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– ¿Por qué se dirigió a mí en el puerto?

Faulques regresó con dificultad. Ante él estaba la mujer. Sus hombros desnudos bajo los delgados tirantes del vestido. Olía peculiar, descubrió de pronto. Un olor próximo, casi olvidado. A hembra fuerte y sana.

– Ya se lo dije: oigo su voz cada día, a la misma hora. Además, es una mujer guapa. Si permite que se lo diga.

Hubo un silencio y ella apartó los ojos. De nuevo miraba el mural, pero esta vez sus pensamientos parecían hallarse en otra parte. Después observó las manos del pintor de batallas con aire indeciso, como esperando alguna palabra o actitud; pero Faulques permaneció callado e inmóvil. La mujer se removió un poco. Parecía incómoda.

– Le agradezco que me haya mostrado su trabajo.

– Soy yo quien agradece la visita.

– ¿Puedo volver alguna vez?

– Claro.

Carmen Elsken anduvo hacia la puerta, se detuvo en el umbral y miró alrededor. Es todo tan extraño, dijo. Como usted mismo. Entonces se encaró de nuevo con él, recortada en la claridad de afuera, los ojos color azul prusia rebajado con blanco clavados en los suyos. Y Faulques supo que si daba un paso adelante, alzaba una mano y deslizaba aquellos tirantes de los hombros bronceados, el vestido caería a sus pies, sin resistencia, y la luz exterior doraría el cuerpo desnudo. Sintió un estremecimiento leve. Fugaz. Hay un tiempo para cada cosa, se dijo. Y aquel no lo era. No podía serlo. Apartó la vista, miró el suelo y encogió un poco los hombros. Realmente, pensó con intimo asombro, no costaba ningún esfuerzo dejar las cosas como estaban. Ya no. De modo que pasó junto a la mujer -intuyó su desconcierto al rozarla-, salió de la torre y aguardó a que se reuniese con él. Ella vino despacio, estudiándolo pensativa, y al llegar a su lado sonrió, la boca entreabierta a punto de pronunciar palabras que no llegaron a salir de sus labios. Entonces Faulques la acompañó hasta el arranque del sendero, estrechó la mano que le tendía y se quedó viéndola alejarse. Antes de desaparecer cuesta abajo, entre los pinos, Carmen Elsken se volvió dos veces a mirar atrás.

Cuando Faulques regresó a la torre, el sol estaba más bajo en su lento descenso sobre Cabo Malo, y la luz que entraba por la puerta daba tonos amarillentos a la imprimación blanca de la pared opuesta, donde, dibujadas a carboncillo bajo la ventana de levante, figuras de aire entre bruegheliano y goyesco -la frontera de la atrocidad vista con ojos modernos- se escalonaban al pie del volcán en llamas: el hombre que remataba al herido a golpes de arcabuz, el que despojaba a los muertos, el perro que devoraba cadáveres, las ejecuciones, la rueda del tormento, el árbol con cuerpos colgados como racimos. La maldad fuera del control de la razón y como instinto natural del hombre. El pintor de batallas se quedó parado ante la escena, observándola. Maligno, había dicho Carmen Elsken con extraordinaria lucidez, o intuición. La palabra era exactamente esa, y ahora culebreaba por cada circunvalación de la memoria de Faulques cuando cogió los pinceles y se puso a trabajar en aquella zona del mural, espiando de reojo el Mal encarnado en la mirada del soldado, en la del niño sentado en el suelo junto a la madre. Aquel rostro infantil e inquietante no era fruto de su imaginación. Tenía una localización exacta en el espacio y el tiempo, además de constancia gráfica: página cuarenta y dos del álbum que estaba sobre la mesa. Era una de las fotografías más simples y más terribles de Faulques. Un niño sonriendo, un estadio de fútbol vacío. Pero nunca hubo desastre de la guerra tan siniestro como ese.

Había ocurrido en la confusa línea de demarcación serbocroata, poco antes de Vukovar. El pueblo se llamaba Dragovac: una iglesia ortodoxa, otra católica, un ayuntamiento, un polideportivo. Un lugar campesino, tranquilo. El conflicto de los Balcanes había pasado por allí sin ruido aparente; la única huella visible era un solar arrasado donde antes se levantaba la iglesia católica. Por lo demás no había ninguna casa incendiada, en ruinas o con huellas de combates ni disparos. Los habitantes se dedicaban a sus tareas y apenas se veían soldados. Todo habría sido casi bucólico de no mediar un detalle: los croatas de Dragovac, un centenar de personas, habían desaparecido de la noche a la mañana. Allí sólo quedaban serbios. Corrían rumores de otra matanza; así que Faulques y Olvido se proveyeron de salvoconductos del ejército yugoslavo y viajaron por la carretera que corría a lo largo del Vrbas. Llegaron a Dragovac por la mañana, cuando casi todos los vecinos estaban trabajando en el campo. Estacionaron el coche frente al ayuntamiento y pasearon sin que nadie los molestara. No hubo hostilidad, ni cooperación; a cada pregunta la gente respondía con evasivas o silencios. Nadie sabía nada de croatas, nadie había visto croatas. Nadie los recordaba.

El único incidente ocurrió en la explanada donde estuvo la iglesia católica, cuando dos milicianos con el águila serbia en las gorras les pidieron la documentación. No foto, fue el comentario. Verboten. Prohibido. Al principio Faulques se inquietó, pues pronunciaron verbluten; y aquello significaba morir desangrado -más tarde consideró que no era mucha la diferencia, y que tal vez eso mismo habían querido decir-. Una oportuna sonrisa de Olvido, unos cigarrillos y algo de charla distendieron el ambiente. Los milicianos tampoco sabían nada de croatas. Punto final, concluyó Faulques. Vámonos. Volvieron al automóvil, y estaban a punto de salir del pueblo cuando pasaron ante el polideportivo. No se veía un alma. De pronto él tuvo una sensación extraña y detuvo el coche. Se quedaron sentados, Faulques con las manos en el volante, Olvido con la bolsa de las cámaras en el regazo, mirándose. Luego, sin pronunciar palabra, bajaron del coche y caminaron. No había nadie, excepto un niño que los observaba de lejos, junto a un árbol seco. Flotaba algo siniestro en el ambiente, en la ausencia de sonidos del edificio de cemento gris, tan sombrío y desierto que ni siquiera los pájaros volaban por encima. Y cuando pasaron bajo el arco de entrada y salieron al campo de fútbol desprovisto de césped, con la tierra removida y aquel curioso olor, Olvido se detuvo, estremeciéndose. Están aquí, dijo en voz baja. Todos. Fue entonces cuando se les unió el niño. Los había seguido, y ahora fue a sentarse cerca, en una grada del estadio. Debía de tener ocho o diez años y era flaco, rubio, de ojos muy claros. Un niño serbio. Llevaba una tosca pistola de madera metida en la cintura del pantalón corto. Y entonces, sin que ninguno de los dos hubiese pronunciado una palabra, el niño sonrió. ¿Buscáis croatas?, preguntó en inglés escolar. Después, sin aguardar respuesta, acentuó la sonrisa. En este pueblo no encontraréis ninguno, dijo burlón. Nema nichta. Aquí no hay croatas ni los hubo nunca. Entonces Olvido se estremeció otra vez, como si por aquel lugar corriese un soplo de aire frío. Lo sabe igual que tú y que yo, murmuró. Pero Faulques negó con la cabeza. Lo sabe mejor que nosotros, dijo. Y le gusta. Luego alzó la cámara para enfocar el rostro del niño: los ojos helados como escarcha, y aquella sonrisa despiadada y maligna.

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