– Con tal de sobrevivir -repitió Markovic.
Faulques, que regresaba despacio de sus recuerdos, torció el gesto.
– A muchos no les sirve de nada suplicar -murmuró-. Ni siquiera la vileza ante el verdugo garantiza nada.
El croata seguía pasando páginas del álbum. Al fin lo cerró.
– Lo intentan -dijo-. Casi todos, en realidad. Algunos lo consiguen.
Se quedó mirando, pensativo, la tapa del libro cerrado. Foto en blanco y negro, asfalto de la carretera del aeropuerto de Saigón: una mujer muerta en el suelo, con su bebé también muerto y abrazado. El marido un poco más allá, con otro niño cogido de la mano. Muertos también. Todos. Entre ellos, un sombrero de paja de forma cónica sobre un charco de sangre. No era la foto predilecta de Faulques, pero en su momento a él y a sus editores les había parecido una buena portada.
– Cuando me liberaron -prosiguió Markovic- iba con otros, en un camión… Apenas dijimos nada. Ni nos mirábamos siquiera. Avergonzados. Sabíamos cosas unos de otros, ¿comprende?… Cosas que queríamos olvidar.
Seguía de pie ante la mesa y el álbum de fotos, y ahora estuvo callado un rato. Faulques se acercó hasta la botella de coñac y la señaló, inquisitivo. El otro dijo no, gracias, sin volver la cabeza. El pintor se sirvió un poco en un vaso, mojó los labios y lo dejó sobre el álbum. Entonces Markovic levantó la vista.
– Había un chico jovencito. Guapo. Unos dieciséis o diecisiete. Bosnio. Un guardián serbio se encaprichó de él.
Sonreía un poco, el aire evocador. De no ser por la expresión de sus ojos, se habría dicho que era un recuerdo grato.
– Cuando algunas noches el guardián se lo llevaba -prosiguió- aquel chico siempre volvía con algo. Un poco de chocolate, un bote de leche condensada, tabaco… Nos lo daba todo. A veces hasta consiguió medicinas para los enfermos… Aun así, lo despreciábamos. ¿Qué le parece?… Sin embargo, tomábamos cuanto traía. Ávidos, se lo aseguro. Sí. Hasta el último cigarrillo.
El sol, que asomaba por una de las ventanas de la torre, iluminó el rostro del croata, y las pupilas se le aclararon más tras los cristales de las gafas. El apunte de sonrisa se esfumó de sus labios como borrado por la luz: los ojos imponían su dominio real, dando la impresión de que la sonrisa no había existido nunca. Faulques pensó que en otro tiempo se habría movido con cautela, alzando la cámara despacio para no alterar a la presa, a fin de capturar aquella mirada que no estaba al alcance de cualquiera. Era precisa determinada biografía para mirar así. Olvido la llamaba mirada de los cien pasos. Hay seres humanos, decía, que caminan cien pasos más allá que el resto, y ya nunca regresan. Luego entran en los bares y en los restaurantes y en los autobuses y casi nadie lo nota. Qué absurdo, ¿verdad? Todos deberíamos llevar nuestra biografía en la cara, como una hoja de servicios. Algunos la llevan, claro. Deja que te mire. La lleváis. Pero no siempre los otros saben leerla. La gente se cruza con ellos y no se da cuenta. Tal vez porque ahora nadie se mira de verdad. A los ojos.
– Una noche -seguía contando Markovic- varios de mis compañeros sodomizaron al chico. Si te dejas por el serbio, dijeron, te dejas por nosotros. Le habían metido un trapo en la boca para que no gritara. No hicimos nada por defenderlo.
Sobrevino un largo silencio. Faulques observó la pintura mural, allí donde el niño medio incorporado en la arena miraba a la mujer tendida boca arriba, los muslos desnudos y ensangrentados. El caudal de fugitivos procedente de la ciudad en llamas, vigilado por los esbirros armados, pasaba sin prestar atención. Sólo era una historia más, y cada uno tenía sus problemas.
– El chico se ahorcó al día siguiente. Lo encontramos detrás del barracón.
Markovic miraba ahora al pintor de batallas como si lo invitara a enjuiciar el asunto. Pero este no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza, sin apartar los ojos de la mujer violada y el niño pintados en la pared. El otro siguió la dirección de esa mirada.
– ¿Alguna vez pudo impedir algo, señor Faulques? ¿Una paliza, una muerte?… ¿Alguna vez pudo impedirlo, y lo hizo? -dejó transcurrir una pausa deliberada-. ¿O lo intentó?
– Algunas.
– ¿Muchas?
– Nunca llevé la cuenta.
El croata sonreía, malévolo.
– Bueno. Al menos sé que una vez sí quiso hacerlo.
Pareció decepcionado porque Faulques no hizo comentarios, los ojos fijos en el mural. Había dos figuras medio pintadas detrás del soldado del primer término que, en escorzo, vigilaba a los fugitivos: otro soldado de apariencia medieval y armas modernas, un espectro sin rostro bajo la visera del casco, que apuntaba con su fusil a un hombre del que sólo estaban concluidas la cabeza y los hombros. Algo en la expresión de la víctima no convencía del todo al pintor de batallas. Iba a ser asesinado un instante después, y Faulques lo sabía. El ejecutor también lo sabía. El problema estaba en los sentimientos del hombre a ejecutar. Su rostro, repasado con sombra tostada y azul prusia para acentuar los ángulos y escorzos, aparecía descompuesto por el miedo; pero no estaba vuelto hacia el verdugo sino hacia el observador, o el pintor, o cualquiera que presenciara la escena. Y era eso lo que no encajaba, comprendió Faulques. No era el terror lo que debía reflejar la cara de aquel hombre a punto de morir. Si no observaba a su verdugo sino al testigo, a la cámara transformada en pinceles y mirada del pintor, al ojo imaginario que con tanta impudicia se disponía a presenciar su muerte, la expresión del sentenciado no podía reflejar miedo, sino indignación. Una sorpresa indignada, era el matiz exacto. Naturalmente. Estaba en pijama, acababan de sacarlo de su casa, el pelo revuelto, legañas en los ojos, ante las miradas pasivas, cobardes, regocijadas o cómplices de los vecinos. Estaba exactamente igual que el hombre a quien Faulques había fotografiado en la Corniche de Beirut cuando lo empujaban a punta de fusil, descalzo y vestido con un ridículo pijama de rombos blancos y rojos, llevándolo hasta el lugar donde ya estaban en el suelo, asesinados, otros cuatro vecinos del inmueble. El hombre del pijama sabía lo que le esperaba, pero su expresión de miedo -llegaba desencajado, la piel de un amarillo ceniciento- se trocó en sorpresa e irritación cuando vio detrás de sus verdugos la cámara con la que Faulques, que una semana antes había cumplido veinticinco años, lo fotografiaba. Y este oprimió el obturador en el momento preciso para captar esa mirada colérica de intimidad invadida, cuando el hombre del pijama advirtió que alguien lo fotografiaba a punto de morir de aquella manera inicua y con semejante aspecto. La foto fue oportuna, pues cuando Faulques volvió a oprimir el disparador, el hombre ya tenía balas en el cuerpo y se desplomaba sobre los otros cadáveres. Hubo una tercera foto posible, pero no la hizo. Al ver acercarse a uno de los ejecutores al cadáver e inclinarse sobre él, Faulques pasó el diafragma de 8 a 5.6 y se dispuso a disparar. Pero cuando a través del visor vio que el hombre sacaba del bolsillo unos alicates para arrancarle al muerto los dientes de oro, la náusea le impidió enfocar. Entonces dejó caer la cámara sobre el pecho, caminó sin apresurarse hasta el taxi destartalado que estaba lejos, el cartel Press-Sahafi pegado en el cristal, y ante la mirada risueña del chofer libanés a quien pagaba dos dólares de comisión por cada buena foto que le facilitaba, vomitó cuanto había desayunado esa mañana en el hotel Commodore.
– Un testigo indiferente e ideal -comentó Markovic-. ¿De eso se trata?… Pues nadie lo diría, viendo lo que pinta aquí. Tampoco me pareció indiferente el día que lo vi arrodillado en la cuneta de la carretera de Borovo Naselje… Al menos hasta que cogió la cámara y fotografió a la mujer.
Faulques no respondió. Había ido hasta la pared, e inclinándose un poco sobre la escena pintada la estudiaba de cerca. Era tan evidente que se maldijo por no haberlo advertido antes. Cogió estropajo verde de cocina y frotó con suavidad y mucho cuidado el rostro del hombre que iba a morir, difuminando ligeramente sus rasgos, sobre todo en la parte de la boca, hasta que algunas irregularidades arenosas de la imprimación blanca sobre el cemento de la pared asomaron debajo. Luego pasó un cepillo de panadero para limpiar la superficie raspada y volvió a la mesa, revolviendo los pinceles secos, agavillados en los botes de conserva y latas de café, hasta encontrar uno redondo del número 4. Sentía en su nuca los ojos de Markovic. El pintor de batallas nunca había trabajado delante de nadie, pero en ese momento le daba igual.