ESTEBAN
¿Qué es la vida?
ÉL
Para el despierto, un mundo construido sobre la muerte, para el dormido, un mundo hecho de ilusiones. Tal vez habría que encontrar una existencia intermedia, algo como el sonambulismo, como la locura.
ESTEBAN
(Irónico.) El arte.
ÉL
Por ejemplo. (Lo observa. Por fin se acerca, le da un tironcito de la manga y, cuando Esteban se inclina, le habla largamente al oído. Esteban cambia de expresión mientras escucha, con los ojos muy abiertos. El astrólogo vuelve junto al proyector.) Y ahora, por favor, un poco de recogimiento. (Echa a andar el aparato. La esfera del cielo, con casi imperceptible lentitud al principio, se pone en movimiento.) Ahora, querido hijo mío, hagamos silencio y respiremos apenas porque hemos llegado a este planetario para cumplir, por fin, una agradable formalidad. El viaje a las estrellas. Desentendámonos un momento de las inmóviles realidades de allá abajo, y a volar, paloma…¡Upalalá! Este enjambre es la Vía Láctea, el llamado por los antiguos Camino de Santiago, y estamos viajando hacia las profundidades de Sagitario en una colosal órbita elíptica que parece no tener fin, ni finalidad, metidos en este planetario de juguete que, metafóricamente, viene a ser el Mundo, y que si fuera el mundo tendría un peso aproximado de seis mil trillones de toneladas. A una velocidad relativa de ciento treinta mil kilómetros por hora, metro más metro menos. No debe impresionarte. Las Híadas, de las que ya dijo su palabra Hornero, viajan mucho más rápido, y puedo jurarte que hemos visto casos de estrellas volando hacia la nada a veinticinco mil kilómetros por segundo. Mirando desde arriba y a cierta velocidad, varios urgentes y patéticos tópicos de allá abajo, Graciela incluida, tienden a parecer menos formidables. ¿Qué es la vida? ¿La vida del hombre? Para que tengas una idea aproximada del ámbito donde acontecen ciertos fenómenos que Esteban y compañía llaman amor, muerte, mundo contemporáneo, belleza de una mujer, belleza a secas, felicidad, desesperación, historia humana, te voy a dar un pequeño ejemplo. Suponiendo que nuestro formidable Sol tuviera la dimensión de una mota o balín de dos milímetros de diámetro, la próxima estrella, o, ya que hablamos a escala Lilliput, el próximo moco cósmico con luz propia deberíamos colocarlo a una distancia como la que separa este parque de Ascochinga. Así es, vecino. Si el Sol tuviera el tamaño de un culo de luciérnaga no habría, en cincuenta kilómetros a la redonda, ninguna otra lucecita semejante. El hecho, en cierto modo grandioso, de que nuestra lenteja incandescente, la Vía Láctea, tenga unos cien mil millones de soles, no debe hacerte olvidar que en esta broma gigantesca que llaman Universo lo que más abunda es Nada. Por eso, mi cuate, la noche es negra. El aparente abarrotamiento de los astros es una mera cuestión de enfoque. La Tierra está situada de tal modo que miramos el cielo a lo largo de la lenteja; pero, en cuanto miramos a lo ancho… no hay más que frío y terror, silencio y soledad. Mañana te vas de esta ciudad en un ómnibus Flecha de Plata que avanzará a cien kilómetros por hora; doce horas después estarás en Ítaca, viudo de toda Penélope aunque muy bien recibido por cierto perro que te espera al pie de una escalera. La pregunta es: a esa velocidad, ¿cuánto tardaríamos en llegar hasta nuestra compañera de ruta más cercana, la Próxima de Centauro? No simules calcular, estás demasiado borracho, yo te contesto. Cuarenta y cinco millones de años. Cuatrocientos cincuenta mil siglos. No hay tiempo, Esteban, ni la noche es tan larga ni lo que queda de tu cuerpo tan incorruptible. Y aunque llegáramos, ¿qué habríamos adelantado? ¿Qué veríamos? Lo mismo que una mariposa que liba otra flor en la tumba contigua del cementerio. La misma desolación, las mismas lámparas tiritando colgadas de la misma noche. Tan lejanas, tan inalcanzables. Para el viaje que te propongo, hijo mío, hace falta estar hecho de la misma materia que la luz. Ni siquiera. De la misma materia que el pensamiento. Ni siquiera. De la misma materia que las pesadillas y los sueños. ¿Upalalá? Upalalá. Ahora hay que mirar y pensar como miran y piensan los ángeles, porque el Camino de Santiago se ha animado y la humareda que veíamos desde allá abajo es esta caótica colmena de espiras y estallidos donde vuelan encadenadas millones de falenas hermosísimas y también algo espantosas, entre las cuales ya no se distingue nuestro Sol, que acá arriba no es rey ni centro de nada, sino una de las hilachas de esta inmensa polvareda de oro y plata; y nuestro planetario, el Mundo, tan vasto y pesado con sus seis mil millones de toneladas, ha desaparecido por completo junto con las obras del hombre y su memoria, en algún lugar profundo de este circo en llamas. ¿Ves aquello, que parece el perfil inconmensurable de una mano galáctica, que parece un ave de rapiña cayendo de la nada? Es la gran nebulosa de Orion. Y esa figura espantosa que parece un águila empavonada con las alas extendidas, que parece un demonio, que parece la heráldica del Terror, es su hermana, la negra de Orion, la bahía negra, el enigma y quizá una de las llaves del Cielo. Y aquella otra todavía es la flor del nombre terrible, la nebulosa Trífida; y esta última cosa caótica que avanza hacia el oeste como un doble torrente de lava, es Ofiuco, el más grande e informe montón de materia opaca que haya mirado hasta hoy el ojo del hombre, tan denso como para ocultar las estrellas a lo largo de trillones de kilómetros, tan vasto como para que el ángel de Milton, volando a la velocidad de un cóndor pudiera caer a través de él durante quinientos millones de años sin alcanzar a ver una luz. Esos son los castillos de la Galaxia, Esteban, sus portales; los últimos reductos, los gigantes apostados para dar miedo en los confines de nuestra íslita de Pascua en forma de lenteja. No podemos ver todo, no esta noche ni en esta vida de la que sólo te tocó el piso del planetario, el destiempo de la edad y una borrachera padre. No podemos ver casi nada pero podemos sentarnos a descansar al borde del misterio y hacernos unas preguntas. ¿Cómo se formó todo esto, y lo que hay más allá? Y, ya que de alguna manera empezó todo, ¿cómo terminará? La primera pregunta no tiene respuesta, hijo mío. Vale tanto preguntarse, como los alemanes, por qué hay ser más bien que nada. En realidad, hay una respuesta, pero no sé si en tu estado actual la aprobarías. La respuesta es porque sí. Me doy cuenta, querido, la pregunta era cómo, no por qué. Bien, habrá que apelar a la poesía. Sólo hay que ponerse en la cabeza de Dios. ¿Tal vez has leído palabras como éstas en tu Poe? Mejor, te va a ser más fácil seguirme. Hay que ponerse en el lugar de algo que podemos llamar Dios o el azar en el momento de crear el universo de los astros. Muy bien, ¿cuál es la cualidad o esencia de una creación absolutamente original, o lo que es lo mismo, nacida en un acto creador perfecto? No puede ser este caos y, sin embargo, por lo que estamos viendo, eso es lo que parece que es. Ahora lo es. Lo que significa que alguna vez no lo fue. O de otro modo, que la cualidad o esencia de una creación original no pudo ser otra que la absoluta simplicidad. Basta por el momento imaginar una sola partícula. No hace falta llamarla materia, ni hace falta darle nombre alguno. Basta imaginar un punto sin dimensión o de la dimensión que quieras, y ahora basta imaginar que estalló. Como un poema. Lo demás es lo de menos. No resulta más impensable concebir un punto primigenio dando origen a todas las cosas, que concebir, a partir de la primera célula estrangulada en un pantano, la filosofía de Platón o la música de Mozart. La nueva pregunta es si sería posible probar que existió una, o tal vez más de una, partícula semejante. Claro que no es posible, pero es posible imaginarlo. Y además existe un hecho, existe por lo menos una galaxia donde hay por lo menos una estrellita o balín de menor cuantía con por lo menos un planetario de juguete con por lo menos una forma de vida sentada en el suelo con por lo menos una botella entre pecho y espalda, preguntándose qué es la vida. ¿Cuántos soles como el nuestro estarán en condiciones de haber engendrado un planeta con vida?, entendiendo por vida algo que sucede de cierto modo en la cadena del carbono, ya que un ser que proyectara su angustia y sus amores y sus pesadillas en la esfera del amoníaco no tendría mayor probabilidad de caernos simpático. Necesitamos, para empezar, una estrella enana con cierta duración, unos diez mil millones de años, y que además tenga cuantimenos un planeta que equivalga al nuestro. En la galaxia hay muy pocos, querido. Y hasta podría decirse que, en términos estrictos, el único idéntico en todo al nuestro en cualquier galaxia es justamente el nuestro. Lo cual es un rasgo de pesimismo. Y hasta de orgullo demoníaco. ¿Te lo confieso? El sol más cercano que reúne estas condiciones debería estar a unos cien años luz. ¿Llegar? Imposible. ¿Comunicarse? Más o menos probable, suponiendo que acertáramos con la dirección exacta antes de que suceda algo irreparable. ¿Qué mensaje podríamos mandar? Si son tan o tan poco inteligentes como nosotros, ya deben conocer el valor de Pi, que, al menos en nuestra galaxia, puede considerarse como un valor universal. Mensaje a las estrellas: Pi Pi Pi. Doscientos años después, la respuesta: 3,1416. No es un epistolario conmovedor, pero es algo. En el próximo millón de años ya estaríamos en condiciones de transmitirles, acaso, la llíada, y ellos tal vez contestarnos que tenemos condiciones para la poesía, que sigamos intentando. Todo esto, naturalmente, en medio de peligrosas lluvias de cometas, improbables pero posibles colisiones de estrellas, posibles y sobre todo probables guerras nucleares, porque está escrito que el ángel del Señor se acercará en la noche con pasos de ladrón mucho antes de que lleguemos a ninguna parte. Y cómo será esa minúscula catástrofe, no galáctica, no universal, sino meramente solar, nuestra, infinitesimal, pero tan dolorosa, Esteban… ¿Qué importancia tiene? Debo contarte las últimas cosas y las tristes nuevas. Volamos hacia la muerte, querido. Sobre esto no hay discusión. Vejez, suicidio o entropía. Da lo mismo. ¿Ves aquello?, ¿ves aquel fosforescente racimo situado en la Cabellera? Está a unos cuatro mil millones de años luz y lo forman unas dos mil galaxias. Se aleja de nosotros, como de la Peste, a una velocidad que es casi la mitad de la velocidad de la luz, y esa velocidad aumenta, lo que entre otras cosas significa que un día de estos dejaremos de verlo, y como pasa lo mismo con todas las galaxias y en todas direcciones, los astrónomos juran que, en un tiempo razonable, nuestra pequeña lenteja estará sola en el espacio. Pero también podrían jurar todo lo contrario, porque si en lugar de dispersarse estuvieran acercándose a un centro y lo hicieran, por decirlo así, remontando una curva como por los meridianos de un globo, veríamos hacia adelante y hacia atrás y hacia los costados, la misma fuga. ¿Y hacia arriba y hacia abajo? También. Sólo haría falta imaginar un modelo adecuado, algo así como una gran pelota de Moebius. La imaginación tiene menos límites que el universo. Lo que se aparta debió estar junto. Los hombres sabios podrán decir que no es necesario, y yo lo acepto, pero te juro que vayas o vengas, hayamos hecho retroceder la película o nos lancemos como un avispero hacia el otro lado del espacio, vamos hacia la nada. Tal vez haya algún movimiento al fin del viaje, un poco de catástrofe y apocatástasis, bastante apocalipsis, una seria precipitación de masas formidables cayendo unas sobre otras y todas contra sus vecinas, y todo finalmente unido, junto otra vez por aquella apetencia que más o menos puede describirse como la voluntad invencible que tiene toda cosa de precipitarse en la nada, cuando ya es incapaz de crear nada. Pero, ¿y nosotros, los viajeros con alma del sistema del balín que rodaba en el extremo remoto de uno de los brazos de la lenteja? Bueno, debo confesarte que habremos muerto hará mucho tiempo, de una forma u otra, mucho antes de que sucedan estas cosas, habremos muerto para siempre. Claro que, a falta de Dios, podemos arrodillarnos ante el azar o la partícula. Un puntito incandescente como la Inspiración, comenzando a latir otra vez en alguna parte. La nada pariendo algo. Un nuevo estallido y, en algún recodo de ese acto de dispersión, otra vez o por última vez una islita en llamas en un archipiélago de plata y de coral, y en el cuarto brazo de ese remolino en forma de lenteja un balín incandescente proyectado hacia la constelación del Cisne, en el hemisferio norte, y hacia Carena, en el sur, y a la larga un parque con un planetario con un borracho que se pregunta por el sentido de la vida.