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Dio Faulques unos pasos atrás con el pincel entre los dientes, observando el resultado. Funcionaba, se dijo satisfecho. Y la luz de aquella hora de la tarde ponía el resto. Lavó el pincel, lo puso a secar, eligió otro más ancho, y mezclando directamente sobre la pared repasó el rostro de Héctor, aplicando blanco y azul sobre siena para intensificar el escorzo en la parte inferior, oscurecida la sombra del casco sobre el cuello y la nuca. Quedaba reforzado así el aire de dureza estoica del guerrero, sus tonos fríos frente a los cálidos armónicamente graduados del cuerpo y el rostro de la mujer, el gesto resignado, rígido casi en caricatura militar, del hombre sometido a las reglas. Pues digo que ningún varón existe, volvió a susurrar el pintor de batallas, que su propio destino haya esquivado. El mismo Faulques lo sabía mejor que nadie. Una de sus tempranas imágenes de guerra estaba, además, relacionada con aquella: el hijo de Príamo y su esposa trascendían las traducciones escolares de griego clásico; tenían rostros, voz, lágrimas auténticas, y con exacta simetría -eran azares imposibles-, también hablaban la lengua de Homero. La primera vez que Faulques había oído el llanto real de Andrómaca fue a los veintitrés años, en Nicosia. Ese día, inicio de una guerra, bajo un cielo cubierto de paracaidistas turcos que descendían sobre la ciudad mientras la radio llamaba a presentarse en los cuarteles, Faulques fotografió a centenares de hombres despidiéndose de sus mujeres antes de correr a los centros de reclutamiento. Una de aquellas fotos fue portada en medio mundo: con tonos en violento contraste bajo la luz horizontal de la mañana, un griego de rostro crispado, sin afeitar, la camisa mal metida a toda prisa por el pantalón, abrazaba a su mujer e hijos mientras otro de rasgos parecidos, quizá su hermano, le tiraba del brazo urgiéndolo a apresurarse. En segundo término había un coche con las puertas abiertas, una columna de humo a lo lejos y un anciano de grandes mostachos blancos que apuntaba al cielo con un fusil de caza, disparando inútiles escopetazos contra los cazabombarderos turcos.

Carmen Elsken se presentó a las cinco y cuarto. Faulques la oyó llegar. Se lavó las manos, se puso una camisa y salió a su encuentro. Ella estaba admirando el paisaje, asomada a la cortadura sobre la cala para ver desde arriba el lugar por donde pasaba cada día el barco de turistas. Llevaba el pelo suelto, un vestido ibicenco de tirantes largo hasta los tobillos, y las mismas sandalias que por la mañana. Bonito sitio, dijo. Tranquilo y muy bonito. Después sonrió. Creo que lo envidio a usted, añadió. Un poco, al menos. Vivir aquí es tan singular. El pintor de batallas consideró los alcances de la palabra. Si, respondió al fin. Puede que sea eso. Miró el mar, la miró a ella de nuevo, y comprobó que lo estudiaba con la misma curiosidad que en la terraza del bar. También observó que se había maquillado discretamente los ojos y la boca. Dirigió la vista hacia el bosquecillo de pinos, pensativo, preguntándose dónde estaría Ivo Markovic. Luego condujo a Carmen Elsken al interior de la torre, ante el gran mural, donde, deslumbrada al principio por la claridad exterior, se quedó inmóvil. Sobrecogida.

– No esperaba esto.

Faulques no le preguntó qué esperaba. Se limitó a aguardar, paciente. La mujer cruzaba los brazos desnudos frotándoselos un poco, como si el lugar, o la pintura, le produjeran frío. No entiendo demasiado, dijo tras un momento. Pero me parece extraordinaria. Impresiona, se lo aseguro. Mucho. ¿Tiene nombre?

– No.

El pintor de batallas no hizo más comentarios. Ella siguió en silencio, y al cabo se movió a lo largo de la pared circular, observando cada detalle. Se detuvo un buen rato ante la mujer de muslos ensangrentados y frente a los hombres que se apuñalaban en el suelo. También la ciudad en llamas atrajo su atención, pues la estuvo contemplando largo rato antes de volverse hacia Faulques. Parecía desconcertada.

– ¿Usted lo ve así?

– ¿A qué se refiere?

– No sé. A lo que sea… A lo que pinta.

– Sólo es un mural. Un viejo edificio decorado con historias.

– No es sólo una escena histórica, me parece. Es antiguo y moderno a la vez. Es…

Se interrumpió, buscando la palabra adecuada. Faulques esperó, mirando el holgado escote de la mujer. Senos abundantes, bronceados. Libres. Los tirantes en los hombros desnudos parecían una sujeción frágil para aquel vestido.

– Terrible -concluyó ella al fin.

Faulques sonrió con suavidad.

– No es terrible -dijo-. Es la vida, nada más. Una parte de ella.

Los iris azules parecían ahora muy atentos. Carmen Elsken le estudiaba los ojos y la boca, buscando allí la explicación de las imágenes pintadas en la pared.

– Ha debido de tener -dijo de pronto- una vida extraña.

Sonrió de nuevo el pintor de batallas, esta vez para sus adentros. Así era, entonces. Los Ivo Markovic y los Faulques, las retinas impresionadas, no contaban para ese punto de vista. Así era como iban a verlo quienes no habían estado allí. O mejor dicho -rectificó mirando las torres de cemento y cristal a medio pintar en la pared-, los que pensaban, erróneamente, que no estaban allí.

– No más extraña que la suya, o la de cualquiera.

Ella reflexionó sobre aquello, sorprendida, y movió la cabeza. Parecía rechazar una proposición intolerable.

– Yo nunca vi eso.

– Que no lo vea no significa que no esté.

La mujer tenía la boca entreabierta, los ojos aún risueños y un poco desconcertados. El vestido amplio de algodón, observó Faulques, favorecía sus caderas demasiado anchas.

– ¿Siempre fue pintor?

– No siempre.

– ¿Y qué hacía antes?

– Fotografías.

Carmen Elsken preguntó qué clase de fotografías, y él señaló The Eye of War, que seguía sobre la mesa, entre los utensilios de pintura. Ella pasó algunas páginas y alzó la vista, sorprendida.

– ¿Son suyas?

– Sí.

La mujer siguió hojeando el libro. Al fin lo cerró despacio y permaneció con la cabeza baja, cavilando. Ahora comprendo, dijo. Luego hizo un gesto abarcando el mural y se quedó mirando a Faulques, inquisitiva.

– Pinto -dijo este- la foto que no pude hacer.

Ella se había movido hacia la pared. Estaba junto a la mujer que, en primer término de la fila de fugitivos, abría la boca para gritar, desencajado el rostro, bajo la mirada gélida del soldado.

– ¿Sabe una cosa?… Hay algo en usted que no me gusta.

Sonrió Faulques, prudente.

– Creo saber a qué se refiere.

– Eso es lo que no me gusta. Que sabe a qué me refiero.

Lo observaba fijamente, sin parpadear, y sus ojos ya no parecían risueños. Al poco rato se volvió otra vez hacia la pintura.

– Hay algo maligno aquí.

Observaba la escena del niño llorando junto a la madre violada. Una Piedad invertida, pensó de pronto Faulques. Nunca había caído en eso antes, ni siquiera cuando lo pintaba. Quizá había sido necesaria la presencia de una mujer -real, de carne y hueso- para que la imagen cobrase todo su sentido. Como aquella vez que, a su lado, un visitante tuvo un ataque al corazón en el museo del Prado, delante del Descendimiento de Van der Weyden; y entre el público arremolinado, el médico y los sanitarios que acudieron para llevarse el cadáver, la camilla, el aparato de oxígeno, el cuadro y la sala cobraron de improviso un sentido diferente, como si se tratara de un happening de Wolf Vostell.

– Entiéndalo, no es que usted me desagrade -estaba diciendo Carmen Elsken-. Todo lo contrario. Es un hombre interesante. Un hombre guapo, además, si permite que se lo diga… ¿Qué edad tiene?… ¿Cincuenta?

Faulques no respondió. Las imágenes pintadas en la pared absorbían su atención. Simetrías intuidas que de pronto adquirían consistencia. Una retícula precisa sobre la que se situaba cada trazo de pincel, cada momento de su memoria, cada ángulo de la existencia. El niño apuntaba los rasgos del soldado-verdugo que vigilaba a los fugitivos. La madre yacente estaba repetida en la fila hasta el infinito. Maldito sea el fruto de tu vientre. Y Carmen Elsken tenía razón. La maldad como paisaje. Quien lo llamaba Horror con mayúscula -demasiada literatura al respecto- no hacía sino intelectualizar la simpleza de lo obvio.

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