Niños sentados frente a un museo
(insólitamente) intacto…
Alejó el recuerdo y prestó atención a Markovic. Este había repetido su pregunta. De veras lo ve así, insistía. Orcas, etcétera. Faulques hizo un gesto ambiguo.
– Está aquí, bajo la piel -dijo al fin-. En nuestros genes… Sólo las reglas artificiales, la cultura, el barniz de las sucesivas civilizaciones mantienen al hombre a raya de sí mismo. Convenciones sociales, leyes. Miedo al castigo.
El otro escuchaba atento, el cigarrillo humeante colgado de los labios. Entornó de nuevo los párpados.
– ¿Y Dios?… ¿Es usted creyente, señor Faulques?
– No fastidie, hombre.
Se volvió a medias. Su ademán abarcaba a la gente sentada en las terrazas o que paseaba junto al muelle, con sus bronceados y sus pantalones cortos y sus niños y sus perros.
– Mírelos. Tan civilizados dentro de lo que cabe, mientras no les cueste demasiado esfuerzo. Pidiendo las cosas por favor, quienes todavía lo hacen… Métalos en un cuarto cerrado, prívelos de lo imprescindible, y los verá destrozarse entre sí.
Markovic los miraba también. Convencido.
– Lo he visto -asintió-. Por un trozo de pan, o un cigarrillo. Y no digamos por seguir con vida.
– Por eso sabe, como yo, que cuando el desastre devuelve al hombre al caos del que procede, todo ese civilizado barniz salta en pedazos, y otra vez es lo que era, o lo que siempre ha sido: un riguroso hijo de puta.
El otro miró con atención la colilla que sostenía entre el pulgar y el índice. Luego la arrojó lejos, como la anterior. Cayó en el mismo sitio.
– No es usted un hombre compasivo, señor Faulques.
– No lo soy. Pero es singular que diga eso.
– ¿Y en su opinión, qué nos protege?… ¿La cultura, como insinuó antes?… ¿El arte?
– No lo sé. No creo.
Markovic parecía decepcionado, así que Faulques lo pensó un poco.
– Sospecho -añadió- que nada puede cambiar la naturaleza humana. O tenerla siempre a raya.
Aún lo pensó un poco más. Una chica joven, de buen aspecto, caminaba cerca de la oficina de billetes del barco de turistas. Tal vez fuera ella, pensó. La guía de la golondrina que hablaba del pintor famoso de la torre. La chica pasó de largo.
– La memoria, quizás. En cierto modo es una forma de dignidad estoica. La lucidez a la hora de contemplar las líneas maestras del asunto. Asumir las reglas del juego.
Vio sonreír a Markovic, como si esta vez hubiera sido capaz de comprender las alusiones de su interlocutor.
– Las simetrías -apuntó el croata, satisfecho.
– Eso es. Un poeta inglés escribió terrible simetría, refiriéndose a las rayas del tigre.
– Vaya. ¿Un poeta, dice?
– Sí. Toda simetría encierra crueldad, vino a decir.
Frunció Markovic el ceño.
– ¿Y cómo es posible asumir simetrías?
– Mediante la geometría que permite observarlas. Y la pintura que la expresa.
Otra vez me perdí, volvía a decir el ceño fruncido del otro.
– ¿Dónde aprendió todo eso?
Faulques hizo con las manos ademán de pasar páginas. Leyendo, dijo. Haciendo fotos. Mirando, supongo. Preguntando. Todo está ahí, añadió. La diferencia es que unos se fijan y otros no. El croata seguía escuchando con atención.
– He vuelto a desorientarme -protestó-. Tiene puntos de vista estrambóticos -se detuvo, suspicaz-… ¿Por qué sonríe ahora, señor Faulques?
– Por lo de estrambóticos. Está bien. Resulta interesante su forma de usar algunas palabras.
– A diferencia de usted, no soy hombre culto. En los últimos años he leído libros aquí y allá. Pero estoy lejos de serlo.
– No me refería a eso. Al contrario. Usa palabras interesantes. Poco comunes. Palabras cultas.
Tuve pocos estudios, dijo entonces el croata. Sólo buena formación técnica como mecánico. Pero en el campo de prisioneros traté a un hombre que había leído mucho. Un músico. Hablamos con frecuencia, figúrese, durante aquel tiempo. Aprendí cosas. Ya sabe. Cosas. Tras repetir lo de cosas, Markovic se quedó absorto unos instantes, el aire evocador. También, añadió, conocí a un hombre que estuvo sepultado once horas bajo su casa bombardeada, inmovilizado por los escombros, con la vista fija en un objeto que tenía delante: una navaja de afeitar rota. Imagínese: once horas inmóvil, con aquel objeto delante. Pensando. Algo parecido a lo mío con el pañuelo del arbusto. O con la foto que usted me hizo. Así que ese hombre llegó a saberlo todo sobre navajas de afeitar rotas y cualquier idea con la que estas se puedan asociar. Escuchándolo, yo también.
– Después del campo de prisioneros, cuando me enteré de que ya no tenía familia, viajé un poco. Leí alguna cosa… Tenía un buen motivo: usted. Conocer al hombre que había destrozado mi vida con una fotografía, requería algunos conocimientos. El mecánico de antes de la guerra nunca lo habría logrado. Sin saberlo, el músico y el hombre de la navaja rota me abrieron puertas. Tampoco yo comprendí lo útiles que esas puertas iban a ser después, cuando supiera.
Se detuvo y miró alrededor inclinado hacia adelante, las palmas de las manos sobre los muslos como si fuera a ponerse en pie. Pero siguió sentado. Inmóvil.
– Leí, busqué en periódicos viejos, en Internet. Hablé con gente que lo conocía… Usted se convirtió en mi navaja de afeitar rota.
Clavaba los ojos en Faulques como si fueran navajas nuevas.
8
Faulques nunca recurría al negro puro. Ese color dejaba agujeros; era como un balazo o un boquete de metralla en la pared. Prefería llegar a él de forma indirecta, mezclando sombra tostada con gris Payne o azul prusia, incluso con algo de rojo, y que la mezcla no tuviese lugar en la paleta, sino sobre la pintura misma, frotando a veces directamente con el dedo en las superficies grandes hasta lograr el tono deseado, ceniza muy oscuro entreverado de matices claros que lo enriquecían y le daban volumen. En cierto modo, pensaba el pintor de batallas, aquello equivalía a abrir un punto más el diafragma cuando se fotografiaba a personas de piel negra. Si uno disparaba fiándose del fotómetro de la cámara, la gente salía empastada. Negro plano, sin matices. Un agujero en la foto.
Recordó, mientras aplicaba con un dedo la pintura en la pared -negro de sombras, negro de humo de incendios, negro de noche sin alba prevista-, una piel negra que había fotografiado veinticinco años atrás, a orillas del Chari. También esa foto estaba en el álbum que Ivo Markovic había dejado sobre la silla, y era realmente una buena foto en blanco y negro, hasta el punto de que en su momento mereció una doble página en varias revistas internacionales. Tras un combate en las afueras de Yamena, una docena de rebeldes chadianos, heridos y maniatados, habían sido puestos junto al río para que los devoraran los cocodrilos, a poca distancia del hotel -cristales rotos por disparos y paredes llenas de agujeros que parecían trazos pictóricos hechos con negro frío- donde se alojaba Faulques. Durante media hora este fotografió a esos hombres, uno por uno, calculando diafragma y encuadre, preocupado por el contraste de luz entre la arena y aquellas pieles negras relucientes de sudor, punteadas de moscas, donde se destacaba el blanco de los ojos horrorizados que miraban a la cámara. La humedad hacía el calor insoportable, y Faulques se movía con mucha precaución estudiando a los hombres tendidos en el suelo, paso a paso, empapada la camisa, economizando energía en cada gesto, deteniéndose con la boca abierta para respirar el aire espeso y caliente que olía al agua sucia del río y también a los cuerpos postrados en la orilla. Carne cruda. Nunca como ese día le pareció el olor de los cuerpos africanos tan semejante al de la carne cruda. Y al inclinarse sobre uno de ellos -carne sobre el tajo del carnicero, lista para ser devorada- y acercarle el objetivo de la cámara al rostro, el herido alzó las manos atadas para cubrirse a medias, atemorizado, mientras las córneas blancas se le desorbitaban más. Fue entonces cuando Faulques iluminó un punto el diafragma, tomó foco en los ojos muy abiertos que tenía delante y oprimió el disparador, capturando esa imagen compuesta con horrible perfección técnica: varios volúmenes escalonados en negros y grises, las manos atadas y sucias en primerísimo plano con el matiz más claro de las palmas y las uñas, la sombra que las manos proyectaban sobre la parte inferior del rostro, la superior iluminada por el sol, negro brillante, piel sudorosa, moscas, granulado de arena clara adherida a una mejilla. Y en el centro exacto de todo, aquellos ojos desmesuradamente abiertos, asomados al espanto: dos almendras blancas con dos pupilas negrísimas clavadas en el objetivo de la cámara, en Faulques, en los miles de espectadores que iban a ver aquella foto. Y detrás, al fondo, como término al recorrido de la mirada del observador, la suma de todos esos negros y grises: la sombra de la cabeza del hombre sobre la arena, donde, pese al ligero desenfoque del fondo, se adivinaba -toque maestro del azar y la naturaleza implacables- la huella del arrastre de las patas y la cola de un cocodrilo. Faulques llevaba tomadas diecinueve exposiciones cuando un centinela, con fusil y gafas de sol con la etiqueta de control de calidad pegada sobre el cristal izquierdo, se acercó indicándole por gestos que ya estaba bien, que se acabaron las fotos. Y Faulques, más por convención que por esperanza, hizo un gesto de protesta, una vaga recomendación de piedad que el de las gafas de sol atendió con una sonrisa desaforada y blanca que le descubrió las encías, antes de cambiar de hombro el fusil que llevaba colgado y regresar al resguardo de la sombra. Entonces, sin mirar atrás, el fotógrafo regresó al hotel, rebobinó los carretes, los marcó con rotulador y los puso en un sobre de papel grueso para meterlos al día siguiente en un vuelo de Air France. Y a la puesta de sol, mientras cenaba en la terraza desierta del hotel junto a la piscina vacía, entre los compases de la música de la orquesta -una guitarra, un órgano eléctrico y una cantante negra con la que esa noche se fue a la cama previo pago de su importe-, Faulques escuchó los alaridos de los prisioneros arrastrados por los cocodrilos hasta las aguas del río, y dejó la carne medio cruda intacta en el plato, sin llegar apenas a cortarla con el cuchillo.