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Cuando el pintor de batallas terminó de contar la historia del francotirador, Ivo Markovic se quedó un rato pensativo, sin decir nada. Estaban sentados en el interior de la torre, bebiéndose la cerveza del croata. Markovic en los peldaños bajos de la escalera de caracol y Faulques en una silla, junto a la mesa de las pinturas.
– Como ve -dijo este-, la incertidumbre corresponde al jugador, no a las reglas… De las infinitas trayectorias posibles de una bala, sólo una ocurre en la realidad.
El croata asintió entre dos sorbos. Se miraba la cicatriz de la mano.
– ¿Leyes ocultas y terribles?
– Eso es. Incluido el origen microscópico de la irreversibilidad.
– Me asombra que pretenda conocer eso.
Faulques se encogió de hombros.
– Conocer no es una palabra apropiada. Imagine a un tipo que no sepa nada de ajedrez, pero que acuda cada tarde al café a ver jugar partidas…
– Ya. Tarde o temprano acabará aprendiendo las reglas.
– O por lo menos, averiguando que existen. Lo que nunca será capaz de saber por sí solo, aunque mire toda su vida, es el número de partidas posibles: uno seguido de ciento veinte ceros.
– Comprendo. Habla de un juego donde las reglas no sean la línea de salida, sino el punto de llegada… ¿No?
– Diablos. Esa definición es francamente buena.
Markovic dejó la lata en el suelo y sacó un cigarrillo. Se palpaba los bolsillos en busca de fuego, y Faulques le arrojó un encendedor de plástico que había en la mesa. Quédeselo, dijo. El otro lo atrapó al vuelo.
– Bien -concluyó entre una bocanada de humo-. Creo que ya sé lo que hace aquí. En realidad sospechaba algo así, pero no que fuera capaz de ir tan lejos. Aunque al ver esto -se guardó el encendedor e hizo un ademán abarcando la pintura mural- debí prever sus últimas consecuencias.
Faulques tenía hambre. De no estar allí su extraño visitante, se habría hecho un poco de pasta en la cocina de gas que tenía en la planta superior de la torre. Subió, pasando entre Markovic y los libros que ocupaban los peldaños, para mirar en el baúl donde guardaba ropa, latas de conserva y la escopeta de postas. No quedaba gran cosa. Tendría que ir pronto al pueblo en busca de provisiones.
– ¿Y cree que no hay escapatoria? -preguntó el croata desde abajo-. ¿Que nos gobiernan esas leyes inevitables? ¿Esas reglas ocultas del universo?
– Suena excesivo, dicho así. Pero es lo que creo.
– ¿Incluidas las huellas que sirven de rastro al cazador?
– Seguramente.
Inclinado sobre la barandilla, Faulques le mostró a Markovic una lata de sardinas y un paquete de pan de molde, y el otro asintió con la cabeza. Tras coger otra lata, dos platos y cubiertos, el pintor de batallas bajó y lo dispuso todo sobre servilletas de papel en un ángulo libre de la mesa. Los dos hombres comieron en silencio, de pie, acompañando las sardinas con las otras dos cervezas traídas por el croata, que aún estaban frías.
– Respecto a huellas y cazadores -apuntó Markovic entre dos bocados-, tal vez, a su manera, ese francotirador también era un artista.
Faulques se echó a reír.
– ¿Por qué no?… En cuestiones de arte, el trabajo original del yo tiene más importancia social que la filantropía. O eso dicen.
– ¿Puede repetirlo?
El pintor de batallas dijo claro que puedo, y lo repitió. El otro lo estuvo analizando un rato y asintió con la boca llena, casi regocijado por la idea. Un artista, repitió pensativo. Adecuado a los tiempos que corren. La verdad es que nunca se me había ocurrido considerarlo de esa manera, señor Faulques.
– También -admitió este- yo he tardado unos años en verlo así.
A media lata de sardinas, el pintor de batallas sintió el aviso de una punzada de dolor. Buscó sin apresurarse la caja de comprimidos, tragó dos con un sorbo de cerveza, se disculpó con Markovic y salió afuera, al sol, apoyándose en el muro de la torre mientras esperaba a que cesara el dolor. Cuando regresó, el croata lo observaba con curiosidad.
– ¿Molestias?
– A veces.
Se miraron sin más comentarios. Después, al terminar de comer, Faulques subió a preparar café y bajó con una taza humeante en cada mano. El visitante había encendido otro cigarrillo y observaba la pintura mural, allí donde la columna de fugitivos abandonaba la ciudad en llamas bajo las armas de los sicarios revestidos de hierro, con su apariencia a medio camino entre guerreros medievales y soldados futuristas.
– Hay una grieta en la pared, ahí encima -dijo Markovic.
– Ya lo sé.
– Qué lástima -el croata movía la cabeza, apesadumbrado-. Estropeada antes de terminarse. Aunque de todas formas…
Se calló, y Faulques miró su perfil interesado en lo que contemplaba, el rostro vuelto hacia arriba, el mentón sin afeitar, el cigarrillo colgado de los labios, los ojos grises y atentos que recorrían las imágenes de la pared deteniéndose en la playa donde las naves se alejaban bajo la lluvia y donde, en primer término, el niño contemplaba a su madre tendida boca arriba y con los muslos manchados de sangre. Aparte de los recuerdos profesionales del pintor de batallas, aquella mujer debía mucho, compositivamente, a un cuadro de Bonnard: La indolente. Aunque para la mujer pintada en la pared, indolente no fuese expresión acertada.
Markovic seguía estudiando aquella figura.
– ¿Me permite una pregunta profana?
– Claro.
– ¿Por qué es todo tan geométrico y con tantas diagonales?
Faulques le entregó una taza de café y bebió un sorbo de la otra.
– Creo que las diagonales ordenan mejor. Cada estructura tiene su propio código de la circulación. Sus señales de tráfico.
– ¿Incluso la guerra?
– Sí. Pintando esto es como lo veo. Se trata de la forma, de la regla o como queramos llamarla, frente a la desintegración en puntos y comas, en manchas… Frente al desorden del color y de la vida. Un tipo llamado Cézanne fue el primero que vio eso.
– No conozco a ese Cézanne.
– Da igual. Hablo de pintores. Gente a la que yo antes ignoraba, o despreciaba, y a la que con el tiempo acabé por comprender.
– ¿Pintores famosos?
– Maestros antiguos y modernos. Se llamaban Piero della Francesca, Paolo Uccello, y también Picasso, Braque, Gris, Boccioni, Chagall, Léger…
– Ah, claro… Picasso.
Markovic se acercó un poco más a la pintura, inclinándose para observar los detalles, cigarrillo en una mano y taza de café en la otra. Me parece, dijo, que Picasso también pintó un cuadro de guerra. El Guernica, se llama. Aunque en realidad no se diría un cuadro de guerra. Al menos, no como este. ¿Verdad?
– Picasso no vio una guerra en su vida.
El croata miró al pintor de batallas y asintió, grave. Podía comprender eso. Con una intuición que sorprendió a Faulques, se volvió hacia los hombres ahorcados de los árboles, en la parte dibujada a carboncillo sobre el blanco de la pared.
– ¿Y aquel otro compatriota suyo, Goya?
– Ese sí. La vio y la sufrió.
Asintió de nuevo Markovic, estudiando atento los esbozos. Se detuvo mucho rato en el niño muerto junto a la columna de fugitivos.
– Goya dibujó buenas estampas sobre la guerra, me parece.
– Hizo los mejores grabados que se han hecho nunca. Nadie vio la guerra como él, ni se acercó tanto a la mala índole humana… Cuando al fin perdió el respeto a todos los hombres y a todas las normas académicas, ni la más cruda fotografía llegó tan lejos.
– ¿Por qué este cuadro tan grande, entonces? -Markovic aún contemplaba el niño muerto-. ¿Por qué pintar algo que otro hizo mejor, antes?
– Cada uno debe pintar su parte. Lo que vio. Lo que ve.
– ¿Antes de morir?
– Claro. Antes de morir. Nadie debería irse sin dejar una Troya ardiendo a sus espaldas.
– Una Troya, dice.
Markovic, que ahora se movía despacio a lo largo del muro, sonrió pensativo.