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Faulques subió a la planta de arriba con el vaso de coñac en una mano y el farol de gas en la otra. El licor le volvía los dedos torpes al revolver dentro del cajón que estaba a modo de mesa junto al catre militar donde dormía. Fue apartando papeles diversos, documentos, cuadernos de notas, hasta dar con la foto que buscaba: la única que conservaba de él mismo, y hacía mucho tiempo que no contemplaba. En realidad era una foto de los dos, pues también Olvido aparecía en ella: una casa destrozada después de un bombardeo, con Faulques -esta vez era él- dormido en el suelo, la boca entreabierta, el mentón sin afeitar, la cabeza apoyada en la mochila, botas y pantalones manchados de barro, las dos Nikon y la Leica sobre el pecho y un sombrero de lona cubriéndole los ojos. Y Olvido en el momento de apretar el obturador, el rostro medio oculto por la cámara, parcialmente reflejada en el espejo roto de la pared. Ella la había tomado en Jarayeb, sur del Líbano, después de un bombardeo israelí; pero Faulques no lo supo hasta mucho más tarde, una vez acabó todo, cuando ordenaba sus pertenencias para enviarlas a la familia. Se trataba de una foto en blanco y negro, con un hermoso contraluz de amanecer que alargaba las sombras a un lado de la imagen, encuadraba a Faulques e iluminaba en el otro lado la figura de Olvido, fragmentándola tres veces en el espejo roto. Uno de los reflejos mostraba el rostro detrás de la cámara, las trenzas, el torso vestido con una camiseta oscura, los tejanos amoldados a la cintura; otro, la cámara, el lado derecho del cuerpo, un brazo y una cadera; el tercero, sólo la cámara. Y en cada fragmento de aquella imagen incompleta, Olvido parecía desvanecerse en su propio reflejo, descompuesto cada instante de esa fuga y fijado en el tiempo, en la emulsión de la película fotográfica, como el guerrero de Paolo Uccello y el que Faulques pintaba en su mural.

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Se había ido con el, sin más. Muy pronto. Quiero acompañarte, dijo. Necesito un Virgilio silencioso, y tú eres bueno en eso. Quiero un guía de agradable aspecto, callado y duro como en las películas de safaris de los años cincuenta. Olvido se lo había dicho un atardecer de invierno frente a una mina abandonada de Portmán, cerca de Cartagena, junto al Mediterráneo. Llevaba un gorro de lana, tenía la nariz roja de frío y los dedos asomaban por las mangas demasiado largas de un jersey rojo y grueso. Habló muy seria, mirándole los ojos, y luego vino la sonrisa. Estoy harta de hacer lo que hago, así que me pego a ti. Decidido. Oh muerte, zarpemos. Etcétera. Mis propias fotos me aburren. Es mentira que la fotografía sea la única de las artes donde la formación no es decisiva. Ahora todas son así. Cualquier aficionado con una Polaroid se codea con Man Ray o Brassaï, ¿comprendes? Pero también con Picasso o con Frank Lloyd Wright. Sobre las palabras arte y artista pesan siglos de trampas acumuladas. Lo que tú haces no sé muy bien qué es; pero me atrae. Te veo tomar todo el tiempo fotos mentales, concentrado como si practicaras una disciplina bushido extraña, con una cámara en lugar de un sable samurái. Sospecho que el único arte actual vivo y posible es el de tus despiadadas cacerías. Y no te rías, tonto. Hablo en serio. Empecé a comprenderlo anoche, cuando me abrazabas como si estuviéramos a punto de morir. O como si alguien fuera a matarnos a los dos de un momento a otro.

Ella era inteligente. Mucho. Había advertido que él nunca se propuso explicar, resolver, cambiar nada. Que sólo buscaba ver el mundo en su dimensión real, sin el barniz de la falsa normalidad; poniendo los dedos donde latía el pulso terrible de la vida, aunque los retirase manchados de sangre. Olvido, por su parte, era consciente de haber vivido en un mundo ficticio desde niña, como aquel Buda joven al que, contaba, su familia ocultó durante treinta años la existencia de la muerte. La cámara, decía, tú mismo, Faulques, sois mi pasaporte a lo real: allí donde las cosas no pueden ser embellecidas con estupidez, retórica o dinero. Quiero violar mi vieja ingenuidad. Mi maltrecha inocencia, tan sobrevalorada. Quizás por eso, cuando hacía el amor susurraba densas procacidades o hacía que él la tratara, a veces, casi con violencia. Detesto, dijo en cierta ocasión -ahora estaban en la National Gallery de Washington, ante el Retrato de señora de Van der Weyden-, ese talante hipócrita, casto, difícil, de las mujeres pintadas por esos tipos del norte. ¿Comprendes, Faulques? Por el contrario, las madonnas italianas o las santas españolas tienen todo el aire, en caso de que escape de sus labios una obscenidad, de saber perfectamente lo que dicen. Como yo.

A partir de aquel tiempo, Olvido ya nunca produjo obra alguna desde la estética y el glamour en los que había sido educada y vivido, sino que les volvió la espalda deliberadamente. Todas sus nuevas fotos habrían de ser una reacción contra eso. Ya nunca hubo en ellas personas, ni belleza; sólo cosas acumuladas como en una tienda de ropavejero, restos de vidas ausentes que el tiempo arrojaba a sus pies: ruinas, escombros, esqueletos de edificios ennegrecidos que se recortaban en cielos sombríos, cortinas rasgadas, loza rota, armarios vacíos, muebles quemados, casquillos de bala, huellas de metralla en los muros. Ese fue durante tres años el resultado de su trabajo, siempre en blanco y negro, antítesis de las escenas de arte o de moda que había protagonizado o fotografiado antes; del color, la luz y el enfoque perfectos que hacían el mundo más bello que en la vida real. Mira qué guapa era yo en las fotos, dijo en cierta ocasión, mostrándole a Faulques la portada de una revista -Olvido maquillada, impecable, posando en el puente de Brooklyn reluciente de lluvia-. Qué increíblemente guapa; y repara, si eres tan amable, en el adverbio. Así que dame, por favor, lo que a ese viejo mundo mío le falta. Dame la crueldad de una cámara no cómplice. La fotografía como arte es un terreno peligroso: nuestra época prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser; prefiere que yo, vestida por los mejores modistos, le robe las frases a Sasha Stone o a Feuerbach. Por eso te amo, de momento. Eres mi forma de decir: al diablo las revistas de modas, al diablo la colección de primavera en Milán, al diablo Giorgio Morandi, que pasó media vida haciendo naturalezas muertas con botellas, al diablo Warhol y sus latas de sopa, al diablo la mierda de artista que se vende enlatada en las subastas millonarias de Claymore. Pronto no te necesitaré, Faulques; pero estaré siempre agradecida a tus guerras. Liberan mis ojos de todo eso. Es una licencia ideal para ir a donde quiero ir: acción, adrenalina, arte efímero. Me libra de responsabilidades y me hace turista de élite. Puedo mirar, al fin. Con mis ojos. Contemplar el mundo mediante los dos únicos sistemas posibles: la lógica y la guerra. En eso tampoco hay tanta diferencia entre tú y yo. Ninguno de los dos hacemos fotoperiodismo ético. ¿Quién lo hace?

La decisión de acompañarlo la tomó Olvido mientras contemplaban el devastado paisaje de Portmán. O al menos fue entonces cuando lo dijo. Sé de un sitio, había sugerido Faulques, idéntico a un cuadro del doctor Atl, pero sin fuego ni lava. Ahora que conozco esos cuadros y te conozco a ti, me gustaría volver allí y fotografiarlo. Ella lo miró, sorprendida, por encima de su taza de café -desayunaban en la casa de Faulques en Barcelona, cuando a él se le ocurrió la idea- y dijo eso no es una guerra, y yo creía que sólo fotografiabas guerras. En cierto modo, respondió él, ahora esos cuadros y ese lugar también forman parte de la guerra. Así que alquilaron un automóvil y viajaron hacia el sur, hasta un atardecer de invierno en el silencio de sinuosas carreteras de tierra asomadas a barrancos y montañas de escoria de mineral, arruinadas torres y casas derribadas, muros sin techos, antiguas minas a cielo abierto que mostraban las entrañas pardas, rojas y negruzcas de la tierra, vetas de óxido ocre, filones agotados, enormes lavaderos cuyo fango agrietado y gris, tras escapar por los taludes rotos, tapizaba el fondo de las ramblas, entre chumberas muertas y troncos secos de higueras, como lenguas de lava solidificada y vieja. Parece un volcán frío, murmuró Olvido, admirada, cuando Faulques detuvo el coche, cogió la bolsa de las cámaras y caminaron por aquel paisaje de belleza sombría, escuchando el crujido de las piedras bajo sus pasos en el silencio absoluto de la inmensidad desierta, abandonada por las manos del hombre desde hacía casi un siglo, pero que el viento y la lluvia habían seguido erosionando con formas caprichosas, torrenteras, surcos entrelazados, derrumbes. Se diría que una mano gigantesca y caótica, manejando herramientas poderosas, hubiera removido la tierra hasta arrancarle sus vísceras de mineral y piedra, y después hubiese dejado al tiempo trabajar en todo aquello como el artista en un taller desaforado. Entonces, el sol, que estaba a punto de ponerse entre las escombreras que se extendían hasta el mar cercano, asomó un instante bajo la capa de nubes plomizas, y un resplandor rojo estalló en el agua para derramarse como una erupción de lava incandescente por el paisaje atormentado, sobre las crestas rotas de los lavaderos, los barrancos de escoria y las arruinadas torres mineras recortadas en la distancia. Y mientras Faulques se llevaba la cámara a la cara para fotografiar aquello, Olvido dejó de frotarse las manos para aliviar el frío, abrió mucho los ojos bajo el gorro de lana, se dio una palmada en la frente y dijo: por supuesto, dios mío, es exactamente lo que ocurre. No es la pirámide de Gizeh, o la esfinge, sino lo que de ellas queda cuando el tiempo, el viento, la lluvia, las tormentas de arena han hecho su trabajo. No será la verdadera torre Eiffel hasta que la estructura de hierro, al fin rota y oxidada, vigile una ciudad muerta a la manera de un espectro en su atalaya. Nada será en realidad lo que es hasta que el Universo, que no tiene sentimientos, despierte como un animal dormido, estire las patas desperezando la osamenta de la Tierra, bostece y dé unos cuantos zarpazos al azar. ¿Te das cuenta? Sí, claro que te la das. Ahora comprendo. Es cuestión de amoralidad geológica. Se trata de fotografiar la útil certeza de nuestra fragilidad. Estar al acecho de la ruleta cósmica el día exacto que, de nuevo, no funcione el ratón del ordenador, Arquímedes triunfe sobre Shakespeare y la Humanidad se palpe desconcertada los bolsillos, comprobando que no lleva moneda suelta para el barquero. Fotografiar no al hombre, sino su rastro. Al hombre desnudo bajando una escalera. Pero yo nunca lo había visto así antes. Sólo era un cuadro en un museo. Dios mío, Faulques. Dios mío -la luz rojiza le iluminaba el rostro como las llamas de un volcán colgado en la pared-. Un museo es sólo cuestión de perspectiva. Gracias por traerme aquí.

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