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Cuando Faulques pasó ante el hotel de Puerto Umbría -también había un hostal algo más lejos, en la misma calle- se quedó un momento quieto, reflexivo, las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada a un lado. Dándole vueltas a otro recuerdo más inmediato y acuciante: Ivo Markovic. Al fin decidió entrar. El conserje lo atendió con amabilidad. Y lo sentía mucho, pero no. Ese señor no estaba registrado en el establecimiento. Al menos nadie con tal nombre, ni que respondiese a su descripción. Lo mismo dijo diez minutos más tarde la encargada del hostal. Faulques salió a la calle, entornando los ojos ante la claridad que reverberaba en las paredes blancas. Se puso las gafas de sol y regresó al puerto. Descartaba acudir a la policía. El puesto local estaba dotado con cinco agentes y un jefe; a veces, de ronda por la costa, subían en un todoterreno negro y blanco hasta cerca de la torre, y el pintor de batallas los invitaba a una cerveza. Además, la mujer del jefe de policía pintaba en sus ratos libres; Faulques había visto un óleo suyo en el despacho del marido -una puesta de sol infame con ciervos y cielo bermellón- el día que fue a hacer un trámite y el otro se lo mostró, orgulloso. Todo eso aseguraba ciertas simpatías, y habría sido fácil hacer que se ocuparan de Markovic. Pero quizá era ir demasiado lejos. Aparte su extraña declaración de intenciones, el croata no había hecho nada que justificara medidas rigurosas.

El paseo bajo el sol hacía sudar a Faulques, mojando su camisa. Fue a sentarse bajo el toldo de uno de los bares restaurantes situados en el muelle pesquero. Estiró las piernas bajo la mesa, se recostó en la silla y pidió una cerveza. Le gustaba esa terraza porque era la que mejor vista ofrecía, con el mar más allá de la bocana, entre la farola del espigón y las rocas. Cuando bajaba al pueblo en busca de material de pintura o provisiones, le apetecía sentarse allí al atardecer, mientras el agua se teñía de rojo a lo largo de la costa y recortaba las siluetas de los pesqueros que venían uno tras otro, seguidos por bandadas de gaviotas ruidosas, a descargar cajas para la lonja. Algunas tardes Faulques encargaba un caldero de arroz y se quedaba a cenar con una botella de vino, viendo oscurecerse el mar mientras se encendían la farola verde del espigón y los destellos blancos, lejanos e intermitentes, del faro de Cabo Malo.

Un camarero trajo la cerveza y Faulques la llevó a sus labios, vaciando la mitad de un trago. Al dejar el vaso reparó en que le habían quedado restos de pintura, rojo cadmio, entre las uñas de la mano derecha. Tan parecida a la sangre. Y el cuadro mural, la pared circular de la torre, volvió a ocupar sus pensamientos. Mucho tiempo atrás, en una ciudad bombardeada -era Sarajevo, aunque podría haberse tratado de Beirut, Phnom Penh, Saigón o cualquier otra-, Faulques había tenido sangre en las uñas y en la camisa durante tres días. La sangre era de un niño reventado por una granada de mortero; había muerto en sus brazos, vaciándose mientras lo llevaba al hospital. No había agua para lavarse, ni más ropa, así que Faulques pasó los tres días siguientes con sangre del niño en la camisa, en las cámaras fotográficas y en las uñas. El niño, o lo que de él permanecía en la memoria del pintor de batallas -a menudo se fundía con otros lugares, con otros niños-, estaba ahora representado con trazos fríos, plomizos de grisalla, en un lugar del gran fresco de la torre: una pequeña silueta tendida boca arriba, apoyada la nuca en una piedra, que también debía mucho, en su inspiración técnica, a Paolo Uccello. Esta vez no a sus cuadros de batallas, sino a un fresco recientemente descubierto en San Martín Mayor de Bolonia: La Adoración del Niño. En el fragmento inferior, entre una mula, un buey y varias figuras decapitadas por los estragos del tiempo, un Niño Jesús yacía con los ojos cerrados, en quietud casi cadavérica que anunciaba, para escalofrío del espectador atento, el Cristo torturado y muerto de cualquier Piedad.

Faulques se limpiaba los restos de pintura cuando una sombra se proyectó sobre la mesa. Levantó la cara y vio a Ivo Markovic.

7

Cuando el camarero trajo su cerveza, Markovic estuvo un rato mirando el vaso, sin tocarlo. Después deslizó un dedo en vertical por el cristal empañado mientras observaba las gotas que se iban depositando en el cerco húmedo sobre la mesa. Al cabo, sin beber todavía, sacó el paquete de cigarrillos de la mochila que había puesto en el suelo, junto a la silla, y encendió uno. La brisa del mar se llevaba el humo entre sus dedos cuando, aún inclinado sobre la llama del fósforo que protegía en el hueco de las manos, miró a Faulques.

– Creí que tenía sed -dijo este.

– Y la tengo.

Tiró el fósforo apagado, contempló de nuevo el vaso de cerveza y al fin, lentamente, lo cogió para llevárselo a los labios. A medio movimiento se detuvo como si fuera a decir algo, pero pareció cambiar de idea. Sólo después de beber un sorbo y poner el vaso en la mesa dio dos chupadas al cigarrillo y sonrió a Faulques. O más bien fue su boca la que lo hizo, mientras los ojos agrisados permanecían imperturbables, clavados en el pintor de batallas.

– Hay algo -dijo sin énfasis el croata- que se aprende en un campo de prisioneros: a esperar. Al principio uno se impacienta, claro. El miedo y la incertidumbre, como puede imaginar… Sí. Las primeras semanas son malas. Además, los más débiles desaparecen durante esa época. No lo soportan, mueren. Otros se quitan la vida. Siempre me pareció mal suicidarse por desesperación; y más cuando existe la posibilidad de hacérselo pagar tarde o temprano a los verdugos… Otra cosa, supongo, es acabar sereno, cuando comprendes que ha llegado el final. ¿No cree?

Faulques lo miraba sin decir nada. El otro se ajustó mejor las gafas con un dedo y movió la cabeza. Lo malo, prosiguió, es que el deseo de venganza, o la mera esperanza de sobrevivir, pueden convertirse en una trampa.

– Sí -añadió tras reflexionar un momento-. Creo que lo peor es la esperanza. Usted lo insinuó ayer, aunque tal vez no hablaba de lo mismo… Confías en que sea un error, que pase pronto. Te dices que no puede durar. Pero el tiempo pasa, y dura. Y hay un momento en que todo se estanca. Los días dejan de contarse, la esperanza se desvanece… Es entonces cuando te conviertes en prisionero real. Profesional, por decirlo de algún modo. Un prisionero paciente.

El pintor de batallas contemplaba ahora la línea, azul del mar en la bocana. Al fin encogió los hombros.

– Ya no es un prisionero -dijo-. Y se le va a calentar la cerveza.

Un silencio. Cuando posó de nuevo los ojos en Markovic, este lo observaba casi con cautela, tras los cristales sucios de sus gafas.

– Usted también parece un hombre pacientes señor Faulques.

El pintor de batallas no respondió. El otro dio una chupada al cigarrillo y dejó que la brisa le llevara el humo de la boca entreabierta. Al cabo movió la cabeza.

– Es curiosa esa pintura suya. Le aseguro que fue una sorpresa… Dígame algo, por favor. Ha fotografiado guerras, revoluciones… ¿Su trabajo de ahora es un resumen, o una conclusión?… Quiero decir si se limita a reproducir lo que vio, o intenta explicarlo… Explicárselo.

Faulques hizo una mueca deliberada. Antipática.

– Vuelva a la torre cuando quiera, y fíjese más. Decídalo usted.

Como si considerase los pros y los contras de la propuesta, Markovic se acarició el mentón sin afeitar. La barba y las gafas sucias no eran su único desaliño: tenía la piel grasienta y llevaba la misma ropa que el día anterior. La camisa estaba arrugada, rozada en el cuello. El pintor de batallas se preguntó dónde habría pasado la noche.

– Iré, muchas gracias. Mañana mismo, si no le incomoda.

Arrojó lejos el cigarrillo, casi consumido, con un movimiento del índice bajo el pulgar, y se quedó viéndolo humear en el suelo. Después bebió un poco de cerveza y se limpió la boca con el dorso de la mano. Permítame otra pregunta, dijo.

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