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Después de quedarse solo, trabajó toda la tarde y hasta muy entrada la noche en una zona de la parte baja del mural: los guerreros que, junto a la jamba izquierda de la puerta de la torre, aguardaban montados la ocasión de entrar en batalla, aunque uno se adelantaba al grupo, lanza en ristre, acometiendo solitario hacia un haz de lanzas pintado algo más a la izquierda, donde el enfoscado de la pared sólo mostraba el boceto a carboncillo, negro sobre blanco, de siluetas confusas que, cuando la pintura estuviese acabada, serían la vanguardia de un ejército. La forma de representar a ese caballero solitario -al principio iba a estar en actitud serena, al estilo de El Caballero, la Muerte y el Diablo de Durero- se la había sugerido a Faulques una escena del Micheletto da Cotignola en combate, una de las tres tablas del tríptico sobre la batalla de San Romano: la del Louvre. Allí, los estragos del tiempo habían difuminado contornos e impreso una insólita modernidad a la escena original, convirtiendo lo que inicialmente eran cinco caballeros montados y con cinco lanzas en ristre, en una secuencia dotada de movimiento extraordinario, cual si se tratara de un solo personaje cuyo avance hubiese sido descompuesto visualmente: anuncio asombroso de las distorsiones temporales de Duchamp y los futuristas, o de las cronofotografías de Marey. En el cuadro de Uccello, sobre lo que a primera vista parecía un solo caballo, el grupo estaba formado por cinco jinetes casi superpuestos, de los que se advertían cuatro cabezas con tres penachos, uno de ellos suspendido en el aire. Un único guerrero parecía empuñar dos de las cinco lanzas dispuestas en abanico, de arriba abajo, como si se tratara de la misma en diversas fases de movimiento. Todo ello se fundía en una descomposición logradísima, dinámica, a la manera de una secuencia fílmica vista fotograma a fotograma; pero ni siquiera una fotografía moderna, deliberada, hecha con baja velocidad de obturación y larga exposición de la película, obtendría nunca el mismo efecto. El tiempo y el azar también pintaban, a su manera.

Faulques, depredador gráfico sin complejos, había ejecutado el jinete del mural teniendo presente todo eso; de ahí la apariencia de foto movida del personaje, los varios contornos que parecía dejar atrás como huellas fantasmales en el espacio. Había trabajado pulverizando agua para mantener frescas las primeras capas, húmedo sobre húmedo: colores diluidos y pinceladas rápidas debajo, densidad y trazo más firme encima. Ahora el pintor de batallas se incorporó sobre la colchoneta manchada de pintura donde había estado arrodillado mientras trabajaba, dejó el pincel en la espiral del recipiente con agua, se frotó los riñones y retrocedió unos pasos. Era correcto. No un Uccello consciente de sí, por supuesto, sino un humilde Faulques que ni siquiera estaría firmado cuando se concluyera. Pero tenía buen aspecto. El grupo de caballeros quedaba ahora completo, a falta de algunos retoques que serían aplicados más adelante. Sobre sus cabezas, en el punto de fuga previsto entre ellos y el jinete que cerraba solitario contra el bosque de lanzas enemigas, se alzaban -se alzarían cuando fuesen algo más que trazos esquemáticos a carboncillo- las torres de Manhattan, Hong Kong, Londres o Madrid; cualquier ciudad de las muchas que vivían confiadas en el poder de sus colosos arrogantes: un bosque de edificios modernos, inteligentes, habitados por seres ciertos de su juventud, belleza e inmortalidad, convencidos de que el dolor y la muerte podían mantenerse a raya con la tecla intro de un ordenador. Ignorantes, todos ellos, de que inventar un objeto técnico era inventar su accidente específico, del mismo modo que la creación del universo llevaba, desde el momento de la nucleosíntesis primordial, implícita la palabra catástrofe. Por eso la historia de la Humanidad estaba tan surtida de torres hechas para ser evacuadas en cuatro o cinco horas, pero que sólo resistían la acción de un incendio durante dos, y de Titanics impávidos, insumergibles, a la espera del témpano de hielo dispuesto por el Caos en el punto exacto de su carta náutica.

Tan seguro de ello como si lo estuviera viendo -en realidad lo había visto, y lo veía- Faulques movió la cabeza, complacido por aquellos trazos de la pared que ya tenían forma y colores en su imaginación o en su recuerdo. No era preciso inventar nada. Todo ese cristal y acero resultaba prolongación directa de aquellos jinetes empenachados y forrados de hierro, por los resquicios de cuya armadura cualquier humilde peón podía introducir, con un poco de desesperación y otro poco de audacia, la hoja afilada de una daga.

Ella lo había expuesto con mucha precisión en Venecia. Ya no hay bárbaros, Faulques. Están todos dentro. Y ni siquiera hay ruinas como las de antes, añadiría más tarde, en Osijek, mientras fotografiaba una casa cuya fachada había desaparecido bajo una bomba, y que tras los escombros amontonados en la calle mostraba, todavía en pie, la cuadrícula íntima de las habitaciones con muebles, enseres domésticos y fotos familiares colgadas en las paredes. En otro tiempo, dijo -se movía con precaución entre los trozos de hormigón y los hierros retorcidos, la cámara cerca de la cara, buscando el encuadre adecuado-, las ruinas eran indestructibles. ¿No crees? Se quedaban ahí siglos y siglos, aunque la gente usara las piedras para sus casas y los mármoles para sus palacios. Y luego venían Hubert Robert o Magnasco con su caballete, y las pintaban. Ahora no es así. Fíjate en esto. Nuestro mundo fabrica escombros en vez de ruinas, y en cuanto puede mete un bulldozer y lo hace desaparecer todo, dispuesto a olvidar. Las ruinas molestan, incomodan. Y claro. Sin libros de piedra para leer el futuro, de pronto nos vemos en la orilla, con un pie en la barca y sin moneda para Caronte en el bolsillo.

Faulques sonrió para sus adentros, los ojos absortos en el mural. El barquero del río de los muertos había llegado a convertirse en guiño cómplice entre Olvido y él desde que, en compañía de guerrilleros saharauis, habían tenido que cruzar bajo fuego marroquí el lecho de arena de un uad, cerca de Guelta Zemmur. Cuando esperaban el momento de abandonar el refugio de unas rocas y correr cincuenta metros al descubierto -¿Quién va primero?, había preguntado, inquieto, el guerrillero que iba a cubrirlos con el fuego de su Kalashnikov-, Olvido palpó el bolsillo de Faulques con una mueca burlona, mirándolo con mucha fijeza, los iris verdes dilatadísimos por el resplandor del sol en la arena y minúsculas gotitas de sudor en la frente y el labio superior. Espero que lleves moneda para Caronte, dijo, la respiración entrecortada por la avidez con que apuraba el momento. Después se tocó los lóbulos de las orejas, bajo las trenzas, donde relucían unos pequeños pendientes de oro en forma de bolitas -casi nunca usaba joyas; solía referirse a las damas venecianas que, para burlarse de las leyes contra la ostentación, paseaban seguidas por sirvientas que lucían sus alhajas-. A mí me bastará con esto, añadió. Y luego, tras incorporarse estirando sus largas piernas enfundadas en los tejanos sucios de tierra -reía en voz queda, y así la oyó Faulques alejarse-, se aseguró la bolsa de las cámaras fotográficas y echó a correr tras el saharaui que la precedía, mientras el otro guerrillero vaciaba medio cargador sobre las posiciones marroquíes y Faulques la fotografiaba con el motor a 3,4 fotogramas por segundo, avanzando esbelta y veloz sobre la arena, semejante a la gacela con cuyos movimientos la asociaba a cada instante. Y cuando al fin le llegó a él su momento de cruzar, ella lo esperaba al otro lado, a cubierto, aún palpitante de excitación, entreabierta la boca mientras recobraba el aliento. Con una sonrisa de felicidad salvaje. Al diablo Caronte, murmuró tocándole a Faulques la cara con los dedos. Y sonreía.

El dolor se insinuaba de nuevo, así que el pintor de batallas tragó dos comprimidos con un sorbo de agua y se agachó hasta quedar en cuclillas, la espalda contra la pared. Aguardó inmóvil, apretados los dientes, a que hicieran efecto. Cuando se levantó tenía la ropa empapada de sudor. Anduvo hasta el interruptor y apagó los dos potentes focos que iluminaban la pared. Luego se quitó la camisa y salió afuera, a lavarse la cara y las manos, y aún goteando se zambulló en el paisaje nocturno con pasos largos y lentos, las manos mojadas dentro de los bolsillos, mientras la brisa del mar le enfriaba la cara y el torso desnudo, y los grillos, ensordecedores, lo jaleaban desde los arbustos y el bosquecillo negros. El ruido de la resaca sonaba abajo, entre las piedras de la caleta invisible. Anduvo hasta el borde del acantilado -se detuvo un poco antes, cauto, cegado todavía por el resplandor de las bombillas halógenas- y se quedó allí hasta que su retina se acostumbró a la oscuridad, observando el lejano destello del faro, la luna y las estrellas. Pensaba ahora en Ivo Markovic. Parece -eso había dicho el croata por la mañana, cuando ambos miraban el mural- que estemos en un concurso de navajas rotas, señor Faulques. El pintor de batallas acababa de contar algo a su manera, con largas pausas; como repasando la memoria para sus adentros en vez de conversar con un desconocido que ya no lo era tanto. Un manicomio, estaba diciendo. Una vez había fotografiado un combate en un manicomio. Con locos de verdad. La línea del frente pasaba por el patio del edificio, un caserón viejo cerca de San Miguel, en El Salvador. Cuando llegó, guardianes y enfermeros habían huido. Los guerrilleros estaban dentro y los soldados fuera, al otro lado de la tapia y en la casa de enfrente, a unos veinte metros. Se estaban sacudiendo con todo, fusiles y granadas, mientras los locos iban y venían a su aire, de unas posiciones a otras, paseaban por el patio entre disparos o se quedaban de pie junto a los combatientes, mirándolos con fijeza, diciendo incoherencias, riéndose a carcajadas, chillando de terror cuando una bomba estallaba cerca. Murieron ocho o diez, pero aquel día las mejores fotos las hizo Faulques con los vivos: un anciano con chaqueta de pijama y desnudo de cintura para abajo que, de pie entre el tiroteo, observaba con interés y muy tranquilo, las manos cruzadas a la espalda, a dos guerrilleros que disparaban desde el suelo. También fotografió a una mujer de mediana edad, gorda, despeinada, con una bata manchada de sangre, que acunaba a un joven combatiente, herido en el cuello, como si fuera un bebé o un muñeco. Faulques se fue de allí cuando uno de los locos cogió el fusil del herido y se puso a pegar tiros en todas direcciones.

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