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Después de darle vueltas, subió a la planta alta de la torre, donde sacó del fondo del baúl, envuelta en trapos engrasados, la Remington 870 con las dos cajas de cartuchos. Era un arma que no había usado nunca: una escopeta repetidora que se recargaba accionando un mecanismo de corredera paralelo al cañón. Tras comprobar que este funcionaba, introdujo cinco cartuchos y amartilló uno con movimiento seco que produjo un chasquido metálico, ligado a un golpe de recuerdos: Olvido, los ojos tapados por un pañuelo, montando y desmontando a ciegas un AK-47 entre un grupo de milicianos en Bulo Burti, Somalia. Como la del soldado, la guerra del fotógrafo era siempre una pequeña parte de acción y el resto de tedio y espera. Tal era el caso. Aguardaban el día del ataque a las posiciones de una milicia rival, cuando a Olvido le llamó la atención el adiestramiento de unos reclutas jóvenes. Lo hacen con los ojos tapados, explicó Faulques, por si se encasquilla su arma de noche, en combate, y deben arreglarla a oscuras. Entonces Olvido se acercó a los reclutas y a sus instructores, y pidió aprender aquello. Quince minutos después, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, en el centro de un círculo de hombres armados hasta los dientes que fumaban observándola -un miliciano negrísimo y flaco cronometraba, reloj de Faulques en mano-, ella se hizo vendar los ojos, y con movimientos precisos, sin errores ni vacilaciones, desmontó y volvió a montar varias veces un fusil de asalto, alineando las piezas sobre un poncho para volver a encajarlas una por una, a tientas, antes de hacer correr el cerrojo, clac, clac, con sonrisa triunfal, feliz. Siguió practicando el resto de la tarde mientras Faulques la miraba en silencio, de cerca, grabándose en la memoria el pañuelo en torno a los ojos, el cabello recogido en dos trenzas, la camisa húmeda de sudor y las gotas sobre la frente fruncida por la concentración. Al rato, de nuevo con el arma desmontada y mientras palpaba los contornos de cada pieza, ella adivinó su presencia, y sin quitarse el pañuelo de los ojos hizo una observación. Hasta hoy, dijo, nunca imaginé que estas cosas pudieran ser objetos bellos. Tan pulidas. Tan metálicas y tan perfectas. El tacto descubre en ellas virtudes que no estaban a la vista. Escucha. Encajan con maravillosos chasquidos. Son hermosas y siniestras al mismo tiempo, ¿verdad? Durante los últimos treinta o cuarenta años, estas piezas de formas extrañas han querido cambiar el mundo, sin éxito. Arma barata de los parias de la tierra, millones de unidades fabricadas, tripas al aire sobre mis piernas enfundadas en vaqueros carísimos. Los surrealistas habrían enloquecido con este ready-made. ¿No crees, Faulques? Me pregunto cómo lo llamarían. ¿Oportunidad Perdida? ¿Funeral De Marx? ¿Este Arma No Es Un Arma? ¿Cuando La Guerra Se Va, La Poesía Vuelve? Acaba de ocurrírseme que la firma del señor Kalashnikov vale tanto como la del señor Mutt. O mucho más. Después de todo, quizá la obra de arte representativa del siglo XX no sea el urinario de Duchamp, sino este conjunto de piezas desmontadas. Sueño Roto De Metal Pavonado. Ese nombre me gusta más, creo. No sé si el AK-47 figura en algún museo de arte contemporáneo, pero debería estar, así, en piezas. Como este. Todo inútilmente bello, una vez deshecho y expuesto, mecanismo a mecanismo, sobre un poncho militar manchado de grasa. Sí. Ajústame el pañuelo, por favor. Se afloja, y no quiero hacer trampas. Bastantes hago con una cámara al cuello, un pasaporte civilizado y un billete de vuelta en el bolsillo. Soy un técnico indulgente, ¿te das cuenta? Mujer Que Monta Y Desmonta Y Vuelve A Montar Un Fusil Inútil. Sí. Lo tengo. Me parece que ese es el título adecuado. Y ni se te ocurra sacarme esa foto, Faulques. Te oigo trajinar en la bolsa de las cámaras. El verdadero arte moderno es efímero, o no es.

El pintor de batallas puso el seguro a la escopeta y volvió a dejarla donde estaba. Luego buscó una camisa limpia -arrugada y áspera, pues las tendía a secar al sol pero no tenía plancha-, sacó la moto del cobertizo, se puso unas gafas oscuras y bajó al pueblo petardeando por el camino de tierra que serpenteaba entre los pinos. El día era luminoso y cálido. La brisa suave del sur no bastaba para aliviar la temperatura del muelle cuando se detuvo y aparcó la moto sobre el caballete. Estuvo un momento admirando el azul cobalto del mar al otro lado del espigón con la farola del puerto, las redes pardas y verdes amontonadas junto a los norays de los pesqueros que a esas horas faenaban mar adentro, el campanilleo de las drizas movidas por la brisa en los palos de la docena de barcos amarrados en la dársena, bajo la muralla del siglo XVI y el pequeño fortín que en otro tiempo protegía la ensenada y la población original de Puerto Umbría: una veintena de casas encaladas que se encaramaban sobre una colina, en torno al campanario ocre de una iglesia estrecha y oscura -gótico fortaleza, ventanas como saeteras- que había servido de refugio a la población cuando desembarcaban renegados y piratas. La abrupta orografía del lugar lo mantenía a salvo del desarrollo urbanístico circundante: encajonado entre montañas, el pueblo conservaba límites razonables. La zona de expansión turística empezaba un par de kilómetros al suroeste, hacia Cabo Malo, donde los hoteles ocupaban las playas y donde las montañas, salpicadas de casitas, se iluminaban de noche con las luces de las urbanizaciones que roían sus laderas.

La golondrina de turistas estaba atracada al muelle, sin nadie a bordo. Faulques echó en torno una ojeada, intentando identificar a la guía entre la poca gente que paseaba de regreso de la playa que se extendía más allá del puerto, o comía bajo los toldos de los bares situados en el muelle pesquero; pero ninguna de las mujeres que vio respondía a la que él imaginaba, y la oficina donde se anunciaban paseos de la golondrina, venta de chalets y coches de alquiler, estaba cerrada. De cualquier modo, sólo dedicó a eso un momento. Era otra persona la que le interesaba, aunque tampoco de esa había rastro alguno. Ivo Markovic no estaba en las terrazas, ni en las estrechas calles blancas situadas detrás -una ferretería donde Faulques encargaba pinceles y pinturas, tiendas de comestibles y puestos de recuerdos para turistas-, por donde paseó un rato, el aire casual pero los ojos atentos. Algún jubilado de los que se apostaban ante el casinillo local lo saludó al pasar, y él respondió sin detenerse. Aunque no se relacionaba con otra gente que la necesaria, o inevitable, era conocido en Puerto Umbría y se beneficiaba de cierto estatus cortés. Tenía fama de artista huraño y algo excéntrico, pero que pagaba puntualmente cuanto compraba, respetaba los usos locales, solía invitar a una cerveza o a un café, y dejaba en paz a las mujeres del pueblo.

Entró en la ferretería y encargó cuatro botes de verde óxido de cromo y otros tantos de siena natural, que empezaban a escasearle. Necesitaba esos colores para acabar el suelo pintado en el mural con capas superpuestas, pincel grueso, húmedo sobre húmedo aprovechando las irregularidades del enfoscado de cemento y arena de la pared, en torno a una escena de dos hombres que combatían abrazados, caído uno sobre otro mientras se apuñalaban con saña, enfriados los colores vivos de sus violentos escorzos por capas de azul ultramar con un poco de carmín para tratar las sombras, cuyo efecto procedía de los resplandores cruzados de la ciudad en llamas y del volcán a lo lejos. El pintor de batallas había trabajado durante mucho tiempo en aquel detalle, dedicándole especial atención. Tenia vagas reminiscencias del Duelo a garrotazos de Goya: dos hombres acometiéndose enterrados hasta las corvas, en el más crudo símbolo de guerra civil que se hubiera pintado nunca. Comparado con aquello el Guernica, picassiano era un ejercicio de estilo -aunque en realidad esas figuras no sean gran cosa, había dicho Olvido; el cuadro auténtico está pintado en el lado derecho del lienzo, ¿no te parece? El viejo don Francisco era tan moderno que hace daño-. De cualquier modo, como el propio Faulques sabía de sobra, los antecedentes más directos de la escena que él había pintado en aquella parte del mural era preciso buscarlos, Goya aparte, en La victoria de Fleurus de Vicente Carducho, también expuesta en el museo del Prado -el soldado español atravesado por la espada del francés al que apuñalaba-, y sobre todo en un fresco de Orozco pintado en el techo del hospicio Cabañas de Guadalajara, México: el conquistador rebozado de acero -esas tuercas futuristas y poliédricas de la armadura- sobre el guerrero azteca acuchillado, sangrienta fusión de hierro y carne como preludio de una raza nueva. Años atrás, cuando ni siquiera pensaba en pintar o creía haber dejado de intentarlo para siempre, Faulques estuvo admirando aquel fresco enorme durante casi media hora, tumbado boca arriba en uno de los bancos junto a Olvido, hasta grabar todos los detalles en su memoria. Yo he visto esto antes, dijo de pronto, y su voz resonó en el eco de la bóveda pintada. Lo he fotografiado muchas veces, y nunca pude conseguir una imagen que lo expresara con tanta precisión. Observa esas caras. El hombre que mata y muere, ofuscado, ciego, abrazado a su enemigo. La historia del laberinto, o del mundo. Nuestra historia. Olvido se había quedado mirándolo y luego puso una mano sobre la suya, sin despegar los labios durante un rato, hasta que al fin dijo: cuando yo te apuñale, Faulques, quiero abrazarte así, buscándote el resquicio entre el acero mientras te clavas en mí, o me violas, sin quitarte apenas la armadura. Y ahora, reservando a todo eso un espacio en la pared interior de la torre vigía, mezclándolo en la paleta propia de recuerdos e imágenes, el pintor de batallas intentaba reproducir, no el fresco terrible de Orozco, sino la sensación que contemplarlo junto a Olvido, aquellas palabras y el contacto de su mano, le habían impreso mucho tiempo atrás en el corazón y la memoria. Eran sutiles y bien extraños, pensaba, los lazos que podían establecerse entre cosas en apariencia inconexas: pinturas, palabras, recuerdos, horror. Parecía que todo el caos del mundo, sembrado de cualquier manera sobre la Tierra por el capricho de dioses ebrios o imbéciles -una explicación tan buena como cualquier otra- o de azares desprovistos de piedad, pudiera verse ordenado de pronto, convertido en conjunto de precisas proporciones, bajo la clave de una imagen insospechada, una palabra dicha por casualidad, un sentimiento, un cuadro contemplado junto a una mujer que llevaba diez años muerta, recordado ahora y vuelto a pintar a la luz de una biografía diferente a la de quien lo concibió. De una mirada que tal vez lo enriquecía y explicaba.

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