hombros y terminó en la punta de los dedos.

– ¿Y nosotras? -preguntaste.

Lo preguntaste haciendo un esfuerzo por sonreír, por salir de algo. Como quien se obliga a abrir las persianas en una habitación a oscuras.

– Meta cocina -dijo Santiago-. Vos y mi nueva mujer, meta cocina, y estos dos varones enamorados del tiempo, pura inmortalidad y tomar mate a la orilla del río.

– A la orilla de un río, no sé -dije yo-. Vengo de la orilla de un río y no me parece justo. En realidad no vengo de allá, pero es como si viniera. Pensándolo un poco, en mi vida me moví del río y de la luna de mi pueblo. La luna es una de mis imágenes neuróticas, de mis ideas recurrentes. -Santiago, al oírme, hizo un gesto de desolación; aprovechó que el mozo pasaba junto a nuestra mesa y le pidió algo en voz baja. Después volvió a mirarme como quien le dice al otro que siga, que por él no se desanime. -Me doy cuenta -dije yo-. Suelo no reparar en mis auditorios de tierra adentro. Me refiero a Santiago, no a vos -agregué por las dudas-. ¿De qué venía hablando?

– De varias cosas a la vez -dijo Santiago.

– íbamos a irnos, a cualquier parte -dijiste vos.

– También -dijo Santiago-. Pero sobre todo del río y de la luna.

– Sí -dije yo-. Imágenes que siempre vuelven. Vuelven o uno vuelve a ellas, como si se cayera en un pozo. Y es raro. Al fin de cuentas ni siquiera nací en ese pueblo y me fui a los dieciocho años.

– Entonces es cierto: nunca te moviste de ahí. -Santiago desvió la mirada y se rio; siguió hablando con vos.

– Nunca se sale de esa historia, o si se sale es peor. Las mujeres ni lo sospechan, porque en rigor no tienen recuerdos. Pensa en Verónica. A lo sumo tienen memoria y gracias. -Hablaba con vos y eso significaba algo; su tono risueño y distante o el hecho de que hablara conmigo como a través de un puente, porque vos no parecías escucharlo y estabas como detenida en otro lugar de las palabras.

– Y si nunca se movió, hace bien. Dios quiera que le dure. Hay una raza de tipos que no vive más que hasta la adolescencia… Antes de la adolescencia, a lo mejor hay la niñez, y no siempre; pero ponéle la firma que después no hay nada… Graciela, m'hija, vos pareces medio dormida. -Habló conmigo. -Lo que trato de intercalar es que un tipo que pasa los treinta años empieza a oler a podrido.

– Metafísico estáis.

– Es que no como -dijo Santiago y lo apuró al mozo-. Lo escucho, chango.

– No sé de qué estábamos hablando, pero ahora me acordé de una casa. -Te miré. -Sé perfectamente que hablábamos de irnos a cualquier parte, los cuatro. Lástima que Santiago de a ratos envejece y que el único nombre que se me ocurrió para su viuda es una reminiscencia de Dante, da un poco de frío, ¿no? Hace un momento también hiciste ese gesto. Es el viento, que viene del Paraná. Hay una casa muy vieja, en San Pedro, en la barranca. O había hace muchos años. Una casa con un mirador. El mirador tiene una grieta que baja hasta la cornisa de la portada. Como una cuña. En verano, alrededor de las dos de la mañana, te sentás en el tercer banco de la plaza de la iglesia, a la izquierda, como viniendo del río, y esperas. Ya de por sí la rajadura impresiona bastante, fuera de que tiene la forma de un triángulo y eso debe de ser simbólico. Cuando el reloj del cabildo da el primer campanazo hay que tener los ojos muy abiertos, fijos en el mirador, y arrepentirse de todos los pecados. Entonces empieza a aparecer la Loca, en mitad de la rajadura. Primero ves un resplandor; después, nadie sabe. Yo veía una especie de cabeza de tigre, amarilla y veteada de fuego. Que es amarilla, es amarilla, aunque a veces tira a colorado. Linda y jodida, decía un amigo mío, como la idea del suicidio. Cuando pensaba entrar en el Seminario yo veía un triángulo y un ojo, la órbita fosforescente del ojo de Dios, espiándome a mí solo. Más adelante y según el estado de ánimo, he visto el sangriento sexo femenino del universo, la luna, mi corazón desgarrado entre las estrellas y la esfera famosa, no la de Pascal sino la del reloj, donde todas las que pasan hieren pero la última mata. En fin, no se puede describir. Hay que verlo. Al lado de eso, el resplandor final de la casa Usher es un tubito fluorescente, Dios me perdone.

– Te noto conversador -dijo Santiago-. ¿Cómo era lo de mi divorcio?

– Te enamorabas de una tal Beatriz -dije yo. El mozo dejó sobre la mesa un especial de salame y queso.

– Y nos íbamos. -El jujeño habló en medio de un mordiscón descomunal. -Y yo abandonaba a mi mujer y a los chicos.

– O no los tenías -dijiste vos, conciliadora-. Lo principal es irse.

– Con Beatriz -dije yo.

– Esteban -dijiste.

Santiago se tomó su tiempo para tragar, reflexionó un momento y dijo:

– Sí, señor. Trato hecho. Todo el noroeste del país sabe que adoro a mi mujer, pero sobre todo como era en el último otoño. Y a mis changos siempre les noté cara de huérfanos. ¿Y a dónde nos íbamos?

– A Brasil -dijiste.

– No seas europeizante, Oribe -dijo Santiago-. Hay dos tipos básicos de argentinas. Las que quieren irse a Brasil y las que quieren irse a París. Yo de mi país no me muevo. Los cadáveres se devoran desde adentro, dijo el gusanito.

– De irnos, y no siendo a la montaña, yo propongo un sitio fluvial y frutal, algo entre…

– Entre el Eufrates y el Tigris -dijo Santiago-; el viejo jardín del Abuelo. -Le dio el último mordiscón a su especial de salame y queso. -Qué asquerosidad es comer después de comer.

– Lo que pasa es que la angustia da hambre. O al revés. Lo venía pensando esta mañana, un rato antes de que nos atropellara el auto, cuando me presentaste al astrólogo y al padre Cherubini.

– Cómo que los atropello un auto -dijiste.

– No fue exactamente así -dijo Santiago-. Tampoco le presenté a ningún padre Cherubini.

– Eso es lo que vos crees. Siempre van juntos. Lo que de paso me recuerda que al Jardín no nos van a dejar entrar con mujeres.

– El lugar es lo de menos -dijo Santiago.

– Claro que es lo de menos. -Hablé con vos. -Elijan ustedes.

– Qué ustedes.

– Vos -dije-. O Beatriz.

Lo dije mirando un lugar intermedio entre tu cuerpo y el del jujeño. Hubo un pequeño silencio. ¿Qué irá a pasar ahora?, pensé mientras me tomaba un trago de whisky salido de no sé dónde, porque no recordaba haberlo pedido. El efecto fue descomunal, como si me reventaran un petardo dentro de la cabeza.

– A mi isla, sí -dijo Beatriz.

Epa.

Cerré un segundo los ojos. "Qué te pasa", oí preguntar. Nada, contesté remotamente con la cabeza metida a presión en el eje de una girándula, oooh, fascinado por la cohetería y los colores.

– Nada. Se me heló hasta el alma.

– Te has de haber tragado el hielo -dijo Santiago.

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