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– Espero que eso no lo incomode mucho -dijo Ivo Markovic.

Estaba sentado en los peldaños de la escalera, las manos cruzadas sobre el regazo, envuelto en la luz rojiza que entraba por la ventana de poniente. Su gesto era apacible y cortés, como de costumbre. Casi solícito.

– Pensé que, entre usted y yo, la escopeta estaba de más. Desequilibraba demasiado la situación… No sé si me entiende.

Faulques encogió los hombros, sin responder. En realidad, y para su íntimo asombro, lo que acababa de contarle Markovic no le importaba gran cosa. Terminó de limpiar los pinceles, chupó la punta y los puso a secar. Después comprobó que todos los frascos de pintura estuvieran cerrados y miró al croata.

– Creí que jugaría limpio -dijo.

– Sí, hasta donde sea posible -Markovic parpadeó tras los cristales de sus gafas, como si lo que acababa de oír lo embarazase-. Sólo quiero asegurarme de que será limpio por ambas partes.

– No me imagino estrangulándolo con las manos desnudas. Estoy viejo para eso.

– Usted dramatiza, señor Faulques.

El pintor de batallas no pudo evitar una mueca. O tal vez era un apunte de sonrisa. Movió la cabeza, dio unos pasos terminando de ordenar los utensilios de pintura y se detuvo de nuevo ante Markovic. El croata se había presentado hacía un cuarto de hora, recién afeitado y con una camisa blanca bien planchada. Llamó a la puerta, pidió permiso para entrar en la torre, y una vez dentro dirigió una prolongada mirada al mural y otra no menos larga a Faulques. Ha pintado más desde la última vez, dijo. Las figuras junto a la puerta, los ahorcados y lo demás. Realmente ha trabajado mucho. Y fíjese. Esta curiosa pareja -señalaba a Héctor y Andrómaca- me recuerda a mí despidiéndome de mi mujer. Tiene gracia, ¿no? Paradojas de la vida. Lloraba porque temía que me mataran, y fue ella la que murió. Con el niño. Y aquí estoy. Markovic repitió pensativo lo de aquí estoy, y se quedó mirando las tres colillas que Faulques acababa de poner sobre la mesa. Estuvo así un momento, absorto, y luego se tocó la nariz. Es cierto, dijo. Me tomé la libertad de venir esta mañana, mientras usted bajaba al pueblo. Tenia ganas de echar un vistazo. Pasé un rato admirando su trabajo. Hay cosas que necesitaba pensar, solo, ante esta pintura. Y deje que le diga: no sé si es buena, pero hace reflexionar. Dice mucho sobre usted. Y sobre mí. Luego fui indiscreto y miré sus cosas. Arriba encontré la escopeta y los cartuchos. Lo tiré todo por el acantilado, antes de irme.

Faulques había terminado de ordenar sus cosas. Estaba ante Markovic, que seguía sentado en la escalera. Con movimientos tranquilos, deliberados, sacó un cuchillo del cajón de la mesa y lo puso entre los utensilios de pintura: un cuchillo de buceo recio, amenazador, de hoja un poco oxidada. El croata lo seguía todo con la vista.

– Lo malo de los recuerdos -dijo este al fin- es que pueden convertirlo a uno en profeta. ¿No cree?… Incluso de sí mismo.

Apuntó eso en tono enigmático. Parecía a la espera de un asentimiento, un gesto de complicidad. Al cabo sacó un paquete de cigarrillos y se puso uno en la boca.

– ¿Alguna vez imaginó un topo loco, señor Faulques?

Inclinó la cabeza para encender el cigarrillo y se quedó contemplando el encendedor, dándole vueltas entre los dedos. Al fin lo guardó en un bolsillo.

– Cuando salí del campo de concentración y supe lo de mi mujer y mi hijo me sentí así. Como un topo enterrado y loco que excavara en cualquier dirección, sin objetivo. Hasta que pensé en usted. Eso me devolvió la cordura. La luz.

Contemplaba amistosamente a Faulques. Reconocido. Este movió la cabeza.

– Su cordura es discutible.

– No diga eso. Estoy tan cuerdo que me asombro de mí mismo. Gracias a lo que hizo con mi vida, pude darme cuenta del papel que representamos todos en este cuadro. En realidad le estoy agradecido, y mucho.

Dio varias chupadas al cigarrillo, pensativo, y luego se incorporó, aproximándose al mural. También, dijo, he aprendido otras cosas. Por ejemplo, que cuando algo está hecho ya no se puede cambiar, ni remediar. Sólo queda pagar el precio. La penitencia. Tengo la esperanza de que también usted haya aprendido eso.

– Y dígame… ¿Por qué pintó a esta mujer con la cabeza rapada? ¿No basta la violación? ¿Esa sangre en los muslos y el niño que mira?

Parecía preocupado por aquello. Inquieto de veras. Faulques se acercó despacio. Estaban el uno junto al otro, mirando la pintura. Deformación profesional, dijo el pintor de batallas. Supongo. Reflejos de fotógrafo. Mujeres rapadas al cero, mujeres violadas.

– ¿Conoce aquellas viejas fotos de la liberación de Francia?… En una fotografía, la violación casi nunca se aprecia. Hay que explicarla, y entonces la imagen no funciona. Pintarlo es algo parecido. Una mujer rapada resulta más dramática. Permite imaginar mejor.

Markovic reflexionó y se mostró de acuerdo. Tiene razón, dijo. Dramática. El humo le hacía entornar los ojos, inclinado como estaba para estudiar de cerca la imagen pintada en la pared.

– Hay algo inquietante en esa mujer -comentó-. Tal vez su… No sé cómo decirlo. ¿Animalidad?… Parece poco humana, si me permite la palabra. Esos muslos desnudos, el vientre. Hay más de animal que de humano en ella -miró a su interlocutor con renovado respeto-. No es casual, ¿verdad?… No es incompetencia por su parte.

Faulques hizo un gesto vago.

– No soy un pintor competente. Pero quizá sea cierto lo que dice. La violencia, cualquier violencia, convierte en cosa, en un trozo de carne animal, a quien está sometido a ella… Creo que estará de acuerdo.

– Lo estoy. Por experiencia.

Markovic se movió a lo largo de la pared circular, que la luz poniente iba oscureciendo en unos sitios y enrojeciendo en otros. Se detuvo en el hombre que remataba a un moribundo a golpes. El cuerpo en el suelo, apenas esbozado, no era más que trazos grises y ocres. Un rostro informe.

– Hay quien dice -comentó Markovic- que también quien golpea, quien tortura, quien mata, se vuelve un animal sin raciocinio… ¿Qué opina de eso? ¿Cree que nadie puede pensar y golpear al mismo tiempo?

Faulques lo meditó un instante. O aparentó meditarlo.

– Es compatible -dijo-. Matar y pensar.

– ¿Como aquel francotirador suyo?… El artista del rifle.

– Por ejemplo.

– Una vez leí que no hay nada inteligente en el acto de matar.

– Quien afirme eso no está bien informado.

Asintió Markovic. Eso creo yo también, decía el gesto.

– ¿Y qué tal? ¿Ha reflexionado sobre las cosas que le he venido contando estos días?… Me refiero a si se siente cómplice o partícipe de su pintura… ¿Cree que alguien puede pensar y fotografiar al mismo tiempo?

– Lo que creo es que habla demasiado. Empiezo a lamentar no tener esa escopeta.

– Tiene el cuchillo.

– No es lo mismo.

Ahora Markovic se rió de veras, complacido. Una risa franca, sincera. Apuró su cigarrillo, lo apagó en el frasco de mostaza y volvió a reír de nuevo. Luego estuvo otro rato mirando el mural, y al cabo señaló The Eye of War, que seguía sobre la mesa. Hay dos fotos suyas muy conocidas, dijo. Están en ese libro. De África. Un hombre al que apaleaban entre varios y luego machetearon ante su cámara. ¿Sabe a cuáles me refiero?

– Claro. Freetown, en Sierra Leona. El hombre al que mataron allí. Una foto antes y otra después.

Markovic asintió de nuevo, satisfecho. Era interesante, dijo, comparar esas dos fotos con las imágenes de un reportaje que había visto en televisión sobre los fotógrafos de guerra. Ignoraba si Faulques estaba al tanto, pero también aparecía en ese reportaje, en una secuencia grabada durante aquel suceso. Respecto a las fotos, en la primera se veía cómo apaleaban a la víctima y la golpeaban con machetes, y en la segunda cómo yacía en el suelo, sangrando, llena de tajos. Sin embargo, en las imágenes de televisión que se grababan en ese momento desde más atrás, aparecía Faulques disparando la primera foto, y luego de rodillas, pidiendo que no mataran al hombre. Con ademán de rezar, o de implorar.

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