Se movía ahora Markovic girando sobre sí mismo, atento a las ventanas, la puerta, la planta superior. Parecía levantar un plano mental de todo aquello. Una última revisión.
– Estoy seguro de que cualquiera que entre en esta torre, aunque no sepa lo que usted y yo sabemos, sentirá cierto desasosiego -miró de pronto a Faulques con interés cortés-… ¿Cómo se sintió la mujer que estuvo aquí?
Por un momento, los dos hombres se sostuvieron la mirada. Al cabo el pintor de batallas sonrió.
– Desasosegada, supongo. Hasta cierto punto. Dijo que esto era maligno, y terrible.
– ¿Ve? A eso me refiero. Luego no es tan mal pintor como dice. A pesar de tantos ángulos y tantas líneas rectas y tantas sombras largas…
Levantaba los brazos, abarcando con el ademán la totalidad de la pintura mural. Al fin dejó caer las manos a los costados.
– Circular, como una trampa -fruncía el ceño-. Una trampa para topos locos.
Luego miró a Faulques con afecto. Un afecto que, detrás de los cristales de las gafas, las pupilas de color gris claro hacían irónico, o frío. El pintor de batallas barajó las palabras frialdad y afecto, intentando conciliarlas en su cabeza como en una paleta. Desistió, pero aquella mirada seguía frente a él, y era exactamente así. De alguna manera, murmuró entonces el croata, estoy orgulloso de usted.
– ¿Perdón?
– Digo que estoy orgulloso de usted.
Hubo un silencio. Markovic seguía mirándolo del mismo modo.
– Y espero, señor Faulques, que también esté orgulloso de mí.
El pintor de batallas se pasó una mano por la nuca. Perplejo no era la palabra exacta. En realidad comprendía perfectamente lo que el otro quería decir. Lo que le causaba estupor eran sus propios sentimientos.
– Ha sido un largo camino -concedió.
– Tan largo como el suyo.
Markovic observaba ahora el mural. Creo, añadió, que no hay mucho más que decir. Salvo que usted quiera hablarme de aquella última foto.
– ¿Qué foto?
– La que le hizo a la mujer muerta, en la carretera de Borovo Naselje.
Faulques lo miró, impasible.
– Acabemos con esto -dijo-. Es hora de que se vaya.
El otro inclinó un poco la cabeza hacia un lado, como para asegurarse de que había oído bien y todo estaba en regla. Que todo estaba cual debía estar. Después asintió despacio, se quitó las gafas para limpiarlas con el faldón de la camisa y volvió a ponérselas.
– Tiene razón. Ya es suficiente.
Sonaba como nostalgia anticipada, pensó el pintor de batallas. Dos hombres acostumbrados uno al otro, a punto de separarse. Para su íntima sorpresa, se sentía extrañamente tranquilo. Las cosas llegaban cuando debían. A su tiempo y a su ritmo. Por un momento se preguntó qué haría Markovic después, sin él. Sin la navaja rota clavada en el cerebro. De cualquier modo, ese ya no iba a ser asunto suyo.
El croata se movió sin prisa hacia la puerta. Lo hizo casi con desgana. Allí se detuvo y alzó las manos para encender otro cigarrillo con el mechero de Faulques. Luego indicó el mural.
– Tómese su tiempo, señor pintor. Quizá todavía pueda… No sé. Hay partes sin terminar -se volvió a mirar el bosquecillo de pinos junto al acantilado-… Yo estaré ahí afuera, esperando. Dispone de toda la noche. ¿Le parece bien?… Hasta el alba.
– Me parece bien.
La luz del atardecer llegaba muy baja desde los pinos, rodeando a Markovic de una atmósfera rojiza que parecía mezclarse con la luz pictórica de las escenas representadas en la pared. Faulques lo vio sonreír melancólico, el cigarrillo en la boca, despidiéndose del mural con una última y larga mirada.
– Lástima que no pueda usted acabarlo. Aunque, si he comprendido bien, quizá se trate de eso.
18
Todos los colores de una sombra podían ser transmutados en el color de esa sombra, y aquella era roja: amarillo y carmín y un poco más de amarillo, añadiendo algo de azul para acercarse al color de la sangre, del barro pegajoso bajo las botas, de ladrillos pulverizados, de cristales que alfombraban el suelo reflejando incendios cercanos, de horizontes con pozos de petróleo en llamas, de ciudades que estallaban en contraluces negros al fondo de cuadros imposibles cuyo realismo, sin embargo, resultaba extremo. Era, en resumen, la sombra del volcán, o más bien la de los objetos iluminados por este; la proyección de sus lados opuestos, recortados, ribeteados por el resplandor en escorzo del cráter que se enseñoreaba, desde su cúspide olímpica y letal, del vértice superior del triángulo, tiñendo los alrededores con una roja simetría.
En el interior de la torre no se oían otros sonidos que el runrún del generador funcionando afuera y el roce de los pinceles en la pared. A la luz de los focos halógenos, el pintor de batallas trabajaba febril. Se detuvo un instante, mezcló carmín de garanza, sombra tostada y un poco de azul prusia para obtener un negro cálido, y lo aplicó de inmediato para resaltar el borde de las heridas zigzagueantes, parecidas a relámpagos rojos y ocres, abiertas en las laderas del volcán. Luego dio unos pasos atrás -al tocarse la cara se manchó de pintura el mentón sin afeitar-, observó el resultado y miró en torno con ansiedad, hacia la parte del mural que estaba en sombras. Los cuerpos colgados de los árboles, uno de los dos ejércitos que se acometía en la llanura, algunas naves situadas en el lado derecho de la puerta y una parte de la ciudad moderna, seguían siendo esbozos a carboncillo sobre la imprimación de la pared. Procurando no pensar en ello -una sola noche no daba mucho de sí-, Faulques reanudó el trabajo. El volcán estaba acabado, o casi. Eso completaba las tres cuartas partes de la superficie prevista.
Eligió un pincel redondo, mediano, y en un ángulo limpio de la bandeja mezcló rápidamente blanco, amarillo, un poco de carmín y una pizca de azul. Después, acercándose de nuevo al muro, prolongó con el color obtenido una de las grietas de la ladera del volcán, dándole forma de camino, de sendero, que resaltó a los lados mezclando grises y azules directamente sobre la pared. El trazo grueso, pues no había tiempo para trabajarlo en detalle, daba al camino una apariencia singular. Era algo que en verdad no llevaba a ningún sitio; salía de la grieta del volcán y moría en la imprimación blanca. No entraba en los planes de Faulques, ni estaba esbozado allí. El efecto, sin embargo, era bueno. Introducía un eje nuevo, una variante inesperada, un vínculo singular que iba desde aquel volcán al otro colgado en la pared del Museo Nacional de México, a los ojos verdes que se habían cruzado con los de Faulques cuando miraba ese cuadro por primera vez. A él mismo allí, inmóvil, observando entrar en su vida a Olvido Ferrara. Un camino que se adentraba recto, amenazador como la línea tensa de un disparo, a través del paisaje pintado en la pared, hasta un lugar preciso de los Balcanes.
Qué diablos. Sorprendido, el pintor de batallas se detuvo y bebió un sorbo del café frío que quedaba en la taza que tenía sobre la mesa, encima de la cubierta de The Eye of War. Reflexionando sobre volcanes y caminos. No había tiempo para más, se dijo. Cada zona del mural había sido minuciosamente planificada antes de llevarse a la pared, y aquella variante insólita no estaba prevista; pero comprobó que encajaba como si el espacio le hubiese estado reservado desde el principio. El pintor de batallas apuró el café, comprobando que, en su cabeza, en los ojos que contemplaban el mural, en sus manos manchadas de pintura y en el pincel húmedo surgían posibilidades imprevistas. Matices ocultos que tal vez siempre habían estado allí. Paradójicamente, esos nuevos trazos que se adentraban en la parte no pintada -o esta por sí sola- parecían materializar y confirmar lo pintado en el resto, del mismo modo que un puñado de arena que se escurriera entre los dedos hasta desaparecer representaría, quizá, un ajustado concepto plástico de la palabra arena.