– ¿Ya sabe por qué el ser humano tortura y mata a los de su especie?… En esos treinta años de fotografías, ¿obtuvo una respuesta?
Faulques se echó a reír. Una risa corta, sin ganas.
– No hacen falta treinta años. Cualquiera puede comprobarlo, a poco que se fije… El hombre tortura y mata porque es lo suyo. Le gusta.
– ¿Lobo para el hombre, como dicen los filósofos?
– No insulte a los lobos. Son asesinos honrados: matan para vivir.
Markovic inclinó la cabeza, como si lo considerase a fondo. Luego miró de nuevo al pintor de batallas.
– ¿Y cuál es, a su juicio, la razón de que el hombre torture y mate por gusto?
– La inteligencia, supongo.
– Qué interesante.
– La crueldad objetiva, elemental, no es crueldad. La verdadera requiere cálculo. Inteligencia, como acabo de decir… Fíjese en las orcas.
– ¿Qué pasa con las orcas?
Entonces Faulques explicó qué pasaba con las orcas. Y contó cómo esos depredadores marinos de cerebro evolucionado, que operaban dentro de un complejo ambiente social comunicándose con sonidos refinados, se acercaban a las playas para capturar jóvenes focas que luego se lanzaban unos a otros a coletazos por el aire, jugando con ellas como si fueran pelotas, dejándolas escapar hasta el límite de la playa antes de capturarlas de nuevo, y seguían así, disfrutando, hasta que, cansadas del juego, las orcas abandonaban la maltrecha presa, descoyuntada, o la devoraban si tenían hambre. Aquello, concluyó Faulques, no era algo visto por él en la televisión u oído por ahí. Lo había fotografiado en una playa austral, durante la guerra de las Malvinas. Y aquellas orcas parecían humanas.
– No sé si comprendo bien. ¿Quiere decir que cuanto más inteligente es el animal, más cruel puede ser?… ¿Que un chimpancé es más cruel que una serpiente?
– No sé nada de chimpancés ni de serpientes. Ni siquiera de orcas. Verlas me hizo pensar, eso es todo. Tendrían sus motivos, supongo: lúdicos, de adiestramiento. Pero su exquisita crueldad me recordó la del hombre. Tal vez ellas no tengan conciencia de esa crueldad, y sólo cumplan los códigos de su naturaleza. Quizá el hombre haga lo mismo: ser fiel a la espantosa simetría de su inteligente naturaleza.
Markovic parpadeó, desconcertado.
– ¿Simetría?
– Eso es. Un científico la definiría como las propiedades estables del conjunto, pese a las transformaciones -ante la expresión de su interlocutor, Faulques hizo una pausa y encogió los hombros-… Dicho de otro modo, que las apariencias engañan. Hay un orden oculto en el desorden, diría yo. Un orden que incluye el desorden. Simetrías y respuestas a simetrías.
El otro se rascó el mentón, moviendo ligeramente la cabeza.
– Me parece que no lo comprendo.
– Pues ayer dijo que ha llegado a conocerme. Mis fotos y todo eso.
Un nuevo parpadeo. Markovic se quitó despacio las gafas y observó los cristales, como si acabase de descubrir que su transparencia no era adecuada. Se puso a limpiarlos, pensativo, con un pañuelo de papel que sacó del bolsillo.
– Ya veo -concluyó tras unos instantes-. Quiere decir que el malvado no puede evitar serlo.
– Digo que somos malvados y no podemos evitarlo. Que son las reglas de este juego. Que nuestra inteligencia superior hace más excelente y tentadora nuestra maldad… El hombre nació predador, como la mayor parte de los animales. Es su impulso irresistible. Volviendo a la ciencia, su propiedad estable. Pero a diferencia del resto de animales, nuestra inteligencia compleja nos empuja a depredar bienes, lujos, mujeres, hombres, placeres, honores… Ese impulso nos llena de envidia, de frustración y de rencor. Nos hace ser, todavía más, lo que somos.
Se calló, y el croata no dijo nada. Se había puesto otra vez las gafas. Miró un momento a Faulques antes de volverse hacia el espigón, y permaneció así, contemplando el paisaje.
– Yo cazaba antes de la guerra -dijo de pronto-. Me gustaba salir al campo de madrugada, con algún vecino. Caminar al alba, ya sabe, con la escopeta. Pum, pum.
Seguía mirando el mar, los ojos entornados por la claridad del sol que reverberaba cerca del muelle pesquero.
– Quién me lo iba a decir -añadió, torciendo el gesto.
Luego inclinó la cabeza para encender otro cigarrillo. Faulques observó la cicatriz de su mano derecha y luego la de la frente, vertical y más profunda. Una ceja partida, sin duda. Objeto contundente. Esa cicatriz no estaba en la fotografía, ni Markovic la había mencionado al hablar de su herida en Vukovar. Tal vez era una huella del campo de prisioneros. Había hablado de torturas. Como a un animal, eran las palabras. Me torturaron -lo torturaron, fue lo que dijo, en tercera persona- como a un animal.
– No sé qué le encuentran de belleza al alba -dijo de pronto Markovic-. O a la puesta de sol. Para quien ha vivido una guerra, el alba es señal de cielo turbio, de indecisión, de miedo a lo que va a pasar… Y el atardecer es amenaza de las sombras que llegan, oscuridad, corazón aterrorizado. La espera interminable, muerto de frío en un agujero, con la culata del fusil pegada a la cara…
Se quedó moviendo la cabeza, afirmativo. Sus recuerdos parecían respaldar sus argumentos. Tenía el cigarrillo en la boca y le oscilaba con el movimiento.
– ¿Tuvo miedo innumerables veces, señor Faulques?
– Innumerables, como usted dice. Sí.
A Markovic parecía incomodarlo la media sonrisa del pintor.
– ¿Qué ocurre con la palabra innumerables?
– Nada. Es correcta, no se preocupe. Innumerables: imposibles de numerar.
El croata lo estudió atento, en busca de ironía. Al cabo pareció relajarse un poco. Chupó su cigarrillo.
– Iba a contarle -dijo con una bocanada de humo- que en cierta ocasión vomité al alba, antes de un ataque. De puro miedo. Me limpié la boca con un pañuelo de papel, lo tiré y se quedó colgado de un arbusto como una manchita de color claro. Estuve mirando aquel pañuelo allí mientras amanecía… Ahora, cada vez que pienso en el miedo, me acuerdo de ese pañuelo de papel colgado en el arbusto.
Se ajustó otra vez las gafas con una presión del dedo índice, se acomodó más en la silla y miró a uno y otro lado, el aire distraído, cual si buscara algo de interés en el paisaje.
– Simetría, dice -comentó al fin-. Puede ser. Y esa pintura de la torre… Me sorprendió de veras. Creo. O tal vez no me sorprendió tanto como yo digo que creo.
Ahora miraba de nuevo al pintor, con recelo.
– ¿Sabe lo que sí creo?… Que todo cazador queda marcado por la clase de caza que practica. Y yo he pasado diez años siguiendo su rastro. Dándole caza a usted.
Faulques sostuvo su mirada sin abrir la boca. Estaba fascinado por la exactitud del comentario. Cazadores, clase de caza, marcas. Olvido había dicho eso casi con las mismas palabras. Un día de primavera, después de la primera guerra del Golfo, vieron a un grupo de niños que esperaban ante el museo del Louvre, alineados y sentados en el suelo bajo un cielo oscuro y lluvioso, vigilados por profesores que caminaban entre ellos. Parecen, había dicho Faulques, prisioneros de guerra iraquíes. Y Olvido se lo quedó mirando, divertida, antes de acercarse y darle un beso en la cara, un beso sonoro y fuerte, y decir hay cazas que marcan al cazador para toda la vida. Sí. Hay meteorólogos que miran el cielo y sólo ven isobaras.
– Orcas, chimpancés y serpientes -murmuró Markovic-… ¿De veras lo ve así?
Aquel mismo día ella había escrito un poema, siguió recordando Faulques. No era extraordinaria en eso, igual que tampoco lo era como fotógrafa; estaba demasiado atenta a apurar la vida, quemando la vela por ambos extremos. No era una creadora. De no haberse dejado llevar por su búsqueda de lo intenso, por la necesidad de recorrer el límite exterior de lo razonable sin renunciar a su memoria y su cultura, o de haber vivido lo suficiente para alcanzar la sombra de sí misma que perseguía a largas zancadas, Olvido habría brillado como historiadora de la pintura, como profesora de universidad, como galerista según la tradición familiar. Su talento cuajaba, sobre todo, en una lucidísima visión del arte, un ojo extraordinario para comprenderlo en cualquiera de sus manifestaciones; una intensa capacidad de análisis y un gusto, a la vez ecuánime y depurado, a la hora de detectar lo bueno entre la espesura de lo mediocre y lo malo. Antes, decía ella, el arte era la única historia donde triunfaba la justicia, y donde al final, por mucho que tardasen en llegar, siempre ganaban los buenos; ahora no estaba segura de eso. Aquellas líneas del poema, garabateadas por Olvido en la servilleta de un café, las había conservado Faulques durante algún tiempo hasta que terminó perdiéndolas donde no recordaba, como tampoco las palabras allí escritas: niños sentados bajo la misma lluvia que mojaba otros lugares, cementerios lejanos donde yacían otros niños que nunca llegarían a viejos ni llegarían a nada, o algo de eso. Recordaba sólo las dos primeras líneas: