El dolor -una punzada muy aguda en el costado, sobre la cadera derecha- llegó puntual, sin avisar esta vez, fiel a la cita de cada ocho o diez horas. Faulques se quedó inmóvil, conteniendo la respiración, para dar tiempo a que cesara el primer latido; luego cogió el frasco que había sobre la mesa e ingirió dos comprimidos con un sorbo de agua. En las últimas semanas había tenido que doblar la dosis. Al cabo de un momento, más sereno -era peor cuando el dolor venía de noche, y aunque se calmaba con los comprimidos lo dejaba desvelado hasta el alba-, recorrió el panorama con una lenta mirada circular: la ciudad lejana, moderna, y la otra ciudad más cerca y en llamas, las abatidas siluetas que huían de ella, los sombríos escorzos de hombres armados en un plano más próximo, el reflejo rojizo del fuego -trazos de pincel fino, bermellón sobre amarillo- deslizándose por el metal de los fusiles, con el brillo peculiar que el ojo del infortunado espectador protagonista capta inquieto, apenas abre la puerta, cloc, cloc, cloc, ruido nocturno de botas, hierro y fusiles, preciso como en una partitura de música, antes de que lo hagan salir descalzo y le corten -le vuelen, en versión actualizada- la cabeza. La idea era prolongar la luz de la ciudad incendiada hasta el amanecer gris de la playa, que con su paisaje lluvioso y el mar al fondo moría, a su vez, en un atardecer eterno, preludio de esa misma noche o de otra idéntica, bucle interminable que llevaba el punto de la rueda, el péndulo oscilante de la Historia, hasta lo alto del ciclo, una y otra vez, para hacerlo caer de nuevo.
Un conocido pintor, había afirmado la voz. Siempre decía eso con las mismas palabras mientras Faulques, que imaginaba a los turistas apuntando hacia la torre los objetivos de sus cámaras, se preguntaba de dónde habría sacado aquella mujer -el hombre que hablaba en francés nunca mencionaba al habitante de la torre- tan inexacta información. Quizá, concluía, sólo se trataba de un recurso para dar más interés al paseo. Si Faulques era conocido en determinados lugares y círculos profesionales, no era por su trabajo pictórico. Después de unos primeros escarceos juveniles, y durante el resto de su vida profesional, el dibujo y los pinceles habían quedado atrás, lejos -al menos así lo estuvo creyendo él hasta una fecha reciente- de las situaciones, los paisajes y las gentes registradas a través del visor de su cámara fotográfica: la materia del mundo de colores, sensaciones y rostros que constituyó su búsqueda de la imagen definitiva, el momento al mismo tiempo fugaz y eterno que lo explicara todo. La regla oculta que ordenaba la implacable geometría del caos. Paradójicamente, sólo desde que había arrinconado las cámaras y empuñado de nuevo los pinceles en busca de la perspectiva -¿tranquilizadora?- que nunca pudo captar mediante una lente, Faulques se sentía más cerca de lo que durante tanto tiempo buscó sin conseguirlo. Quizá después de todo -pensaba ahora- la escena no estuvo jamás ante sus ojos, en el verde suave de un arrozal, en el abigarrado hormigueo de un zoco, en el llanto de un niño o en el barro de una trinchera, sino dentro de sí mismo: en la resaca de la propia memoria y los fantasmas que jalonan sus orillas. En el trazo de dibujo y color, lento, minucioso, reflexivo, que sólo es posible cuando el pulso late ya despacio. Cuando los viejos y mezquinos dioses, y sus consecuencias, dejan de incomodar al hombre con odios y favores.
Pintura de batallas. El concepto resultaba impresionante para cualquiera, perito en el oficio o no; y Faulques se había aproximado al asunto con toda la prudencia y la humildad técnica posibles. Antes de comprar aquella torre e instalarse en ella, pasó años acumulando documentación, visitando museos, estudiando la ejecución de un género que ni siquiera le había interesado en la época de estudios y aficiones juveniles. De las galerías de batallas de El Escorial y Versalles a ciertos murales de Rivera o de Orozco, de las vasijas griegas al molino de los Frailes, de los libros especializados a las obras expuestas en museos de Europa y América, Faulques había transitado, con la mirada singular que tres décadas capturando imágenes de guerra le dejaron impresa, por veintiséis siglos de iconografía bélica. Aquel mural era el resultado final de todo ello: guerreros ciñéndose la armadura en terracota roja y negra, los legionarios esculpidos en la columna Trajana, el tapiz de Bayeux, el Fleurus de Carducho, San Quintín visto por Luca Giordano, las matanzas de Antonio Tempesta, los estudios leonardescos de la batalla de Anghiari, los grabados de Callot, el incendio de Troya según Collantes, el Dos de Mayo y los Desastres vistos por Goya, el suicidio de Saúl por Brueghel el Viejo, saqueos e incendios contados por Brueghel el Joven o por Falcone, las batallas del Borgoñón, el Tetuán de Fortuny, los granaderos y jinetes napoleónicos de Meissonier y Detaille, las cargas de caballería de Lin, Meulen o Roda, el asalto al convento de Pandolfo Reschi, un combate nocturno de Matteo Stom, los choques medievales de Paolo Uccello y tantas obras estudiadas durante horas y días y meses en busca de una clave, un secreto, una explicación o un recurso útil. Cientos de notas y de libros, miles de imágenes, se apilaban alrededor y dentro de Faulques, en aquella torre o en su memoria.
Pero no sólo batallas. La ejecución técnica, la resolución de las dificultades que planteaba semejante pintura estaba en deuda, también, con el estudio de cuadros con motivos diferentes a la guerra. En algunas inquietantes pinturas o grabados de Goya, en ciertos frescos o lienzos de Giotto, Bellini y Piero della Francesca, en los muralistas mejicanos y en pintores modernos como Léger, Chirico, Chagall o los primeros cubistas, Faulques había encontrado soluciones prácticas. Del mismo modo que un fotógrafo se enfrentaba a problemas de foco, luz y encuadre planteados por la imagen de la que pretendía apropiarse, pintar suponía también enfrentarse a problemas solubles mediante la aplicación rigurosa de un sistema basado en fórmulas, ejemplos, experiencia, intuiciones y genio, cuando se disponía de él. Faulques conocía la manera, controlaba la técnica, pero carecía del rasgo esencial que separa la afición del talento. Consciente de ello, sus primeros intentos por dedicarse a la pintura se habían detenido de forma temprana. Ahora, sin embargo, gozaba de los conocimientos adecuados y de la experiencia vital necesaria para enfrentarse al desafío: un proyecto descubierto a través del visor de una cámara y fraguado en los últimos años. Un panorama mural que desplegase, ante los ojos de un observador atento, las reglas implacables que sostienen la guerra -el caos aparente- como espejo de la vida. Aquella ambición no aspiraba a obra maestra; ni siquiera pretendía ser original, aunque en realidad lo fuese la suma y combinación de tantas imágenes tomadas a la pintura y a la fotografía, imposibles sin la existencia, o la mirada, del hombre que pintaba en la torre. Pero el mural tampoco estaba destinado a conservarse indefinidamente, o a ser expuesto al público. Una vez acabado, el pintor abandonaría el lugar y este correría su propia suerte. A partir de ahí, quienes iban a continuar el trabajo serían el tiempo y el azar, con pinceles mojados en sus propias, complejas y matemáticas combinaciones. Eso formaba parte de la naturaleza misma de la obra.
Siguió observando Faulques el gran paisaje circular hecho en buena parte de recuerdos, situaciones, viejas imágenes de nuevo devueltas al presente en colores acrílicos, sobre aquella pared, tras recorrer durante años los miles de kilómetros, la geografía infinita de circunvalaciones, neuronas, pliegues y vasos sanguíneos que constituían su cerebro, y que en él se extinguirían, también, a la hora de su muerte. La primera vez que, años atrás, Olvido Ferrara y él habían hablado de la pintura de batallas fue en la galería del palacio Alberti, en Prato, frente al cuadro de Giuseppe Pinacci titulado Después de la batalla: una de esas espectaculares pinturas históricas de composición perfecta, equilibrada e irreal, pero que ningún artista lúcido, pese a todos los adelantos técnicos, resabios y modernidad interpuesta, se atrevería nunca a discutir. Qué curioso, había dicho ella -entre cadáveres despojados y agonizantes, un guerrero remataba a culatazos a un enemigo caído semejante a un crustáceo, completamente cubierto con casco y armadura-, que casi todos los pintores interesantes de batallas sean anteriores al siglo XVII. A partir de ahí nadie, excepto Goya, se atrevió a contemplar a un ser humano tocado de veras por la muerte, con sangre auténtica en vez de jarabe heroico en las venas; quienes pagaban sus cuadros desde la retaguardia lo consideraban poco práctico. Luego tomó el relevo la fotografía. Tus fotos, Faulques. Y las de otros. Pero hasta eso perdió su honradez, ¿verdad? Mostrar el horror en primer plano ya es socialmente incorrecto. Hasta al niño que levantó las manos en la foto famosa del gueto de Varsovia le taparían hoy la cara, la mirada, para no incumplir las leyes sobre protección de menores. Además, se acabó aquello de que sólo con esfuerzo puede obligarse a una cámara a mentir. Hoy, todas las fotos donde aparecen personas mienten o son sospechosas, tanto si llevan texto como si no lo llevan. Dejaron de ser un testimonio para formar parte de la escenografía que nos rodea. Cada cual puede elegir cómodamente la parcela de horror con la que decorar su vida conmoviéndose. ¿No crees? Qué lejos estamos, date cuenta, de aquellos antiguos retratos pintados, cuando el rostro humano tenía alrededor un silencio que reposaba la vista y despertaba la conciencia. Ahora, nuestra simpatía de oficio hacia toda clase de víctimas nos libera de responsabilidades. De remordimientos.