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– La familia del soldado estaba a salvo -prosiguió- mientras él luchaba por su patria; aunque esta le importara menos que la otra, la verdadera: aquella mujer y aquel niño… El caso es que la patria oficial se convirtió en un matadero llamado Vukovar. En una trampa espantosa -Markovic se quedó un momento absorto-. ¿Imagina tener encima a los tanques serbios sin armas para detenerlos?… Una mañana, el soldado corrió como una liebre junto a sus compañeros, para salvar la vida. Luego, cuando los supervivientes se reagruparon, todavía sin aliento, usted hizo su foto.

Siguió un silencio. Faulques bebió un sorbo. Seguía casi inmóvil en su silla, atento a cuanto oía. El otro se había vuelto de nuevo hacia la pintura. Ahora miraba el dibujo del bosque con hombres colgados de los árboles como racimos de fruta.

– En los últimos años he leído muchas cosas -continuó-. Revistas, periódicos y también algún libro. Sé navegar por Internet. Antes no era aficionado a leer, pero mi vida ha cambiado bastante. Y en cierta ocasión leí algo suyo que me interesó, en una entrevista que le hicieron con motivo del último libro de fotos… Por lo que dijo, es una fórmula científica: si una mariposa mueve las alas en Brasil, o por ahí, se desencadena un huracán en el otro extremo del mundo… ¿Es correcto?

– Más o menos. La teoría se conoce como Efecto Mariposa.

Sonrió un poco Markovic, apuntando a Faulques con un dedo. Una sonrisa extraña, sin embargo. Rígida como si no fuera suya. Se quedó allí un rato, congelada, mostrando el hueco negro entre los dientes estropeados.

– Es curioso que lo mencionara en aquella entrevista, porque fue como el aleteo de la mariposa… El soldado no lo supo hasta que la foto llegó al hospital de Osijek. Todo el mundo lo felicitaba. Era famoso. Un héroe croata. Vukovar acababa de caer al fin, y todos sus camaradas habían muerto combatiendo o asesinados por los chetniks: Nikola, Zoran, Tomislav, Vinko, Grüber… Ese Grüber era su oficial. Caminaban juntos el día que usted hizo la foto. Al caer la ciudad, Grüber estaba en el sótano del hospital, con un pie amputado. Los serbios lo sacaron al patio con los otros, destrozándolo a golpes, antes de pegarle un tiro en la cabeza y arrastrarlo a una fosa común.

La sonrisa, o lo que fuera, comprobó Faulques, había desaparecido. Los ojos de su interlocutor lo miraban ahora como si el foco real estuviese lejos, en algún lugar situado a su espalda.

– El soldado de la foto -prosiguió Markovic- tuvo más suerte que sus camaradas. O no la tuvo… Desmovilizado por la herida, viajó para reponerse en Zagreb. En un lugar llamado Okucani, la suerte se acabó. El autobús cayó en una emboscada.

Los pasajeros del autobús eran civiles, añadió tras una pausa. Había ancianos, mujeres y niños. Así que en vez de asesinarlos a todos allí mismo, los serbios los llevaron a un centro de interrogatorios a cargo del ejército regular, donde el soldado fue sometido a los malos tratos de rutina. Después, entre paliza y paliza, un guardián lo reconoció. Era el de la foto famosa. El héroe de Vukovar. El rostro de los separatistas croatas.

– Fue torturado durante seis meses. Como un animal. Luego, por alguna extraña razón, o casualidad, lo dejaron seguir vivo. Trasladado a un campo de prisioneros cercano a Banja Luka, pasó allí dos años y medio. Un día lo subieron a un camión, y cuando pensaba que lo iban a fusilar se vio en un puente sobre el Danubio y oyó decir: intercambio de prisioneros, camina, estás libre…

Markovic aún siguió moviendo los labios un poco mas, pero sin palabras. En silencio. Al cabo, Faulques vio que se detenía casi con sobresalto y miraba alrededor como recién llegado a un lugar raro. Espero que no le moleste que fume, dijo de pronto. El pintor negó con la cabeza, y el otro fue hasta su mochila y sacó un paquete de tabaco.

– ¿Fuma usted?

– No.

Markovic encendió un cigarrillo, y al apagar el fósforo buscó un cenicero donde echarlo. Faulques le indicó un frasco de mostaza francesa vacío. El otro lo cogió, y con el cigarrillo en la boca y el frasco en la mano fue a sentarse en la otra silla, frente a su interlocutor.

– ¿Qué le parece la historia? -preguntó con naturalidad.

– Terrible.

– No especialmente -el croata hizo una mueca objetiva-. Es terrible, por supuesto. Pero hay otras. Algunas son incluso peores. Historias que se complementan entre sí.

Se quedó un instante callado, perdidos los ojos en las profundidades del vasto mural que los rodeaba. Entre sí, repitió al poco, pensativo. Y hablo, añadió, de familias enteras exterminadas, de hijos asesinados ante sus padres, de hermanos obligados a torturarse mutuamente para que uno siguiera vivo… No puede imaginar lo que vio ese prisionero. El dolor, la indignidad, la desesperanza… Los hombres, señor Faulques, somos animales carniceros. Nuestra inventiva para crear horror no tiene límites. Usted tiene que saberlo. Toda una vida fotografiando maldades enseña algo, supongo.

– ¿Por eso quiere matarme?… ¿Para vengar todo aquello?

En el rostro de Markovic apareció de nuevo aquella sonrisa fría, casi ajena.

– Efecto Mariposa, ha dicho. Qué ironía. Un nombre tan delicado.

4

El visitante fumaba concentrado en un nuevo cigarrillo, como si cada porción de humo fuese valiosa. Faulques identificó los viejos gestos del soldado, o del prisionero. Había visto fumar a muchos hombres en muchas guerras, donde a menudo el tabaco era la única compañía. El único consuelo.

– Cuando aquel hombre fue puesto en libertad -siguió contando Ivo Markovic-, buscó el contacto con su mujer y su hijo. Tres años sin noticias, imagínese… Y bueno. Al poco, las tuvo. La foto famosa también había llegado al pueblo. Alguien consiguió un ejemplar de la revista. Siempre hay vecinos dispuestos a cooperar en esa clase de asuntos: la novia que no pudieron tener, el trabajo que unos abuelos le quitaron a otros, la casa o parcela de tierra que se ambicionan… Lo de siempre: envidia, ruindad. Lo previsible entre seres humanos.

El sol poniente, que llegaba horizontal a través de una de las estrechas ventanas de la torre, aureolaba al croata con un rojo semejante al de los incendios pintados en la pared: la ciudad que ardía sobre la colina y el volcán lejano que iluminaba piedras y ramas desnudas, el fuego en reflejos metálicos sobre armas y arneses que parecía ahora prolongarse fuera del muro y abarcar también el recinto, los objetos, los contornos del hombre sentado en la silla, las volutas de humo del cigarrillo que sostenía entre los dedos o dejaba colgado de los labios, espirales rojizas que con aquella luz daban una singular animación a las escenas de la pared. Quizá, pensó de pronto Faulques, esta pintura no sea tan mala como creo.

– Una noche -continuó Markovic-, un grupo de chetniks se presentó en la casa donde vivían la mujer serbia y el hijo del croata… La violaron uno tras otro, cuanto quisieron. Como el niño, de cinco años, lloraba y forcejeaba defendiendo a su madre, lo clavaron con un bayonetazo en la puerta: igual que esas mariposas en un corcho, figúrese, las del efecto del que me hablaba antes… Luego, cuando se cansaron de la mujer, le cortaron los pechos y la degollaron. Antes de irse pintaron en la pared una cruz serbia y las palabras: Ratas ustachas.

Un silencio. Faulques buscó los ojos de su interlocutor entre el resplandor rojizo que enmarcaba su rostro, sin hallarlos. La voz que había narrado aquello era tan objetiva y tranquila como si hubiese estado leyendo un prospecto farmacéutico. Entonces el visitante alzó despacio una mano, con el cigarrillo entre dos dedos.

– Excuso decirle -añadió- que, aunque la mujer estuvo gritando toda la noche, ni un solo vecino encendió una luz ni salió a la calle a ver qué pasaba.

Ahora el silencio fue mucho más largo. Faulques no sabía qué decir. Lentamente, los rincones bajos del recinto se velaron de sombras. La luz rojiza se apartaba de Markovic, desplazándose sobre una porción del muro donde estaba el apunte a carboncillo, negro sobre blanco, de un hombre arrodillado, manos atadas a la espalda, ante otro que alzaba una espada sobre su cabeza.

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