Se había movido despacio, sólo unos centímetros. Con extrema precaución. Ahora estaba de lado, oponiéndole al visitante el hombro izquierdo. Lo que tenía más a mano era una espátula ancha y acabada en punta, cuyo mango asomaba entre los botes y frascos de pintura. Alargó una mano hacia ella sin que el otro hiciera observación alguna, ni mostrase alarma.
– La suya es una pregunta de respuesta difícil -el visitante miraba, pensativo, la espátula en poder de Faulques-. Después de tantos años dándole vueltas, planificando cada paso y cada circunstancia, el asunto es más complejo de lo que parece.
Sin dejar de prestarle atención, el pintor de batallas calculó líneas, ángulos y volúmenes: espacios libres, distancia a la puerta, cualidades físicas. Para su íntima sorpresa, no se sentía alarmado. Quedaba por establecer si era por el tono y actitud del visitante, o por su propio modo de ver las cosas.
– No me diga. ¿Más?… A mí ya me parece complejísimo. Siempre y cuando se encuentre en sus cabales.
– ¿Perdón?
– Que no esté mal de la cabeza. Loco.
Asintió el otro, casi solícito. Me hago cargo de sus reservas, dijo con naturalidad. Pero lo que pretendo decirle es que antes, al principio, todo se me antojaba extremadamente simple. Entonces habría podido matarlo sin que mediara una palabra. Sin explicaciones. Pero el tiempo no pasa en balde. Uno piensa, y piensa. He tenido tiempo para pensar. Y matarlo sin más no me parece suficiente.
– ¿Pretende hacerlo aquí?… ¿Ahora?
– No. Precisamente vengo a conversar por eso. Ya he dicho que no puedo hacerlo sin más. Necesito que hablemos antes, conocerlo mejor, conseguir que también usted conozca ciertas cosas. Quiero que sepa y comprenda… Después podré matarlo, al fin.
Dicho aquello se lo quedó mirando con aire tímido, cual si no estuviera seguro de haber sido cortés explicándose, o de emplear la construcción sintáctica adecuada. Faulques dejó salir el aire que retenía en los pulmones.
– ¿Qué es lo que quiere que comprenda?
– Su foto. O mejor dicho: mi foto.
Los dos miraban la espátula que Faulques sostenía en la mano derecha. De pronto, a este le pareció ridícula. La devolvió a su sitio. Cuando alzó la vista leyó en los ojos del visitante una sobria aprobación. Entonces el pintor de batallas sonrió un poco, esquinado.
– ¿Se le ha ocurrido pensar que puedo defenderme?
El otro parpadeó. Parecía molesto porque su interlocutor creyera que no había considerado eso. Claro que sí, repuso. Todos merecemos una oportunidad. También usted, por supuesto.
– ¿O que puedo -Faulques vaciló un segundo, pues la palabra parecía absurda- huir?
El visitante tardó en responder. Había alzado ambas manos, como para mostrar que nada ocultaba o que nada se disponía a esgrimir, antes de ir hasta la mochila y sacar un ajado libro de fotografías. Mientras se acercaba de nuevo, Faulques reconoció la edición inglesa de uno de sus trabajos recopilatorios: The Eye of War. El otro puso el libro abierto sobre la mesa, junto a la portada de Newszoom.
– No creo que huya -hojeaba páginas, indiferente al hecho de que Faulques no mirase el álbum, sino a él-. Llevo años estudiando su trabajo, señor. Sus fotografías. Las conozco tan bien que a veces creo que he llegado a conocerlo a usted. Por eso sé que no huirá, ni hará nada por el momento. Se quedará aquí mientras conversamos. Un día, varios… Todavía no lo sé. Hay respuestas que necesita tanto como yo.
3
En la bóveda negra del cielo, las estrellas giraban muy despacio hacia la izquierda, alrededor del punto fijo de la Polar. Sentado a la puerta de la torre, la espalda contra las piedras erosionadas por trescientos años de viento, sol y lluvia, Faulques no podía ver el mar; pero alcanzaba a distinguir a lo lejos los destellos del faro de Cabo Malo y oía el rumor de la marejada batiendo las rocas, abajo, al pie de la cortadura donde se inclinaban las siluetas de los pinos, semejantes a suicidas indecisos en el contraluz de una luna menguante y amarilla.
Tenía en las manos el vaso de coñac, que había vuelto a llenar después de que el visitante se marchara sin despedirse; como si su partida fuese una pausa sin importancia, pequeño aplazamiento técnico en el complejo asunto que ambos -el propio Faulques reconocía que ahora era cosa de ambos, sin la menor duda- se traían entre manos. En un momento de la conversación, prolongada más allá del anochecer, el otro se había interrumpido a mitad de una frase, cuando estaba describiendo un paisaje: una alambrada y una montaña pedregosa y desnuda, sin vegetación, que aquella enmarcaba como un encuadre irónico y perverso, o una fotografía. Y con esa palabra, fotografía, en los labios, el visitante se había levantado en la oscuridad -Faulques y él conversaban desde hacía rato, dos bultos sentados frente a frente sin otra luz que la luna en la ventana- y tras buscar a tientas su mochila se recortó en la puerta abierta, inmóvil un momento, cual si dudara entre irse en silencio o decir algo antes. Luego anduvo sin prisa hasta el sendero que bajaba al pueblo, mientras Faulques se levantaba y salía tras él, a tiempo de ver alejarse la mancha clara de su camisa entre las sombras del pinar.
Ivo Markovic, pues tal era el nombre -Faulques no tenía motivos para dudarlo-, había olvidado la portada de Newszoom con su foto. El pintor se dio cuenta cuando encendió el farol portátil de gas, buscó su vaso vacío para llenarlo de nuevo y la vio desplegada entre los botes de pintura, los trapos sucios y los frascos de conservas llenos de pinceles. Aunque lo más probable era que no se tratara de un olvido, sino de algo tan deliberado como el abandono del maltrecho The Eye of War, que también estaba sobre la silla que el visitante ocupó mientras conversaban. Necesito que comprenda algunas cosas, había dicho. Entonces podré matarlo, por fin. Etcétera.
Tal vez era el coñac, pensó el pintor de batallas, su efecto en el corazón y en la cabeza, lo que atenuaba la sensación de irrealidad. La visita inesperada, la conversación, los recuerdos e imágenes desplegados con la misma evidencia que la página con la foto o el álbum con sus trabajos de guerra, parecían ahora situarse sin estridencias en el paisaje familiar. Hasta la vasta pintura cóncava en cuyo anverso de piedra Faulques apoyaba en ese momento la espalda, la noche que todo lo envolvía, reservaban lugares adecuados, rincones, perspectivas para situar cuanto, como un prestidigitador ante su público fascinado, el visitante había ido sacando de la mochila a medida que la luz decreciente enrojecía primero, luego difuminaba y al fin oscurecía los contornos. Para sorpresa del antiguo fotógrafo, nada de cuanto el otro hombre había dicho o callado, incluida aquella muerte suya anunciada menos como pronóstico que como compromiso, parecía ajeno a su propia presencia en aquel lugar, a su trabajo en el gran fresco de la pared. Si, como sostenían los teóricos del arte, la fotografía le recordaba a la pintura lo que esta ya nunca debía hacer, Faulques tenía la certeza de que su trabajo en la torre le recordaba a la fotografía lo que esta era capaz de sugerir, pero no de lograr: la vasta visión circular, continua, del caótico ajedrez, regla implacable que gobernaba el azar perverso -la ambigüedad de qué gobernaba a qué no era en absoluto casual- del mundo y de la vida. Aquel punto de vista confirmaba el carácter geométrico de esa perversidad, la norma del caos, las líneas y formas ocultas al ojo no avisado, tan parecidas a las arrugas de la frente y los párpados de un hombre al que en cierta ocasión había fotografiado durante una hora junto a una fosa común, en cuclillas, fumando y tocándose la cara mientras desenterraban a su hermano y a su sobrino. Nadie regalaba a nadie el dudoso privilegio de ver esa clase de cosas en los objetos, en los paisajes o en los seres humanos. Desde hacía algún tiempo, Faulques sospechaba que sólo era posible tras cierta clase de recorridos, o viajes: Troya con billete de vuelta, por ejemplo. La soledad de una habitación de hotel, marcando fotos y limpiando cámaras con los fantasmas frescos en la retina; o más tarde, al regreso, ante las imágenes en papel extendidas sobre la mesa, barajándolas y descartándolas como quien hace un solitario complicado. Ulises con canas en el pelo y sangre en las manos, y la lluvia dispersando las cenizas de la ciudad humeante mientras zarpan las naves. Hasta entonces uno podía estar mirando eso una y otra vez, clic, clic, clic, laboratorio, positivado, International Press Photo, Europa Focus, y fracasar durante toda su vida. A Faulques, ahora pintor de batallas, lo habían llevado hasta aquella torre una mujer muerta y una certeza: nadie podía fijar todo eso en un rollo de película durante la cientoveinticincoava parte de un segundo.