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Cuando Faulques miró por la ventana que daba a la parte de tierra, vio al desconocido entre los pinos, observando la torre. Los coches sólo podían llegar hasta la mitad del camino, lo que suponía media hora a pie por el sendero que serpenteaba desde el puente. Un trayecto incómodo a esa hora, con el sol todavía alto, sin un soplo de aire que enfriase los guijarros de la cuesta. Buena forma física, pensó. O mucha gana de hacer visitas. Estiró los brazos para desperezar el largo esqueleto -Faulques era alto, huesudo, y el pelo corto y gris le daba un vago aire militar-, se limpió las manos en una palangana con agua y salió afuera. Allí, los dos hombres estuvieron mirándose unos instantes entre el monótono sonido de las cigarras que chirriaban en los matorrales. El desconocido llevaba una mochila colgada al hombro, y vestía camisa blanca, pantalón vaquero y botas de campo. Miraba la torre y a su habitante con tranquila curiosidad, como si pretendiera asegurarse de que aquel era el lugar que buscaba.

– Buenos días -saludó.

Un acento que podía ser de cualquier sitio. El pintor compuso un gesto de fastidio. No le gustaban las visitas, y para disuadirlas había colocado carteles bien visibles en la cuesta -uno advertía perros peligrosos, aunque no había ninguno-, informando de que se trataba de una propiedad privada. En aquel lugar no frecuentaba a nadie. Sus únicas relaciones eran los contactos superficiales que mantenía cuando bajaba a Puerto Umbría: los empleados de correos o del ayuntamiento, el camarero del bar en cuya terraza del muellecito pesquero se sentaba a veces, los tenderos a quienes compraba comida y materiales de trabajo, o el director de la sucursal bancaria a la que se hacía transferir dinero desde Barcelona. Cortaba de raíz cualquier intento de aproximación; y a quienes franqueaban esa línea defensiva solía despacharlos con malos modos, pues sabía que la impertinencia no se desanima ante una simple negativa cortés. Para los casos extremos -aquel término incluía inquietantes posibilidades, aunque todas remotas- reservaba una escopeta repetidora de caza, que hasta entonces no había tenido ocasión de sacar de su funda, y que estaba en el baúl de arriba, limpia y engrasada, junto a dos cajas de cartuchos de postas.

– Es una propiedad privada -dijo, seco.

El desconocido asintió, tranquilo. Seguía mirándolo con atención desde diez o doce pasos de distancia. Era corpulento, de mediana estatura. Llevaba largo el pelo color pajizo. Usaba lentes.

– ¿Usted es el fotógrafo?

La sensación incómoda se hizo más intensa. Aquel individuo había dicho fotógrafo, y no pintor. Era a una vida anterior a la que se estaba refiriendo, y eso no podía agradar a Faulques. Mucho menos en boca de un extraño. Esa otra vida nada tenía que ver con el lugar, ni con el momento. Al menos de modo oficial.

– No lo conozco -dijo, irritado.

– Quizá no me recuerde, pero sí me conoce.

Lo dijo con tal aplomo que Faulques no pudo menos que observarlo con atención mientras el otro se acercaba un poco, acortando la distancia a fin de facilitar las cosas. Había visto muchos rostros en su vida, la mayor parte a través del visor de una cámara. Algunos los recordaba y otros los había olvidado: una visión fugaz, un clic del obturador, un negativo en la hoja de contactos, que sólo a veces merecía el círculo de rotulador que lo salvaría de verse confinado a los archivos. La mayor parte de quienes aparecían en esas fotos se difuminaba en una multitud de rasgos indiscriminados, con el fondo de una sucesión de escenarios imposible de establecer sin un esfuerzo de la memoria: Chipre, Vietnam, Líbano, Camboya, Eritrea, El Salvador, Nicaragua, Angola, Mozambique, Irak, los Balcanes… Cacerías solitarias, viajes sin principio ni final, paisajes devastados de la extensa geografía del desastre, guerras que se confundían con otras guerras, gente que se confundía con otra gente, muertos que se confundían con otros muertos. Innumerables negativos entre los que recordaba uno de cada cien, de cada quinientos, de cada mil. Y aquel horror preciso, inapelable, que se extendía por los siglos y la Historia, prolongado como una avenida entre dos rectas paralelas larguísimas, desoladas. La certeza gráfica que resumía todos los horrores, tal vez porque no existía más que un solo horror, inmutable y eterno.

– ¿De verdad no me recuerda?

El desconocido parecía decepcionado. Pero nada en él resultaba familiar a Faulques. Europeo, concluyó estudiándolo más de cerca. Fornido, ojos claros, manos fuertes. Cicatriz vertical en la ceja izquierda. Un aspecto algo rudo, dulcificado por los lentes. Y aquel leve acento. Eslavo, tal vez. Balcánico o de por allí.

– Me hizo una fotografía.

– Hice muchas en mi vida.

– Aquella era especial.

Faulques se dio por vencido. Metió las manos en los bolsillos del pantalón, encogiendo los hombros. Lo siento, dijo. No me acuerdo. El otro sonreía a medias, alentador.

– Haga memoria, señor. Esa fotografía le hizo ganar dinero -indicó la torre con un ademán breve-… Quizá esto se lo deba a ella.

– Esto no es gran cosa.

Se intensificó la sonrisa del otro. Le faltaba un diente en el lado izquierdo de la boca: un premolar de arriba. El resto tampoco parecía en buen estado.

– Depende del punto de vista. Para algunos sí lo es.

Tenía un modo de hablar algo rígido, formal. Como si sacara las palabras y las frases de un manual de gramática. Faulques hizo otro esfuerzo por identificar su rostro, sin resultado.

– Aquel importante premio suyo -dijo el desconocido-. Le dieron el International Press por hacerme la fotografía… ¿Tampoco recuerda eso?

Faulques lo miró con recelo. Esa foto la recordaba muy bien, lo mismo que a quienes aparecían en ella. Se acordaba de todos, uno por uno: los tres milicianos drusos de pie con los ojos vendados -dos cayendo, uno orgulloso y erguido- y los seis kataeb maronitas que los ejecutaban casi a quemarropa. Víctimas y verdugos, montañas del Chuf. Portada de una docena de revistas. Su consagración como fotógrafo de guerra a los cinco años de haberse iniciado en el oficio.

– Usted no pudo estar allí. Los protagonistas murieron, y quienes disparaban eran falangistas libaneses.

El desconocido titubeó, confuso, sin apartar sus ojos de Faulques. Estuvo así unos segundos y al cabo movió la cabeza.

– Yo hablo de otra fotografía. La de Vukovar, en Croacia… Siempre creí que le dieron ese premio.

– No -ahora Faulques lo estudiaba con renovado interés-. La de Vukovar fue otro.

– ¿También era importante?

– Más o menos.

– Pues yo soy el soldado de esa foto.

Faulques se quedó muy quieto, las manos en los bolsillos del pantalón y la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, escrutando de nuevo el rostro que tenía delante. Y ahora, al fin, como en el curso de un lento proceso de revelado fotográfico, la imagen que tenía en la memoria empezó a superponerse despacio sobre los rasgos del desconocido. Entonces se maldijo por su torpeza. Los ojos, naturalmente. Menos fatigados y más vivos, pero eran los mismos. Como la curva de los labios, el mentón con una leve hendidura, la mandíbula fuerte, ahora recién afeitada, que en la antigua imagen llevaba barba de un par de días. Su conocimiento de aquel rostro se basaba casi exclusivamente en la observación de la fotografía que había tomado un día de otoño en Vukovar, antigua Yugoslavia, cuando las tropas croatas, batidas por la artillería y las embarcaciones serbias que bombardeaban desde el Danubio, se mantenían a duras penas en el estrecho perímetro defensivo de la ciudad cercada. El combate era muy intenso en los suburbios, y en el camino de Petrovci, Faulques y Olvido Ferrara -habían entrado una semana antes por el único lugar posible, un sendero oculto entre maizales- se cruzaron con los supervivientes de una unidad croata que se replegaba, derrotada, después de luchar con armas ligeras contra los blindados enemigos. Caminaban dispersos, al límite de sus fuerzas, vestidos con una variopinta mezcla de prendas militares y ropa civil. Eran campesinos, funcionarios, estudiantes movilizados para el recién formado ejército nacional croata: rostros cubiertos de sudor, bocas abiertas, ojos extraviados de fatiga, armas que colgaban de sus correas o eran arrastradas por el suelo. Acababan de correr cuatro kilómetros con los tanques enemigos pegados a las botas, y entre la reverberación del sol sobre el camino se movían ahora con extrema lentitud, casi fantasmales, sin otro ruido que el retumbar sordo de las explosiones lejanas y el roce de sus pies sobre la tierra. Olvido no hizo ninguna foto -casi nunca fotografiaba personas, sino cosas-, pero Faulques, al pasar junto a ellos, decidió registrar la imagen de aquella extenuación. Así que se llevó a la cara una cámara, y mientras buscaba foco, diafragma y encuadre, dejó pasar un par de rostros y eligió el tercero a través del visor, casi por azar: unos ojos claros extremadamente vacíos, unos rasgos descompuestos por el cansancio, la piel cubierta de gotas del mismo sudor que apelmazaba sobre la frente el pelo sucio y revuelto, y un viejo AK-47 apoyado con descuido sobre el hombro derecho, sostenido por una mano envuelta en un vendaje manchado y pardo. Después el obturador hizo clic, Faulques siguió su camino, y eso fue todo. La foto se publicó cuatro semanas después, coincidiendo con la caída de Vukovar y el exterminio de todos sus defensores, y aquella imagen se convirtió en un símbolo de la guerra. O, como concluyó el jurado profesional que la premió con el prestigioso Europa Focus de aquel año, en el símbolo de todos los soldados de todas las guerras.

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