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De cualquier modo, ella había tenido razón. Tres años era poco tiempo, aunque ninguno de los dos podía calcularlo. Esa primera noche en México DF, Faulques, que para entonces ya consideraba el mundo a la luz de sus paradojas y convergencias, pensó que su nombre era Olvido; y supo de golpe, con la precisión fugaz de una fotografía percibida en un instante, que ella era lo único que no podría olvidar nunca.

Ahora, por las ventanas abiertas de la torre llegaba el rumor de la marejada creciente al pie del acantilado, mientras el pintor de batallas miraba el volcán en la pared. En ese momento, el alcohol ingerido, la penumbra o un efecto de luz del farol de gas hicieron cruzar una sombra ante sus ojos. Estremecido, buscó el lugar del vasto mural donde aquella sombra había ido a esconderse. Al cabo de un instante movió la cabeza. Es oscura, murmuró recordando, la casa donde ahora vives.

6

Por la mañana lo despejó el agua fría de la caleta. Tras nadar las ciento cincuenta brazadas de costumbre, mar adentro, y otras tantas de regreso, trabajó sin más pausa que un cuarto de hora para hacer café y apurar una taza de pie frente a la pintura, antes de seguir ocupándose de los caballeros montados que, en grupo cerca de la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban el momento de incorporarse a la batalla que se libraba en las faldas del volcán. Aunque los caballos no estaban resueltos -Faulques tenía problemas técnicos con eso-, de los tres jinetes, uno en primer plano y los otros detrás, dos estaban casi terminados, las armaduras en colores fríos, azul gris y azul violáceo, relucientes los ángulos y las aristas de las armas con pinceladas finas a base de blanco, azul prusia y un poco de rojo y de amarillo. El pintor de batallas había trabajado sobre todo en la mirada del caballero situado en primer plano, que por tener la visera del casco alzada era el único al que se le veía el rostro, o parte de él -los otros lo tenían oculto por las celadas bajas-: ojos absortos, ausentes, fijos en algún lugar indeterminado, contemplando algo que el espectador no veía, pero podía intuir. Esos ojos que miraban sin ver, propios del hombre dispuesto a entrar en combate, resumían numerosos recuerdos profesionales de Faulques; pero su ejecución pictórica debía mucho a la mano maestra del clásico que -entre muchos otros y por encima de todos- guiaba, desde el siglo XV, al hombre que ahora trabajaba en la torre: el Paolo Uccello de los tres cuadros de La batalla de San Romano expuestos en los Uffizi, la National Gallery y el Louvre. La elección no era casual. Junto a Piero della Francesca, Uccello había sido, en pintura, el mejor geómetra de su tiempo, con una inteligencia de ingeniero para resolver problemas que todavía impresionaba a los especialistas. La sombra del florentino planeaba sobre todo el gran fresco circular de la torre, entre otras cosas porque la primera idea de dejar las cámaras fotográficas y pintar una batalla de batallas se le había ocurrido a Faulques ante el cuadro de los Uffizi, el día que Olvido Ferrara y él se quedaron inmóviles en la sala, por fortuna vacía durante cinco minutos, admirando la composición extraordinaria, la perspectiva, los escorzos magníficos de aquella pintura sobre tabla, una de las tres que representaban el episodio militar ocurrido el 1 de julio de 1432 en San Romano, un valle junto al curso del Arno, entre los ejércitos de Florencia y de Siena. Fue Olvido quien llamó la atención de Faulques sobre la línea horizontal que culminaba en el caballero derribado por la lanza, y señaló las otras lanzas quebradas que, en el suelo, junto a los cuerpos de los caballos caídos, se entrecruzaban simulando una red, un pavimento pictórico en perspectiva sobre el que venía a encajar, proyectándose hacia el fondo y el horizonte arbolado, la masa de hombres acometiéndose en la escena principal. Olvido tenía los ojos adiestrados desde niña; el instinto de leer un cuadro como quien lee un mapa, un libro o el pensamiento de un hombre. Parece una de tus fotos, dijo de pronto. Una tragedia resuelta con geometría casi abstracta. Fíjate en los arcos de las ballestas, Faulques. Observa el cruce de lanzas que parecen traspasar el cuadro, la chapa circular de las armaduras que descomponen los planos, los volúmenes dispuestos mediante cascos y corazas. No fue casualidad que los más revolucionarios artistas del siglo XX reivindicaran a este pintor como maestro, ¿verdad? Ni él mismo podía imaginar lo moderno que era, o que iba a ser. Como tú tampoco, con tus fotos. El problema es que Paolo Uccello tenía pinceles y perspectiva, y tú sólo tienes una cámara. Eso impone límites, claro. De tanto abusar de ella, de tanto manipularla, hace tiempo que una imagen dejó de valer más que mil palabras. Pero no es culpa tuya. No es tu manera de ver lo que se ha devaluado, sino la herramienta que usas. Demasiadas fotos, ¿no crees? El mundo está saturado de malditas fotos. Después de oír eso Faulques se había vuelto hacia su perfil, en contraluz con la claridad que entraba por la ventana situada en el lado derecho de la sala. Un día quizá pinte un cuadro sobre eso, pensó decirle, pero no lo dijo. Y Olvido murió algo más tarde, sin saber que él lo iba a hacer, entre otras cosas, por ella. En aquel momento miraba el Uccello fija, inmóvil, largo el cuello bajo el pelo recogido en la nuca, como una estatua tallada con suma delicadeza, absorta en los hombres que mataban y morían, en el perro que, sobre el punto de fuga situado en la cabeza del caballo central, perseguía liebres a la carrera. ¿Y tú?, había preguntado él entonces. Dime cómo resuelves el problema. Olvido estuvo quieta un poco más, sin responder, y al cabo apartó la vista del cuadro, mirándolo a él de soslayo. No tengo ningún problema, dijo al fin. Soy una chica acomodada, sin responsabilidades ni complejos. Ya no poso para modistos ni portadas ni anuncios, ni fotografío interiores de lujo destinados a revistas para señoras pijas casadas con millonarios. Soy una simple turista del desastre, feliz de serlo, con una cámara que le sirve como pretexto para sentirse viva, como en aquellos tiempos en que cada ser humano tenía la sombra pegada a los pies. Me habría gustado escribir una novela o hacer una película sobre los amigos muertos de un templario, sobre un samurái enamorado, sobre un conde ruso que bebía como un cosaco y jugaba como un criminal en Montecarlo antes de ser portero en Le Grand Véfour; pero carezco de talento para eso. Así que miro. Hago fotos. Y tú eres mi pasaporte, de momento. La mano que me lleva a través de paisajes como el de ese cuadro. En cuanto a la imagen definitiva, esa que todos dicen buscar en nuestro oficio -incluido tú, aunque nunca lo digas-, me da lo mismo hacerla o no. Sabes que dispararía igual, clic, clic, clic, sin película dentro. Vaya si lo sabes. Pero lo tuyo es distinto, Faulques. Tus ojos, tan sobrecargados de funciones defensivas, quieren pedirle cuentas a Dios con sus propias reglas. O armas. Quieren penetrar en el Paraíso, no al comienzo de la Creación, sino al final, justo al borde del abismo. Aunque eso no lo conseguirás nunca con una miserable foto.

«Este lugar se llama cala del Arráez y fue refugio de corsarios berberiscos…» La voz de mujer, el rumor de motores y la música del barco de turistas llegaron desde el mar a la hora exacta. Faulques dejó de trabajar. Era la una de la tarde, e Ivo Markovic no había vuelto. Reflexionó sobre eso cuando, tras salir afuera y echar un cauto vistazo alrededor, fue hasta el cobertizo y se lavó los brazos, el torso y la cara. De regreso a la torre pensó en hacerse algo de comer, mas permaneció indeciso, sin que el extraño visitante se le fuera de la cabeza. Había pensado en él durante toda la noche; y por la mañana, mientras trabajaba, no pudo evitar atribuirle lugares en la pintura mural. Markovic, independientemente de sus intenciones, formaba parte de aquello por derecho propio. Pero la información no era suficiente. Quiero que usted comprenda, había dicho el croata. Hay respuestas que necesita tanto como yo.

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