– Un día.
– Sí.
Puede verse desilusionado, lo previno el otro. La voz parece joven y bonita, pero ella tal vez no lo sea. Dijo eso mientras se apartaba, dejando sitio para que Faulques subiese al piso superior, abriese el frigorífico apagado y sacara dos cervezas.
– ¿Ha estado con mujeres desde lo de Borovo Naselje, señor Faulques?… Supongo que sí. Pero es curioso, ¿verdad? Al principio, con la juventud, crees imposible pasarte sin ellas. Luego, cuando las circunstancias o la edad obligan, uno se acostumbra. Se resigna, tal vez. Pero creo que no; que la palabra adecuada es esa: costumbre.
Cogió la lata que Faulques le ofrecía y se la quedó mirando sin abrirla. El pintor abrió la suya tirando de la lengüeta. Estaba tibia, y un borbotón de espuma se derramó entre sus dedos.
– Vive solo, entonces -murmuró Markovic, pensativo.
Faulques bebía a sorbos cortos, observándolo. Sin decir palabra, se secó la boca con el dorso de la mano. El otro movía la cabeza con leve gesto afirmativo. Parecía confirmar algo. Al fin abrió su cerveza, bebió un poco, la puso en el suelo y encendió un cigarrillo.
– ¿Quiere que hablemos de la mujer muerta en la carretera?
– No.
– Yo he hablado de la mía.
Se miraron los dos en silencio, un rato largo. Tres chupadas al cigarrillo de Markovic, dos sorbos a la cerveza de Faulques. Fue el croata quien habló de nuevo.
– ¿Cree que mi mujer intentó congraciarse con los hombres que la violaban, para salvarse?… ¿O para salvar a nuestro hijo?… ¿Cree que consintió por miedo, o por resignación, antes de que mataran al niño y la mutilaran y degollaran a ella?
Se llevó el cigarrillo a la boca. La brasa se avivó entre sus dedos, y una bocanada de humo veló un instante los ojos claros tras los cristales de las gafas. Faulques no dijo nada. Miraba una mosca que, tras revolotear entre ambos, había ido a posarse sobre el brazo izquierdo del croata. Este la observaba muy quieto. Impasible. Sin moverse ni espantarla.
11
La brisa iba de la tierra al mar y la noche era calurosa. A pesar del resplandor de la luna, podía verse casi toda la constelación de Pegaso. Faulques seguía afuera, las manos en los bolsillos, entre el chirriar de los grillos y el revoloteo de luciérnagas bajo los pinos que se recortaban, negros, en cada destello del faro lejano. Seguía pensando en Ivo Markovic: en sus palabras, en sus silencios y en la mujer a la que el croata se había referido antes de irse. Qué hubo entre ella y usted, señor Faulques, había dicho puesto ya en pie y camino de la puerta, la lata de cerveza vacía en la mano y mirando alrededor en busca de un lugar adecuado para dejarla. Qué hubo de verdad en esa última foto, quiero decir. Lo expuso de ese modo casual, en mitad de un gesto intrascendente, seguro de no obtener respuesta. Después, tras arrugar la lata entre los dedos y depositarla en una caja de cartón con desperdicios, había encogido los hombros. La foto de la cuneta, repitió alejándose. Aquella extraña foto que no se publicó nunca.
Faulques regresó despacio a la torre, cuya mole sombría se destacaba sobre el acantilado. De nada servía recordar, pensó. Pero era inevitable. Entre los dos puntos determinados por el azar y el tiempo, el museo mejicano y la cuneta de la carretera de Borovo-Naselje, Olvido Ferrara lo había amado, sin duda. Lo había hecho a su manera deliberada y vital, egoísta, con un poso de tristeza inteligente en las pausas. En torno a aquella sutil melancolía, latente en el fondo de su mirada y sus palabras, él se movió siempre con suma precaución, igual que un merodeador prudente, procurando no dar ocasión a que se hiciera explícita. Las flores siguen creciendo impasibles y seguras de sí, dijo ella una vez. Los frágiles somos nosotros. A Faulques lo preocupaba la eventualidad de afrontar en voz alta las causas de la resignación desesperada que a ella le corría por las venas, tan precisa como el bombeo sano y exacto de su corazón, y que podía advertirse, cual si se tratara de una enfermedad incurable, en el pulso de sus muñecas, en su cuello, en sus abrazos. En sus impulsos y en aquella extrañísima alegría -era capaz de reír como un muchacho feliz, a carcajadas- tras la que se escudaba como otros seres humanos suelen hacerlo con un libro, un vaso de vino o una palabra. Respecto a Faulques, la cautela de Olvido era semejante. Durante el tiempo que estuvieron juntos, ella lo observó siempre de lejos, o más bien desde fuera, quizá recelando de penetrar en él y descubrir que era como otros hombres a los que había conocido. Nunca hizo preguntas sobre mujeres, sobre años pasados, sobre nada. Tampoco sobre el desarraigo nómada que él utilizaba como defensa en un territorio que, desde muy joven, había decidido considerar hostil. Y a veces, cuando en momentos de intimidad o ternura él estaba a punto de confiar un recuerdo o un sentimiento, ella le ponía sus dedos sobre la boca. No, mi amor. Calla y mírame. Calla y bésame. Calla y ven exactamente aquí. Olvido deseaba creer que era distinto y que por eso lo había elegido, menos como compañero de un futuro improbable -Faulques advertía, impotente, los signos de esa improbabilidad- que como camino hacia el lugar ineludible donde su propia desesperanza la guiaba. Y quizá fuera, en cierto modo, distinto. Una vez ella se lo dijo. Subían por la escalera de un hotel, en Atenas, casi de madrugada, Faulques con la americana sobre los hombros, Olvido con un vestido blanco, ceñido, que se cerraba con una cremallera desde la cintura a la espalda. Él, un peldaño detrás de ella, pensó de pronto: un día ya no estaremos aquí. Y le bajó despacio el cierre del vestido mientras subían. Olvido siguió por la escalera sin inmutarse, una mano en la barandilla de latón dorado, el vestido abierto hasta las caderas sobre su espalda espléndida, los hombros desnudos, elegante como una gacela imperturbable -habría permanecido igual aunque se hubieran cruzado con un cliente o un empleado del hotel-. Al fin llegó al rellano y se detuvo, volviéndose a mirarlo. Te amo, dijo serena, porque tus ojos no te engañan. Nunca lo permites. Y eso le da un silencioso peso a tu equipaje.
Entró en la torre, buscó a tientas una caja de fósforos y encendió el farol de gas. Por efecto de la penumbra, las imágenes pintadas en la pared parecían envolverlo como fantasmas. O tal vez no fuese la penumbra, se dijo mientras dirigía una lenta mirada circular al paisaje que esa noche, como otras muchas, lo hacía asomarse a la orilla del río de los muertos: un lugar de aguas oscuras y tranquilas, en cuya orilla opuesta se congregaban, mirándolo, sombras ensangrentadas que sólo respondían con palabras tristes. Faulques buscó la botella de coñac y se puso tres dedos en un vaso. Vuela la noche, murmuró después del primer sorbo. Y se nos pierde en llantos.
Nadie que ame de verdad, había dicho Markovic aquella tarde. ¿Fue siempre lo que sus fotos dicen que es?… Y sin embargo, el pintor de batallas sabía que sólo de ese modo era posible pasar por todo ello y mantener enfocada la lente. A diferencia del propio Markovic y hasta de Olvido, a quienes la guerra señaló voluntaria o involuntariamente, cambiando sus vidas o destruyéndolas, en treinta años de recorrer el mundo escudado tras una cámara, Faulques había aprendido mucho de la Humanidad, observándola; mas nada había cambiado en él. Al menos, nada que alterase la visión precoz del problema. El croata tenía razón en cierto modo. Aquel mural que lo rodeaba con sus sombras y espectros era la exposición científica de esa mirada, no un remordimiento ni una expiación. Pero había una grieta en el muro, en la pintura circular, que en esencia era confirmación de lo que en otro tiempo Faulques había intuido y ahora sabía. Pese a su arrogancia técnica, el científico que estudiaba al hombre desde la helada soledad de su observación no se hallaba fuera del mundo, aunque le gustara pensarlo. Nadie era por completo indiferente, por más que lo pretendiese. Ojalá fuera posible, se dijo apurando el vaso y sirviéndose más coñac. En lo que a él se refería, Olvido lo había hecho salir de sí mismo. Después, su muerte cerró la tregua. Aquellos pasos ejecutados con precisión geométrica en la carretera de Borovo-Naselje -casi el movimiento elegante de un caballo en el ajedrez del caos- que habían devuelto a Faulques a la soledad, resultaban en cierto modo tranquilizadores: ponían las cosas en su sitio. El pintor de batallas bebió otro trago después de hacer un brindis silencioso en dirección a la pared, casi en redondo, a la manera de un torero que saludara desde el centro de la arena. Ahora ella estaba en la orilla oscura, donde las sombras hablaban con ladridos de canes y gemidos de lobos. Gemitusque luporum. En cuanto a Faulques, los últimos pasos de Olvido lo habían devuelto para siempre a la compañía de las sombras que poblaban la torre: un hombre de pie junto al río negro, contemplado desde el otro lado por los espectros melancólicos de aquellos a quienes conoció con vida.