El hombre que acababa de marcharse lo confirmaba. Era un trazo más en el enorme fresco circular de la pared. Una pregunta más al silencio de la Esfinge. Sin duda merecía un sitio de honor allí, asignado por las paradojas y piruetas de un mundo tenaz en demostrar que, pese a que la línea recta estaba ausente de la naturaleza animal y se prodigaba poco en la naturaleza en general -excepto cuando la ley de la gravedad tensaba las sogas de los ahorcados-, el caos sí poseía atajos impecablemente rectos que llevaban a sitios precisos en el lugar y en el tiempo. Bien a su pesar, Faulques estaba impresionado. Por la tarde, después de poner el álbum fotográfico sobre la mesa, Ivo Markovic se había vuelto hacia el muro circular, observándolo con interés y en silencio durante un largo rato.
– Así es como lo ve, entonces -murmuró al fin.
No era una pregunta, ni tampoco una conclusión. Sonaba a confirmación de un viejo pensamiento. Imposible desligar aquello, decidió Faulques, del manoseado libro que estaba sobre la mesa, abierto -toda casualidad era imposible- por una de sus primeras fotos profesionales, blanco y negro, tomada después del impacto de un cohete de los jemeres rojos en Pochentong, el mercado de Phnom Penh: un niño herido, incorporado a medias en el suelo, los ojos velados por el trauma de la explosión, observaba a su madre tendida boca arriba, en diagonal en el encuadre de la cámara, la cabeza abierta por la metralla y la sangre trazando larguísimos y complicados regueros sobre el suelo. Y parece mentira, diría Olvido Ferrara mucho más tarde -años más tarde-, en Mogadiscio, ante otra escena idéntica a la de Pochentong e idéntica a muchas otras. Parece mentira la cantidad de sangre que tenemos en el cuerpo, había dicho ella. Cinco litros y pico, me parece, y lo fácil que es que se derrame y perderla. ¿Verdad? Y Faulques recordaría esas palabras y esas fotos más adelante, el ojo derecho pegado al visor de la cámara, en el mercado de Sarajevo, humeante aún el impacto de un proyectil de mortero serbio. Cinco litros multiplicados por cincuenta o sesenta cuerpos vaciándose daban mucho de sí: regueros, volutas, líneas entrecruzadas, reflejos que se tornaban mate, coagulados a medida que transcurrían los minutos y se apagaban los gemidos. Niños mirando a sus madres y viceversa, cuerpos en diagonal, en perpendicular, en paralelo a otros cuerpos, y por debajo líneas líquidas de formas caprichosas atrapándolo todo en una inmensa retícula roja. Olvido estaba en lo cierto: era asombrosa la cantidad de sangre que todos tenían dentro. Siglos vertiéndola y no terminaba de salir nunca. Pero ella no se encontraba allí para apreciar la analogía. Sus cinco litros se habían derramado ya, en un punto del tiempo y del espacio situado entre el mercado de Phnom Penh y el mercado de Sarajevo: la cuneta de la carretera de Borovo Naselje.
– Así lo ve sin cámaras -insistió Ivo Markovic.
Se había acercado al muro, las manos cruzadas a la espalda después de ajustarse las gafas con un dedo, inclinado para contemplar una parte de la pintura, allí donde unos trazos vigorosos, algo de color aplicado sobre el dibujo a carboncillo, mostraban un cuerpo femenino en extraña perspectiva, el rostro sin definir, abiertos los muslos desnudos hacia el primer plano, un reguero rojo de sangre entre ellos, y la silueta de un niño medio incorporado cerca, vuelto hacia la mujer, o la madre. Curiosa evolución la del hombre, opinaba Faulques: pez, cocodrilo, asesino, con su propio cadáver interpuesto entre cada etapa. Hijos de hoy, verdugos de mañana. Los mismos rasgos del niño apenas pintado los reservaba para uno de los soldados que, a la derecha de esa escena, fusil en mano, empujaban a la multitud fugitiva de la ciudad, resuelta pictóricamente -los viejos maestros flamencos no estaban sólo para ser admirados- a base de cuadrados de ventanas y dentadas ruinas negras recortándose en el rojo de incendios y estallidos que coronaba la colina, a lo lejos.
– No soy bueno para apreciar el arte -comentó Markovic.
– En realidad no es arte. El arte vive de la fe.
– Tampoco entiendo mucho de eso.
Seguía inmóvil, sin retirar las manos de la espalda, observándolo todo con mucha atención. Como el pacífico visitante de un museo.
– Voy a contarle una historia -dijo sin volverse.
– ¿La suya?
– Qué más da. Una historia.
Entonces se giró despacio hacia Faulques y empezó a contar. Lo hizo durante largo rato, interrumpiéndose en prolongadas pausas mientras buscaba la palabra adecuada, pretendía narrar un detalle con la máxima precisión posible, o estimaba que su forma de hablar, al calor creciente del propio relato, dejaba de ser impersonal para volverse apasionada. Al advertir esto se detenía de pronto, movía la cabeza a modo de disculpa, reclamando la comprensión de su oyente, y tras un breve silencio empezaba de nuevo en el mismo punto, más objetivo el tono. Más comedido.
Y fue así como el asombrado pintor de batallas, muy atento a cuanto escuchaba, se afirmó en la certeza de la red oculta que atrapaba al mundo y sus acontecimientos, donde nada de cuanto ocurría era inocente y sin consecuencias. Supo entonces de una joven familia en un pequeño pueblo de la que en otro tiempo se llamaba Yugoslavia: marido mecánico agrícola, esposa dedicada a la casa y a cultivar el huerto familiar, hijo de poca edad. También supo, de nuevo, lo que ya sabía: que la política, la religión, los viejos odios, la estupidez unida a la incultura y a la infame condición humana, arrasaron aquel lugar con una guerra que enfrentó a parientes, amigos y vecinos. Masacrados por los nazis y sus aliados croatas durante la Segunda Guerra Mundial, esta vez los serbios tomaron la delantera, resumida en dos palabras: limpieza étnica. El de los Markovic era uno de los matrimonios mixtos fomentados por la política integradora del mariscal Tito; pero el viejo mariscal estaba muerto y las cosas habían cambiado. El marido era croata; la mujer, serbia. La partición los separó. Cuando bandas de milicianos chetniks empezaron a asesinar a sus vecinos, la esposa y el hijo tuvieron suerte: vivían en zona de mayoría serbia, y allí se quedaron mientras el marido, fugitivo, era enrolado en la milicia nacional croata.
– Respecto a su familia, aquel soldado vivía tranquilo. ¿Comprende, señor Faulques?… Madre e hijo estaban a salvo. Cuando cargaba con su fusil, mientras vivía las miserias y miedos de la guerra, se consolaba sabiéndolos en lugar seguro. Usted, que ha sido testigo con billete de vuelta en tantas desgracias, entiende a qué me refiero. ¿No es verdad?… El alivio de saber, cuando todo arde, que no hay gente querida quemándose en las ruinas del mundo.
Faulques estaba sentado en una de las sillas de lona, con el vaso de coñac en la mano y tan quieto como las figuras pintadas en la pared. Asintió despacio.
– Puedo entender eso.
– Sé que puede. Ahora lo sé, al menos -Markovic, que seguía de pie ante la pintura, indicó vagamente un lugar de esta, como si lo que iba a mencionar estuviese allí-… Cuando lo vi de rodillas junto al cuerpo de la mujer en la carretera, pocos días después de hacerme la foto, creí que era su caso. Un cadáver más, otra imagen. Una lástima, naturalmente. Siempre mueren compañeros. Pero siempre es mejor, pensé que pensaría, que muera otro a que muera yo… ¿Cuántos periodistas cayeron en la guerra de mi país?
– No lo sé. Cincuenta, o así. Muchos.
– Pues eso. Uno entre tantos. Una, en su caso. Así lo creí durante cierto tiempo. Ahora sé que estuve equivocado. No era una más.
Faulques se removió, incómodo.
– Me estaba hablando de usted. De su familia.
Markovic, que parecía a punto de añadir algo, se interrumpió, entreabierta la boca, mirándolo con atención. Después dirigió otra larga ojeada en torno, recorriendo la pintura y los esbozos apuntados sobre la imprimación blanca del muro: las naves que zarpaban bajo la lluvia, los fugitivos, los soldados y la ciudad en llamas, el volcán en erupción a lo lejos, el choque de caballería, los jinetes medievales esperando el momento de entrar en combate, los hombres con anacrónica indumentaria y armas de treinta siglos acuchillándose en primer plano.