19
Cerró la puerta con llave y anduvo despacio hacia las siluetas negras de los pinos, que los destellos lejanos del faro recortaban a intervalos bajo un cielo todavía lleno de estrellas. La calma era absoluta; hasta el suave terral había cesado. Faulques sólo oía sus pasos, el chirriar de grillos entre los arbustos y el rumor de resaca que ascendía desde la playa de guijarros con estertor prolongado y sordo, casi humano. Cuando estuvo cerca del bosquecillo se detuvo y aguardó inmóvil entre los minúsculos rastros luminosos de las luciérnagas. Se encontraba tranquilo, limpio de mente. Sereno de memoria e intenciones. No había aprensión ni dolor. Bajo los efectos del calmante, su corazón latía acompasado. Preciso. Siguió latiendo así cuando una sombra se destacó bajo los árboles, cerca, y la luz del faro hizo clarear un instante la camisa de Ivo Markovic.
– Se ha dado prisa -dijo el croata-. Falta una hora para que amanezca.
– No necesitaba más tiempo. Usted tenía razón.
– No comprendo.
– Mi trabajo estaba casi acabado, y yo no lo sabía.
Permanecieron en silencio. Al cabo de un momento, la silueta oscura de Markovic se desplazó un poco. El siguiente destello del faro lo destacó sentado sobre una piedra. El pintor de batallas se puso en cuclillas, cerca.
– ¿Viene armado, señor Faulques?
– Hasta cierto punto.
– No se acerque demasiado, entonces.
Hubo otra pausa larga. Parecía que el croata se riese entre dientes, quedo, pero tal vez fuera el rumor del mar bajo el acantilado.
– ¿Debo entender que está satisfecho con su pintura?
Faulques encogía los hombros en la oscuridad.
– Creo que sí -movió la cabeza-. No. Estoy seguro. Es como debía ser.
Markovic no dijo nada. Los puntitos minúsculos de las luciérnagas revoloteaban entre las dos sombras inmóviles.
– Sin usted no habría sido capaz de verlo -prosiguió el pintor de batallas-. Habría seguido trabajando durante días y semanas hasta llenar la pared entera. Alejándome del momento… Del punto exacto.
– Celebro haberle sido útil.
– Ha sido más que eso. Me hizo ver cosas que no veía.
Una pausa. Quizá Markovic reflexionaba sobre lo que acababa de escuchar. Faulques se desplazó un poco hasta sentarse apoyado en el tronco de un pino. Miró el destello del faro, el tapiz luminoso de las urbanizaciones que ascendían por la ladera de las montañas, más allá de Puerto Umbría, y la bóveda negra acribillada de estrellas hasta el horizonte.
– ¿Estoy de verdad en el cuadro? -preguntó de pronto el croata.
Su interés parecía real. Sincero. Faulques sonrió en sus adentros.
– Ya se lo dije. Usted, yo mismo… Todos estamos en él.
El otro tardó un poco en hablar de nuevo.
– Simetrías, ¿no?
– Eso es.
– Todas aquellas líneas y ángulos pintados.
– Sí.
Markovic encendió un cigarrillo. Con el resplandor del mechero que se reflejaba en los cristales de las gafas, Faulques vio su perfil inclinado, los ojos entornados por el deslumbramiento de la llama. Era un buen momento, pensó. Cinco segundos de ceguera bastarían para usar el cuchillo y terminar con todo. Su instinto adiestrado calculó ángulos, volúmenes y distancia. Consideraba, desapasionado, la aproximación más conveniente, el gesto que pondría las cosas en su sitio. A tales alturas de su historia, Faulques sabía de sobra que entre el acto de tomar una fotografía -aquel ballet mecánico sobre el tablero que acercaba al cazador a la presa, o la presa al cazador- y el acto de matar a un ser humano, mediaban mínimas diferencias técnicas. Pero dejó extinguirse el pensamiento. Permanecía recostado con indolencia contra el árbol, la espalda pegajosa de resina. Estaba estropeando, pensó absurdamente, su última camisa limpia.
– ¿Hay una conclusión, señor Faulques?… En las películas siempre hay alguien que resume las cosas antes del desenlace.
El pintor de batallas miró la brasa inmóvil del cigarrillo. Las luciérnagas iban y venían alrededor, fugitivas y doradas. Sus larvas, pensó, se alimentaban en las vísceras de caracoles vivos. Crueldad objetiva: luciérnagas, orcas. Seres humanos. En millones de siglos, pocas cosas habían cambiado.
– La conclusión está ahí -señalaba hacia la masa oscura de la torre, consciente de que el otro no podía ver su ademán-. Pintada en la pared.
– ¿También su sentimiento por lo que me hizo?
Aquello irritó a Faulques.
– Yo no le hice nada -repuso, áspero-. No tengo nada que sentir. Creí que había entendido eso.
– Lo entiendo. Las alas de la mariposa no son culpables, ¿verdad?… Nadie lo es.
– Al contrario. Lo somos. Usted y yo mismo. Su mujer y su hijo. Todos formamos parte del monstruo que nos dispone sobre el tablero.
De nuevo un silencio. Al cabo sonó la risa queda de Markovic. Esta vez no era el rumor del mar en las piedras de abajo.
– Topos locos -apuntó el croata.
– Eso es -Faulques también sonreía, retorcido-. Usted lo expresó bien el otro día… Cuanto más evidente es todo, menos sentido parece tener.
– ¿No hay salida, entonces?
– Hay consuelos. La carrera del prisionero que, mientras le disparan, cree ser libre… ¿Comprende lo que quiero decir?
– Me parece que sí.
– A veces basta eso. El simple esfuerzo por comprender las cosas. Vislumbrar el extraño criptograma… En cierto modo, una tragedia tranquiliza más que una farsa, ¿no le parece?… También hay analgésicos temporales. Con suerte, dan para ir tirando. Y bien administrados, sirven hasta el final.
– ¿Por ejemplo?
– La lucidez, el orgullo, la cultura… La risa… No sé. Cosas así.
– ¿Las navajas rotas?
– También.
Se avivó la brasa del cigarrillo.
– ¿Y el amor?
– Incluso el amor.
– ¿Aunque se acabe o se pierda, como el resto?
– Sí.
La brasa del cigarrillo se avivó tres veces antes de que Markovic hablase de nuevo.
– Creo que ahora lo entiendo bien, señor Faulques.
Hacia el este, donde la isla de los Ahorcados destacaba su cresta oscura adentrándose en el mar, la línea del alba empezaba a insinuarse en tonos más claros, intensificando el contraste entre el agua y el cielo todavía negros. El pintor de batallas sintió frío. Maquinalmente tocó el mango del cuchillo que llevaba en el cinturón, a la espalda.
– Deberíamos acabar con esto -dijo en voz baja.
Markovic no dio muestras de haberlo oído. Había apagado el cigarrillo y prendía otro. La llama del encendedor daba al croata un aspecto demacrado. Hundía sus mejillas y acentuaba la sombra en las cuencas de los ojos, tras las gafas.
– ¿Por qué fotografió a la mujer muerta?
Más irritación, fue el primer sentimiento de Faulques al oír aquello. Una cólera templada que le recorrió las venas como un latido suplementario. Era la segunda vez que Markovic formulaba esa pregunta.
– No es asunto suyo.
El otro parecía reflexionar sobre si lo era o no lo era.
– En cierto modo lo es -concluyó-. Piénselo y tal vez esté de acuerdo conmigo.
Faulques lo hizo. Tal vez, se dijo al fin, esté de acuerdo con él.
– Porque debo decirle -proseguía el otro- que fue sorprendente… Iba con mis compañeros por la carretera, oímos el estampido y algunos se acerca ron a mirar. Pero estábamos en zona batida, y nuestro oficial nos ordenó seguir adelante. Una mujer muerta, dijo alguien. Entonces los reconocí. Usted me había fotografiado tres días antes, cuando huíamos de Petrovci… A la mujer no la pude ver bien, pero supe que era la misma. Y cuando pasaba cerca, lo vi levantar la cámara y hacer una foto.
Hubo un silencio y se avivó la brasa del cigarrillo. Faulques miraba aquel punto rojo, semejante a los innumerables puntos rojos, más oscuros y líquidos, que salpicaban el cuerpo de Olvido, inmóvil, insólitamente pálida -la piel emblanquecida de pronto, como en una sobreexposición-, tumbada boca abajo en la cuneta, la mano derecha asomando junto a la cámara fotográfica a la altura del estómago, el brazo izquierdo doblado, esa otra mano con el reloj en la muñeca, la palma vuelta hacia arriba y cerca del rostro, el pendiente en forma de pequeña bolita de oro en el lóbulo de la oreja por donde salía el hilillo rojo que manchaba una trenza, corría por la mejilla hasta el cuello y la boca y bordeaba los ojos entreabiertos, fijos en la hierba y en los fragmentos de tierra removida sobre la que se extendía un charco de sangre. Arrodillado junto a ella con las cámaras colgando, ensordecido y confuso por el estallido próximo de la mina, mientras la sahariana y los pantalones de la mujer se iban empapando de rojo oscuro en la parte del cuerpo que estaba en contacto con el suelo, Faulques había extendido las manos, primero en busca de un sitio donde taponar la hemorragia, y después palpando el cuello inerte, al acecho de latidos ya imposibles.