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– ¿Ya estoy ahí dentro?

Se encontraba de pie ante la pintura mural, y el humo del cigarrillo colgado de sus labios le hacía entornar los ojos tras los cristales de las gafas. Estaba recién afeitado y vestía una camisa limpia, remangada hasta los codos. Faulques siguió la dirección de su mirada. En una zona todavía sin pintar, el dibujo a carboncillo y algunos trazos de color sobre la imprimación blanca abocetaban formas tendidas en el suelo, que cuando estuviese terminado el mural serían cadáveres despojados por saqueadores semejantes a cuervos. También había un perro olisqueando restos humanos, y árboles con cuerpos colgados de las ramas.

– Claro -respondió el pintor de batallas-. Ya lo estaba antes. De eso se trata, supongo… O más bien lo sé. Desde que usted apareció, estoy convencido de ello.

– ¿Y qué hay de su responsabilidad?

– No comprendo.

– También es responsable de lo que pasa en el cuadro.

Faulques dejó el pincel corto que tenía en la mano -la pintura acrílica se había secado, endureciéndolo, comprobó malhumorado- y luego se acercó a la pared hasta situarse junto a Markovic, cruzados los brazos. Mirando lo que el otro miraba. Los dibujos eran razonablemente elocuentes, decidió para sí. Pese a que no se tenía en extraordinaria estima como pintor, lo consolaba la certeza de poseer cierta mano para el dibujo. Y a fin de cuentas, aquellos trazos abigarrados y expresivos contenían guerra de verdad. Eran desolación y soledad: la de los hombres muertos. Todos los muertos que había fotografiado a lo largo de su vida parecían estar solos. Ninguna soledad era más perfecta que esa, absoluta e irreparable. Lo sabía muy bien. Dibujo o color aparte, ahí estaba quizá su ventaja, decidió. Lo que daba consistencia al trabajo que realizaba en aquella torre. Nadie le había contado lo que contaba.

– No estoy seguro de la palabra: responsabilidad. Siempre procuré ser el hombre que miraba. Un tercer hombre indiferente.

Sin apartar los ojos de la pintura, Markovic movió la cabeza.

– Se equivocó, diría yo. Creo que nadie es indiferente. También a usted lo contiene el cuadro… Pero no sólo como parte de él, sino como agente, además. Como causa.

– Es singular que diga eso.

– ¿Por qué le parece singular?

Faulques no respondió. Recordaba ahora, un poco desconcertado, lo que su amigo científico había añadido cuando conversaban sobre el caos y sus reglas: que un elemento básico de la mecánica cuántica era que el hombre creaba la realidad al observarla. Antes de tal observación, lo que verdaderamente existía eran todas las situaciones posibles. Sólo al mirar se concretaba la naturaleza, tomando partido. Había, por tanto, una indeterminación intrínseca de la que el hombre era más testigo que protagonista. O, puestos a apurar el asunto, ambas cosas a la vez: víctima tanto como culpable.

Se quedaron mirando el mural, callados, inmóviles. Uno junto al otro. Después, Markovic se quitó el cigarrillo de la boca. Ahora se inclinaba un poco para observar mejor a los dos hombres que se acuchillaban abrazados en primer plano, en la parte inferior de la pintura.

– ¿Es cierto que algunos fotógrafos pagan para que maten a la gente ante sus cámaras?

Faulques movió despacio la cabeza, de un lado a otro. Dos veces.

– No. Ni desde luego fue mi caso -la movió por tercera vez-. Nunca.

El croata se había vuelto a observarlo con interés. Estuvo así un momento, y luego le dio otra chupada al cigarrillo y fue a apagarlo dentro del frasco de mostaza vacío que estaba sobre la mesa, entre las pinturas y los pinceles. The Eye of War seguía allí. Pasó algunas páginas, distraído, y se detuvo en una.

– Buena foto -dijo-. ¿Es la del otro premio?

Se acercó Faulques. Líbano, cerca de Daraia. Película de 400 ASA en blanco y negro a 1/125 de velocidad, objetivo de 50 milímetros. Una montaña de cumbre nevada, apenas entrevista en la niebla, servía de fondo a la escena principal: tres milicianos drusos en el momento de ser ejecutados por seis falangistas cristianos, arrodillados estos a tres metros de sus víctimas, los fusiles encarados, disparando. Los drusos frente a ellos, vendados los ojos, dos al fondo de la imagen alcanzados ya por los disparos, la polvareda de tiros sacudiéndoles las ropas -uno encorvado sobre el vientre y dobladas las rodillas, otro alzadas las manos y cayendo hacia atrás como si el mundo se desvaneciera a su espalda-, y el tercero, el más próximo al fotógrafo, unos cuarenta años, moreno, pelo corto, barba de dos o tres días, erguido y firme, esperando estoico el balazo que aún no llegaba, alta la cara, los ojos cubiertos por un paño alegro, una mano herida, envuelta en un vendaje que pendía del cuello, puesta sobre el pecho. Tan sereno y digno en su actitud que los verdugos que le apuntaban, dos maronitas jóvenes, parecían vacilar antes de matarlo, el dedo en el gatillo de sus fusiles de asalto Galil. Al druso de la mano herida le habían disparado un segundo después de que Faulques tomara la foto -oprimió el obturador al escuchar la primera ráfaga, convencido de que todos caerían a la vez-, alcanzándolo en el pecho cuando sus compañeros ya estaban en el suelo; pero Faulques no consiguió fotografiarlo cayendo, pues tiraba con la Leica sin motor, de arrastre manual, y en ese momento pasaba película para la siguiente exposición. Así que esta la tomó cuando el hombre ya se había desplomado boca arriba, la mano vendada un poco en alto, rígida entre el humo de los disparos que flotaba en el aire y el polvo que el cuerpo había levantado al caer. Faulques hizo una tercera foto cuando el jefe de los ejecutores se hallaba de pie entre los cadáveres, después de haberle dado el tiro de gracia al primero y disponiéndose a dárselo al segundo.

– Esto es interesante -comentó Markovic, un dedo puesto sobre la imagen-. La dignidad del hombre, etcétera. Pero no todos mueren así, ¿verdad?… En realidad así mueren muy pocos. Lloran, suplican, se arrastran… Aquella vileza de la que hablábamos el otro día. Con tal de sobrevivir.

Los editores de la agencia a la que Faulques envió el carrete sin revelar, habían seleccionado la foto del druso erguido a causa de la dignidad ante la muerte que traslucía su actitud, la aparente duda de los ejecutores y el dramatismo de los hombres abatidos detrás. En su momento se publicó con gran despliegue -El orgullo de morir, tituló, grandilocuente, una revista italiana- ganando aquel mismo año los veinte mil dólares del International Press Photo. En el libro que Markovic tenía ahora delante, esa imagen estaba enfrentada, página con página, a otra que Faulques había tomado en Somalia quince años después: un miembro de la milicia de Farah Aidid matando a tiros a un saqueador en el mercado de Mogadiscio. Las dos escenas eran diferentes de motivo y composición, y Faulques había dudado mucho hasta decidir emparejarlas en el álbum; pero fue eso lo que terminó convenciéndolo: tenían más sentido juntas. La del Líbano era una foto en blanco y negro, serena, de líneas equilibradas pese al asunto, planos bien definidos, un punto de fuga perfecto -aquella montaña con nieve en la cumbre, apenas visible entre el desenfoque de la bruma- y diagonales que venían de muy lejos para converger allí, con los ejecutores y los dos drusos abatidos como comparsas o paisaje de fondo para la escena principal: la coincidencia extrema de los fusiles del primer término, dos paralelas mortales apuntando al pecho del tercer druso erguido, justo al corazón sobre el que se apoyaba la mano vendada en cabestrillo, una armonía casi circular de líneas curvas, radios rectos y sombras cuyo centro eran esa mano y ese corazón a punto de interrumpir sus latidos. La foto de Mogadiscio era lo contrario: película en color, imagen sin volumen, casi plana, con el fondo ocre de una pared de adobe donde se proyectaban las sombras de un grupo de curiosos fuera de cuadro, y en el centro de la escena, de pie, un miliciano somalí, con un pantalón corto que le daba un aire insólitamente juvenil, extendiendo el brazo que empuñaba un AK-47 para acercar la bocacha del cañón a la cabeza del hombre tendido en el suelo boca arriba. Los músculos y tendones del brazo negro, flaco, se veían crispados por la tensión del retroceso del arma, cuyas balas destrozaban la cara del caído que alzaba manos y rodillas, vivo aún, estremecido por los impactos, con la polvareda alrededor de su cabeza, la cara saltando en fragmentos rojos -action painting absolutamente puro, diría Olvido más tarde, pálida todavía-, y dos cartuchos vacíos, recién expulsados de la recámara del arma, atrapados por la foto, inmovilizados cuando daban vueltas en el aire, dorados y relucientes al sol. Aquella imagen no tenía profundidad, ni fondo, ni líneas lejanas, ni otra cosa que la pared con las sombras a modo de testigos anónimos y el triángulo cerrado, equilátero, geométricamente perfecto -como el triángulo simbólico que en los libros escolares de Faulques representaba a Dios-, formado por el hombre de pie, la víctima tendida en el suelo, y el arma como prolongación del brazo y de la voluntad racional que la ejecutaban. Lloran, suplican y se arrastran, había dicho Markovic. Con tal de sobrevivir. Ese no era el caso, pensó Faulques, de los tres drusos de la primera foto, que se dejaron matar sin decir esta boca es mía ni perder la compostura; pero sí del somalí de la segunda, que se había tirado a los pies del verdugo rogando por su vida mientras este lo maltrataba a puntapiés entre el gozo de los chiquillos que contemplaban la escena -suyas eran las sombras proyectadas en la pared-; y así, de rodillas y agarrado a las piernas del miliciano, había recibido primero el culatazo que lo volvió de espaldas, y luego, suplicante y con las manos alzadas para protegerse el rostro, había gritado cuando vio cerca la boca del fusil, antes del estremecimiento de todo el cuerpo y los espasmos finales entre el golpeteo de las balas. Esa vez Faulques tiró con motor y arrastre automático entre foto y foto, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, clic, ocho veces, una serie completa a 1/500 de velocidad de obturación y 8 de diafragma. La quinta fue la mejor: aquella donde el moribundo, con la cara apenas visible entre sus propios estallidos rojos, levantaba brazos y piernas. Después, al reparar en el fotógrafo -Faulques se había acercado con impecable sigilo táctico mientras Olvido susurraba no lo hagas, por favor, quédate aquí y ni te muevas-, el miliciano somalí hizo un gesto fanfarrón, el fusil empuñado con ambas manos, poniendo un pie sobre el pecho del cadáver a la manera del cazador que posara con su trofeo. Meik mi uan foto. Sonrisa y relax. Y Faulques, alzando otra vez la cámara, fingió tomar también esa imagen, aunque no lo hizo. Ya había conseguido una escena idéntica en Tessenei, Eritrea: dos guerrilleros del FLE posando fusil en mano, uno de ellos con un pie sobre el cuello de un soldado etíope muerto. Y no era cosa de publicar dos veces la misma foto; resultaba absurdo plagiarse a sí mismo. En cuanto a todo aquello, el meik mi uan foto y todo lo demás, la más ajustada definición iba a correr a cargo de Olvido la noche misma de lo de Mogadiscio, mientras bebían a oscuras junto a la ventana, en el hotel. Me fascina África, dijo, porque parece una pista de pruebas del futuro. Supera el disparate dadaísta más extremo. Es como una película de dibujos animados de la tele donde los personajes enloquecieran, armados con machetes, fusiles y granadas.

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