Olvido no podía imaginarlo entonces -hacía poco tiempo que viajaban juntos por guerras y museos-, pero sus palabras, como otras pronunciadas después en Florencia ante un cuadro de Paolo Uccello, habrían de resultar premonitorias. O tal vez lo que había ocurrido era que esas palabras y otras que vinieron después despertaron en Faulques, a partir de entonces, algo que venía incubándose desde hacía tiempo; quizás desde el día en que una foto suya -un jovencísimo guerrillero angoleño llorando junto al cadáver de un amigo- fue adquirida para promocionar una marca de ropa; o desde otro día, no menos singular, en que tras detallado estudio de la foto del miliciano español muerto, de Robert Capa -indiscutido icono de la fotografía bélica honesta-, Faulques concluyó que en tantas guerras propias nunca había visto que nadie muriera en combate con las rodilleras de los pantalones y la camisa tan impecablemente limpias. Esos detalles y muchos otros, nimios o importantes, incluida la desaparición de Olvido Ferrara en los Balcanes y el paso del tiempo en el corazón y la cabeza del fotógrafo, eran motivos remotos, piezas del complejo entramado de casualidades y causalidades que ahora lo tenían frente al mural, en la torre.
Quedaba mucho por hacer -había cubierto algo más de la mitad del cuadro esbozado a carboncillo en la pared blanca-, pero el pintor de batallas estaba satisfecho. En cuanto al trabajo de esa mañana, la playa bajo la lluvia y las naves que se alejaban de la ciudad incendiada, aquel reciente azul brumoso en la melancolía del horizonte, casi gris entre mar y cielo, orientaban la mirada del espectador hacia ocultas líneas convergentes que relacionaban las siluetas lejanas erizadas de destellos metálicos con la columna de fugitivos, y en especial con un rostro de mujer de rasgos africanos -grandes ojos, el trazo firme de una frente y una barbilla, dedos que hacían ademán de velar aquella mirada- situado en primer plano, en tonos cálidos que acentuaban su proximidad. Pero nadie pone lo que no tiene, creía Faulques. La pintura, como la fotografía, el amor o la conversación, eran semejantes a esas habitaciones de hoteles bombardeados, con los cristales rotos y despojadas de todo, que sólo podían amueblarse con lo que uno sacaba de su mochila. Había lugares de guerra, situaciones, rostros de foto obligada como podían serlo, en otro orden de cosas, París, el Taj Mahal o el puente de Brooklyn: nueve de cada diez fotógrafos recién llegados se atenían al ritual, en busca de la instantánea que los inscribiera en el club selecto de los turistas del horror. Pero ese nunca fue el caso de Faulques. Él no pretendía justificar el carácter predatorio de sus fotografías, como quienes aseguraban viajar a las guerras porque odiaban las guerras y a fin de acabar con ellas. Tampoco aspiraba a coleccionar el mundo, ni a explicarlo. Sólo quería comprender el código del trazado, la clave del criptograma, para que el dolor y todos los dolores fuesen soportables. Desde el principio había buscado algo diferente: el punto desde el que podía advertirse, o al menos intuirse, la maraña de líneas rectas y curvas, la trama ajedrezada sobre la que se articulaban los resortes de la vida y la muerte, el caos y sus formas, la guerra como estructura, como esqueleto descarnado, evidente, de la gigantesca paradoja cósmica. El hombre que pintaba aquella enorme pintura circular, batalla de batallas, había pasado muchas horas de su vida al acecho de tal estructura, como un francotirador paciente, lo mismo en una terraza de Beirut que en la orilla de un río africano o en una esquina de Mostar, esperando el milagro que, de pronto, dibujara tras la lente del objetivo, en la caja oscura -rigurosamente platónica- de su cámara y su retina, el secreto de aquella urdimbre complicadísima que restituía la vida a lo que realmente era: una azarosa excursión hacia la muerte y la nada. Para llegar a esa clase de conclusiones mediante su trabajo, muchos fotógrafos y artistas solían aislarse en un taller. En el caso de Faulques, su taller había sido especial. Abandonando los estudios sucesivos de arquitectura y arte, con veinte años se había adentrado en la guerra, atento, lúcido, con la cautela de quien por primera vez recorre un cuerpo de mujer. Y hasta que Olvido Ferrara entró en su vida y salió de ella, creyó que sobreviviría a la guerra y a las mujeres.
Miró con atención aquel otro rostro, o más bien su depurada representación pictórica en la pared. Había sido portada de varias revistas después de que él lo captase, casi por azar -el preciso azar, sonrió esquinado, del momento exacto-, en un campo de refugiados del sur de Sudán. Un día de rutina laboral, de tenso y silencioso ballet, sutiles pasos de baile entre niños que morían extenuados ante los objetivos de sus cámaras, mujeres enflaquecidas con la mirada ausente, huesudos ancianos sin otro futuro que sus recuerdos. Y mientras escuchaba el zumbido del motor de la Nikon F 3 rebobinando la película, Faulques vio de soslayo a la muchacha. Estaba tumbada en el suelo sobre una esterilla, tenía una jarra desportillada en el regazo y se tocaba la cara con gesto cansado, exhausto. Fue el ademán lo que llamó su atención. Con reflejo automático comprobó la escasa cantidad de película que le quedaba en la vieja y sólida Leica 3MD con objetivo de 50 milímetros que llevaba colgada al cuello. Tres exposiciones serían suficientes, pensó mientras empezaba a moverse hacia la muchacha con suavidad, intentando no ser causa de que esta descompusiera el gesto -aproximación indirecta lo llamaría después Olvido, aficionada a aplicar una cínica terminología militar al trabajo de ambos-. Pero cuando Faulques ya estaba pegado al visor y tomaba foco, la muchacha advirtió su sombra en el suelo, retiró un poco la mano y alzó el rostro, mirándolo. Esa fue la causa de que él tomase dos exposiciones rápidas, apretando el obturador mientras su instinto le decía que no dejara perderse una mirada que tal vez nunca más volvería a estar allí. Después, consciente de que sólo tenía una oportunidad más de fijar aquello en el gelatinobromuro de plata de la película antes de que se esfumara para siempre, rozó con un dedo el anillo para regular el diafragma y adecuarlo al 5.6 que calculó para la luz ambiente, varió unos centímetros el eje de la cámara y disparó la última fotografía un segundo antes de que la muchacha volviera el rostro, cubriéndoselo con la mano. Después ya no hubo nada más; y cuando él, cinco minutos más tarde, volvió a acercarse con las dos cámaras otra vez cargadas y a punto, la mirada de la muchacha ya no era la misma y el momento había pasado. Faulques viajó de regreso con aquellas tres fotografías en el pensamiento, preguntándose si el revelado las haría aparecer tal y como las había creído ver, o las recordaba. Y más tarde, en la penumbra roja del cuarto oscuro, acechó la aparición de las líneas y los colores, la lenta configuración del rostro cuyos ojos lo miraban desde el fondo de la cubeta. Después, secas las copias, Faulques pasó mucho rato frente a ellas, consciente de que se había acercado mucho al enigma y su formulación física. Las dos primeras eran menos perfectas, con un ligero problema de foco; pero la tercera resultaba limpia y nítida. La muchacha era joven y translúcidamente bella a pesar de la cicatriz horizontal que marcaba su frente y los labios cuarteados -como ahora las grietas aparecidas en la pintura mural- por la enfermedad y la sed. Y todo, la cicatriz, las grietas de los labios, los dedos finos y huesudos de la mano junto al rostro, las líneas del mentón y la tenue insinuación de las cejas, el fondo del trenzado romboidal de la esterilla, parecían confluir en la luz de los ojos, el reflejo de claridad en los iris negros, su fija y desesperada resignación. Una máscara conmovedora, antiquísima, eterna, donde convergían todas aquellas líneas y ángulos. La geometría del caos en el rostro sereno de una muchacha moribunda.