Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Después, al volver en sí, Faulques miró a un lado y encontró unos ojos verdes grandes y líquidos que observaban el mismo cuadro. Sobrevino entonces el cruce de dos sonrisas corteses y un punto cómplices, cierto comentario breve sobre la pintura que ambos admiraban -también la naturaleza, apuntó ella, tiene sus pasiones-, una despedida silenciosa, impersonal, en la que el ojo adiestrado de Faulques advirtió la pequeña bolsa de fotógrafo que la mujer llevaba colgada al hombro, y un singular trenzado de pasos y azar a través de las salas del museo, con otra coincidencia corta, esta sin palabras ni sonrisas, ante el reflejo ondulado en el agua de un cuadro de Diego Rivera, que tejió destinos sin que ninguno de los dos fuese consciente de ello. Y más tarde, cuando Faulques abandonó el museo, y tras pasar junto al bronce ecuestre situado frente a la puerta caminó en dirección al Zócalo, la vio a ella sentada ante una mesa de la terraza de una cantina, la bolsa de fotógrafo sobre una silla, los ojos color de uva todavía más verdes por la luz de la calle, con aquellos pantalones vaqueros que resaltaban la esbeltez de sus piernas largas y delgadas, y la amable sonrisa de reconocimiento que hizo a Faulques detenerse para hacer un comentario sobre el museo y el cuadro que ambos admiraban, sin saber que ese momento estaba cambiando el sentido de toda su vida. Somos producto, pensaría más tarde, de las reglas ocultas que determinan casualidades: desde la simetría del Universo hasta el momento en que uno cruza la sala de un museo.

Faulques acercó más el farol a la pared, en la zona donde estaba pintado el volcán. Permaneció un rato estudiándolo y al cabo salió afuera, conectó el generador y los focos halógenos, requirió pinceles y pintura, y se puso a trabajar. El eco de la conversación con Ivo Markovic daba nuevos matices al paisaje circular que envolvía al pintor de batallas. Despacio, con sumo cuidado, aplicó gris payne sin mezcla para la columna de humo y cenizas, y luego, intensificando la base del cielo con azul cobalto mezclado con blanco, olvidó las precauciones para marcar el fuego y el horror con trazos vigorosos, casi brutales, de laca escarlata y blanco, naranja de cadmio y bermellón. El volcán que derramaba su lava hasta el límite del campo de batalla, como un Olimpo indiferente a los afanes de las pequeñas hormigas erizadas de lanzas que se acometían a sus pies, estaba ahora surcado de líneas que se abrían en abanico, crestas y cuencas que parecían guiar el caos sólo aparente de la lava rojiza -más naranja y bermellón- que brotaba interminable, semen listo para preñar de espanto la tierra entera. Y cuando al cabo Faulques dejó los pinceles y dio unos pasos atrás para contemplar el resultado de su trabajo, curvó los labios en una sonrisa satisfecha antes de mojarlos en otro vaso de coñac. Bueno o malo, el volcán era en cierto modo diferente a los que el doctor Atl había pintado -y se empeñó en unos cuantos- a lo largo de su vida. Aquellos eran prodigios de la naturaleza grandiosa y heroica, visión extraordinaria de la transformación del mundo y las fuerzas telúricas que lo crean y destruyen. Algo casi simpático. Lo que Faulques había plasmado en el muro de la torre era más sombrío y más siniestro: la impotencia ante el capricho geométrico del Universo, el rayo despectivo de Júpiter que golpea, preciso como un bisturí guiado por cauces invisibles, en el corazón mismo del hombre y de su vida.

Tenemos poco tiempo, había dicho ella muy poco después. Faulques recordaría esas palabras en los años venideros, igual que las recordaba esta noche, con el olor de las colillas de Ivo Markovic en el ambiente y el propio Faulques inmóvil ante la pintura mural de la que Olvido era causa directa. Tenemos poco tiempo. Ella lo había dicho de forma casual, con una sonrisa vaga en la boca, la misma noche del día en que se conocieron. Un día largo, grato, de paseo y conversación, de afinidades profesionales descubiertas en un gesto, en una frase, en un parpadeo. Era joven, y tan bella que no parecía real. Faulques lo había advertido en el museo con un vistazo desapasionado; pero no fue hasta que anduvieron bajo los frescos de Rivera en el Palacio Nacional y la observó recostada en la barandilla, fotografiando los efectos de luz y sombra en la galería, entre los niños de un colegio que desfilaban cogidos de la mano, cuando comprobó que se trataba de una belleza singular, esbelta, flexible, como la de una cierva de movimientos sutiles cuya mirada, por otra parte, desmintiera la inocencia. Porque ella tenía una forma de mirar característica, bajando un poco la cabeza y alzando los ojos, compuesta a medias de ironía e insolencia. Una mirada de cazador peligroso, pensó de pronto Faulques. Diana con un carcaj de fotógrafo y un par de cámaras.

Comieron juntos en un restaurante cercano a Santo Domingo, tras pasear entre el bullicio de las imprentas artesanales instaladas bajo los portales de la plaza. Y a media tarde, frente a los grandes murales de Siqueiros, Rivera y Orozco que cubrían las paredes de Bellas Artes, cada uno poseía los conocimientos básicos respecto al otro. El caso de Faulques era simple, o así lo resumió él: infancia mediterránea en una ciudad minera cerca del mar, pinceles abandonados, una cámara, el mundo a través de una lente. Cierta fama profesional traducida en ingresos y en estatus. En cuanto a ella, no tenía la menor idea de una guerra; sólo algunas imágenes vistas en televisión. Había estudiado Historia del Arte y luego fue modelo fotográfico durante un breve tiempo, hasta que decidió pasar al otro lado de la cámara. Trabajaba para revistas de arte, arquitectura y decoración. Revistas ridículamente caras, añadió con una sonrisa que quitaba toda pretenciosidad al comentario. Veintisiete años, padre italiano -un marchante conocido, con galerías importantes en Florencia y Roma-, madre española. Buena familia por ambos flancos, vinculada al mundo de la pintura desde hacía tres generaciones, incluida una abuela materna octogenaria, que Faulques llegaría a conocer: la pintora Lola Zegrí, alumna de la última época de la Bauhaus, amiga de Duchamp, de Jean Renoir -hizo un papelito en La regla del juego, vestida de seminarista junto a Cartier-Bresson-, de Bonnard y de Picasso. Olvido quería mucho a esa anciana dama que pasó los últimos años en el sur de Francia, donde vivía pendiente de que los alemanes entrasen en París o del último amante de Kikí de Montparnasse. Poco antes de su muerte la visitaron allí: una casita blanca de líneas rectas y decoración austera, en cuyo jardín cultivaba, también perfectamente alineadas, verduras en vez de flores, tras haber vendido el último cuadro propio y ajeno, y gastado sin remordimiento el último céntimo; incluida la subasta de un viejo y archifamoso Citroën -ahora en el museo Cortanze de Niza-, una de cuyas puertas fue pintada por Braque con un pájaro gris y otra por Picasso con una gaviota blanca. Olvido presentó a Faulques a su abuela -mi amante, dijo impasible-, en quien aún podía advertirse la atractiva elegancia que en las fotos de los viejos álbumes que les mostró durante la visita -París, Montecarlo, Niza, un desayuno en Cap Martin con Peggy Guggenheim y Max Ernst, una foto de Olvido con cinco años, en Mougins, sentada en las rodillas de Picasso-, parecía sacada de un dibujo de Penagos. Fui una de las últimas mujeres capaces de hacer sufrir a los hombres, comentó la anciana señora con una sonrisa apacible. Mi nieta, sin embargo, llegó demasiado tarde a un mundo demasiado viejo.

Desde el principio, aparte de su belleza, a Faulques lo fascinó la forma en que Olvido se comportaba; su modo de conversar, de inclinar la cabeza tras una frase o de escuchar con aire cómplice como si nunca se creyera nada del todo, sus modales de chica bien educada y un punto altiva, su crueldad suave -era demasiado joven y hermosa para conocer la compasión desprovista de cálculo- templada por un humor fulgurante y una traviesa cortesía. También, comprobó Faulques, era una mujer que no pasaba inadvertida aunque se empeñara en ello: los hombres le cedían el paso en las puertas o le abrían las portezuelas de los automóviles, los camareros acudían con sólo mirarlos, los maîtres de los restaurantes le reservaban la mejor mesa disponible y los gerentes de hotel la habitación con las más espléndidas vistas. Olvido correspondía a todo con aquella peculiar sonrisa suya, irónica y afectuosa al mismo tiempo, con el humor vivo y culto de sus observaciones, con la facultad inagotable de ponerse, sin abdicar de nada, a la altura de cualquier interlocutor. Hasta las propinas en restaurantes y hoteles las deslizaba como quien comparte una broma en voz baja. Y cuando reía a carcajadas -lo hacía como un muchacho travieso y cómplice-, cualquier hombre se habría dejado matar por ella o por su risa. Era muy buena para todo eso. Las personas educadas, decía, seducimos a los demás con algo muy simple: hablamos siempre de aquello que les interesa. Ella podía seducir con palabras y silencios en cinco idiomas, imitaba voces y gestos ajenos con facilidad pasmosa, y tenía una memoria extraordinaria para los detalles. Faulques la oyó llamar por su nombre a conserjes, camareros y taxistas. Adoptaba cada argot, cada acento, y decía palabrotas con elegante soltura -su sangre italiana- cuando estaba furiosa. También tenía una habilidad espontánea para neutralizar el lado canalla de la gente subalterna: el resentimiento oculto bajo el servilismo de los que atendían a otros a regañadientes, soñando con descabezadoras revoluciones, y el de los que asumían su papel con resignada dignidad. Las mujeres la envidiaban fraternalmente y los hombres la adoptaban al primer vistazo, poniéndose de su parte. De haber sido Olvido varón a principios de siglo, Faulques podía imaginarla sin esfuerzo desayunando por la mañana en una chocolatería, vestida de frac, junto a los criados de la casa en la que, por la noche, había estado invitada a una cena o a un baile. Aquella noche del primer día, en México DF, también él sucumbió a ese encanto. Pese a sus propias reservas, a su biografía, a sus ideas sobre el mundo, se vio con las muñecas apoyadas en el borde de una mesa bien situada de un restaurante de San Ángel -él vestía chaqueta azul oscuro y pantalón vaquero, ella un vestido malva tan escueto que parecía pintado sobre sus caderas y piernas larguísimas, y el maître había dicho buenas noches, cuánto tiempo, cómo se encuentra su papá, señorita Ferrara-, mirando los ojos color de uva idénticos a los de aquella Nahui Olin cuya historia ella le había contado por la tarde. Mirándolos con tan inconsciente fijeza que la mujer bajó el rostro un poco, y observando al hombre entre el cabello trigueño que se le deslizaba sobre la cara, se puso seria un instante, justo lo preciso para decir tenemos poco tiempo, Faulques, sin especificar si se refería a aquella noche o al resto de sus vidas. Lo llamó así, pronunciando por primera vez no su nombre, sino el apellido. Y siempre lo llamaría de ese modo, hasta el final. Tres años. O casi. Mil cincuenta días confirmando lo directamente proporcional que era todo aquello al producto del deseo de dos cuerpos -fue ella quien parafraseó a Newton en cierta ocasión, mientras se abrazaban bajo la ducha de un hotel de Atenas-, e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. Tres intensos y viajeros años, iniciados aquella noche en que terminaron, tardísimo, solos en una cantina de la plaza Garibaldi, bebiendo hasta pasada la hora del cierre, hablando de pintura y de fotografía mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas y empezaban a barrer el suelo; y cuando Faulques miró el reloj, ella dijo que le sorprendía que un fotógrafo de guerra no fuera capaz de beber impasible bajo el fuego de las miradas de los camareros impacientes. Era única para colocar aquí y allá pensamientos ajenos a modo de reflexiones espontáneas o sentencias propias, ingeniosa para salvar obstáculos incorporándolos al plan original, hábil para mentir haciendo creer que mentía abierta y deliberadamente. Le encantaban las cosas falsas, las coleccionaba por todas partes y después las abandonaba en papeleras de hotel, en aeropuertos, se las regalaba a camareras, telefonistas y azafatas: falso cristal de Murano, falsos encajes de Bruselas, falsos bronces antiguos, falsas miniaturas dieciochescas compradas en rastros callejeros. Se movía a sus anchas entre todo aquello, haciéndolo valioso con una palabra o una mirada. Era Olvido la que confería importancia a las cosas y a las personas con las que se relacionaba, tal vez porque poseía la seguridad perfecta que sólo ciertas mujeres tienen cuando el mundo es su excitante campo de batalla, y los hombres un complemento útil pero prescindible.

13
{"b":"100232","o":1}